Cánticos de la lejana Tierra Arthur C. Clarke El sol ya no es la estrella eterna e inmutable que todos han conocido: la ciencia ha demostrado que en el año 3620 iniciará un leve proceso de tipo nova, que acabará con la vida en el sistema solar. Durante siglos, la humanidad ha intentado desesperadamente salvar su propia existencia enviando misiones a los planetas habitables más cercanos. Entre esos planetas se encuentra Thalassa, un mundo acuático en el que solo tres islas volcánicas se encuentran por encima del nivel del mar; pese a la amenaza de Krakan, el gran volcán, los thalassanos han logrado formar una comunidad estable y equilibrada. Mientras tanto, en la Tierra, a solo ciento cincuenta años del apocalipsis, han descubierto al fin el secreto de las enormes e inagotables fuentes de energía del universo. Tres años antes del fin parte la Magallanes, la primera y última nave espacial terrestre que utiliza esa tecnología. El destino de la Magallanes, su tripulación y el millón de seres humanos que transportan en hibernación es el primigenio planeta Sagan Dos; sin embargo, debido a que el escudo de hielo que protege la nave de la radiación se ha deteriorado muy rápidamente, hacen una escala en Thalassa para reponerlo. A partir de ahí, los tripulantes de la Magallanes se enfrentan a un gran dilema: ¿deben seguir con el viaje, ahora que han descubierto que su objetivo se ha cumplido ya en Thalassa? CÁNTICOS DE LA LEJANA TIERRA hace verdadero honor a la sonoridad de su título. Realmente es una historia a medio camino entre la nostalgia de un pasado que ya no podrá ser recuperado y un futuro que aún está por labrar. Los tripulantes de la Magallanes son la expresión de esta lucha entre la añoranza y la esperanza, en especial cuando descubren en Thalassa un trozo de lo que han dejado atrás. La novela se inscribe en el más puro estilo de Arthur C. Clarke, el mismo que ha dado títulos tan memorables. Destaca además la linealidad y lo completo del argumento, aun sin ser su fuerte, ya que en otras ocasiones caía en una cierta asincronía. En esta ocasión no avanza por caminos atrevidos o arriesgados, ni lanza sus propuestas con ambición. Aunque ello le resta bastante empuje (lo que los americanos llaman punch), también es cierto que hubiera sido incoherente con ese sentido de nostalgia tan poco usual dentro de la ciencia ficción, siempre impregnada de un carácter aventurero. La mejor palabra que en definitiva se me ocurre para definir CÁNTICOS DE LA LEJANA TIERRA es entrañable: una historia inevitablemente agradable de leer. Francisco Ontanaya Arthur C. Clarke Canticos de la lejana Tierra      Para Tamara y Cherene, Valerie y Hector, con amor y lealtad No existe en ningún otro lugar del espacio ni en otros mundos hombres con quienes compartir nuestra soledad. Puede que exista el saber, puede que exista el poder; puede que en algún lugar del espacio unos magníficos instrumentos contemplen vanamente nuestra nube flotante y sus ocupantes estén ansiosos como lo estamos nosotros. No obstante, en la naturaleza de la vida y en los principios de la evolución hemos tenido nuestra respuesta. De los hombres de otra procedencia, no habrá jamás ninguna.      LOREN EISELEY El inmenso viaje (1957) He escrito un libro perverso, y me siento tan inmaculado como un cordero.      Melville a Hawthorne (1851) Título original: THE SONGS OF DISTANT EARTH Arthur C. Clarke Traducción de Francisca Graelis Reynoso Primera edición en esta colección: Mayo, 1989 NOTA DEL AUTOR Esta novela está basada en una idea desarrollada hace casi treinta años en un relato corto que lleva el mismo título (ahora recogido en mi colección El otro lado del cielo). Sin embargo esta nueva versión ha estado directa, y negativamente, inspirada por la reciente invasión de series espaciales en televisión y en el cine. (Pregunta: ¿Qué es lo contrario de inspiración: expiración?) No me interpreten mal: he disfrutado mucho con La Guerra de la galaxias y las producciones de Lucas y Spielberg, para citar sólo los más famosos ejemplos de este género. Pero estas creaciones son pura fantasía, no ciencia ficción en el sentido estricto del término. Actualmente parece casi seguro que la velocidad de la luz no puede ser superada en el universo real. Incluso la más cercana de las galaxias estará siempre a décadas o siglos de distancia; ningún Warp Seis les llevará de un episodio a otro en el período de una semana. El gran Productor en el Cielo no planeó su programa de este modo. En la última década ha habido, además, un notable, y bastante sorprendente, cambio en la actitud de los científicos sobre el problema de la inteligencia extraterrestre. Este tema no adquirió credibilidad (excepto entre personajes dudosos, como los escritores de ciencia ficción) hasta los años sesenta: la publicación de La vida inteligente en el universo (1966), de Shklovskii y Sagan, marcó el hito. Sin embargo, se ha producido un retroceso. El fracaso en el intento de encontrar indicios de vida en el sistema Solar, o de registrar señales interestelares que nuestras potentes antenas podrían captar fácilmente, ha llevado a algunos científicos a sostener que «quizás estamos solos en el Universo…» Frank Tipler, el más conocido exponente de esta teoría, ha ultrajado deliberadamente a los seguidores de Sagan dando a uno de sus artículos el provocativo título de «No existe vida inteligente extraterrestre». Carl Sagan y otros estudiosos sostienen (y yo con ellos) que es demasiado pronto para llegar a conclusiones tan tajantes. Mientras tanto, esta controversia hace furor; como bien se ha dicho, cualquiera de las dos respuestas será aterradora. La cuestión sólo puede ser zanjada por la evidencia, y no por la lógica, aunque sea plausible. Me gustaría que se dejara reposar esta polémica durante una o dos décadas, mientras los radioastrónomos rastrean, cual mineros en busca de oro, a través de los torrentes de ruidos procedentes del espacio. Esta novela es, entre otras cosas, mi intento de crear una ficción interestelar completamente real, del mismo modo que en Preludio al espacio (1951) utilicé tecnología existente, o con rasgos de veracidad, para describir el primer viaje del hombre más allá de los confines de la Tierra. No hay nada en este libro que desafíe o niegue los principios conocidos, la única extrapolación científica es la propulsión cuántica, e incluso procede de una teoría bastante respetable. (Véase los agradecimientos.) Si eso resultara ser castillos en el aire, hay varias alternativas posibles, y si nosotros, hombres del siglo XX, podemos imaginarlas, la ciencia del futuro descubrirá, sin duda, algo mucho mejor. ARTHUR C. CLARKE Colombo, Sri Lanka, 3 de julio de 1985 1. THALASSA 1. La playa de Tarna Antes de que el barco cruzara el arrecife, Mirissa ya sabía que Brant estaba enfadado. La actitud tensa de su cuerpo mientras llevaba la caña, y el solo hecho de que no hubiera dejado en las manos capacitadas de Kumar este último tramo, le indicaban que estaba disgustado por algo. Abandonó la sombra de las palmeras y anduvo lentamente hacia la playa, la arena húmeda se hundía bajo sus pies. Cuando llegó a la orilla, Kumar ya estaba doblando la vela. Su hermano «pequeño», casi ya tan alto como ella y todo músculo, la saludó alegremente con la mano. Cuántas veces había deseado que Brant tuviera el carácter amable de Kumar, al que ningún contratiempo parecía afectar. Brant no esperó a que el barco chocara con la arena. Saltó al agua, que le llegaba a la cintura, y, salpicando furiosamente, se acercó a ella. Llevaba entre las manos una masa de metal retorcido bordeada de alambres rotos y se la mostró. — ¡Mira! — gritó. — ¡Lo han hecho otra vez! Con la mano libre señaló el norte. — ¡Esta vez no voy a dejar que se salgan con la suya, y la alcaldesa podrá decir lo que le dé la gana! Mirissa se apartó mientras el pequeño catamarán, como si fuera una bestia marina prehistórica que asaltara por primera vez tierra firme, avanzaba lentamente hacia la playa sobre sus rodillos. En cuanto estuvo fuera del agua, Kumar paró el motor y bajó de un salto para reunirse con su todavía iracundo capitán. — Me paso la vida diciéndole a Brant que puede ser una casualidad, quizá sea un ancla abandonada. Después de todo, ¿por qué razón los del Norte harían algo así? — Yo te lo diré —respondió Brant—: porque son demasiado perezosos para lograr la tecnología por ellos mismos. Porque tienen miedo de que pesquemos demasiados peces. Porque… Se dio cuenta de la sonrisa del otro y le lanzó el amasijo de alambres rotos, que parecía la cama de un gato. Kumar lo recogió sin esfuerzo. — De todas maneras, aunque esto haya sido sólo un hecho accidental, no tienen que anclar aquí sus barcos. Esto está claramente especificado en el cartel: «NO PASAR — PROYECTO DE INVESTIGACIÓN», así que, de todos modos, voy a elevar una protesta. Brant había recobrado su buen humor, incluso cuando tenía sus más furibundos ataques de ira, sólo le duraban unos minutos. Para mantener un buen estado de ánimo, Mirissa empezó a pasarle los dedos suavemente por la espalda y le habló con su voz más dulce: — ¿Habéis pescado algún pez que valga la pena? — Por supuesto que no — respondió Kumar—. A él sólo le interesa cazar estadísticas, kilogramos por kilovatio, todas esas tonterías. Gracias a Dios que me llevé mi red. Hoy cenaremos atún. Se acercó al catamarán y sacó casi un metro de fuerza y belleza aerodinámica. Sus colores ya empezaban a palidecer y sus ojos ciegos tenían la mirada helada de la muerte. — Normalmente no se encuentran piezas como ésta — dijo con orgullo. Estaban admirando su trofeo cuando la historia irrumpió en Thalassa y el mundo simple y sin complicaciones que habían conocido en su corta vida acabó de repente. La señal de su paso estaba escrita en el cielo como si una mano gigantesca hubiera pasado una tiza sobre la cúpula azul del firmamento. Cuando estaba observándolo, el brillante rastro de vapor empezó a difuminarse en los bordes, convirtiéndose en un manojo de nubes para luego asemejarse a un puente de nieve tendido entre los dos horizontes. Un lejano estruendo se aproximaba desde los confines del espacio. Era un sonido que Thalassa no había oído desde hacía setecientos años, pero que cualquier niño podía reconocer inmediatamente. A pesar del calor de la noche, Mirissa se estremeció y su mano buscó la de Brant. Éste, aunque entrelazó sus dedos con los de ella, permaneció impasible y siguió mirando fijamente el cielo partido en dos. Incluso Kumar parecía subyugado, pero a pesar de ello fue el primero en hablar. — Alguna de las colonias nos debe de haber encontrado. Brant, escéptico, negó lentamente con la cabeza. — ¿Qué interés tendrían en nosotros? Deben de tener mapas antiguos, y sabrán que Thalassa es prácticamente un gran océano. No tiene ningún sentido que vengan aquí. — Quizá sea por curiosidad científica — sugirió Mirissa—. Para saber qué ha sido de nosotros. Siempre he dicho que había que reparar la red de comunicaciones… Ésta era una antigua discusión que se producía cada pocas décadas. En general, todo el mundo estaba de acuerdo en que, algún día, Thalassa debería reconstruir el gran plato de la Isla del Este, destruido en la erupción del volcán Krakan, cuatrocientos años atrás. Pero había tantas cosas más importantes que hacer… o sencillamente, cosas más divertidas. Construir una nave es un proyecto enorme — dijo Brant, pensativo. No puedo creer que ninguna colonia lo haga, a no ser que tenga un buen motivo para ello. Como la Tierra… Su voz se desvaneció en silencio. Después de tantos siglos era una palabra difícil de pronunciar. Como si fueran una sola persona, se volvieron hacia el este, desde donde la rápida noche ecuatorial avanzaba a través del mar. En el cielo habían aparecido algunas de las estrellas más brillantes, y justo sobre las palmeras se alzaba la inconfundible constelación del Triángulo. Sus tres estrellas eran casi de igual magnitud, pero una intrusa aún más brillante había brillado una vez, durante unas semanas, cerca del extremo sur de la constelación. Su encogida cáscara era todavía visible con un telescopio común. Pero ningún instrumento podía mostrar las cenizas en órbita en las que se había convertido lo que antes fuera el planeta Tierra. 2. El pequeño neutral Más de mil años después, un gran historiador llamó al período comprendido entre el año 1901 y el 2000 «El Siglo en que ocurrió todo». También añadió que los que vivieron en esa época habrían estado de acuerdo con él, pero por razones totalmente diferentes. Le hubieran indicado, a menudo con justificado orgullo, las hazañas científicas de su era, la conquista del aire, la liberación de la energía atómica, el descubrimiento de los principios básicos de la vida, la revolución de la electrónica y las comunicaciones, los principios de la inteligencia artificial y, la más espectacular de todas, la exploración del sistema solar y el primer aterrizaje en la luna. Pero como señaló el historiador mirando con la visión que da la perspectiva, ni uno entre mil había siquiera oído hablar de un descubrimiento que sobrepasó a todos estos logros amenazando con reducirlos a la irrelevancia. Parecía tan inofensivo y tan ajeno a los asuntos humanos como la placa fotográfica velada en el laboratorio de Becquerel que condujo, en sólo cincuenta años, a la bomba de Hiroshima. En realidad, era un producto secundario de aquel mismo experimento y empezó con la misma inocencia. La Naturaleza es una inflexible contable y siempre hace el balance de sus libros. Los físicos se quedaron muy asombrados cuando descubrieron que había ciertas reacciones nucleares, en las que después de haber unido todos los fragmentos parecía que faltaba algo en un lado de la ecuación. Como un administrador que rápidamente repone el dinero de gastos menores para así adelantarse a los auditores, los físicos se vieron obligados a inventar una nueva partícula. Y, además, para justificar la discrepancia, tenía que ser una partícula muy especial, sin masa ni peso, y tan fantásticamente penetrante que pudiera pasar, sin ningún inconveniente perceptible, a través de una pared de un grosor de miles de millones de kilómetros. A este fantasma se le dio el nombre de «neutrino», contracción de neutrón y bambino. Parecía que no había esperanzas de detectar algo tan escurridizo como esta entidad, pero en 1956, en una de esas hazañas heroicas de la instrumentación, los físicos pudieron aislar unos pocos especímenes. Fue también un triunfo de los teóricos, que vieron corroboradas sus improbables ecuaciones. El mundo no se enteró, ni le importaba, pero había empezado la cuenta atrás de su destrucción. 3. Reunión del Consejo La red local de Tarna nunca llegó a funcionar a más de un noventa por ciento de su potencia, aunque también es verdad que su rendimiento no bajaba del ochenta y cinco por ciento. Al igual que la mayor parte del equipo de Thalassa, fue diseñada por grandes genios, fallecidos hacía ya mucho tiempo, para que los accidentes catastróficos fueran casi imposibles. Aunque fallaban muchos componentes, el sistema seguía funcionando bastante bien, hasta que alguien se exasperaba e intentaba arreglarlo. Los ingenieros denominaban a esto «sutil degradación", una frase que, según habían declarado algunos cínicos, describía de forma bastante exacta el tipo de vida thalassano. Según el ordenador central, la red estaba al noventa por ciento normal de su capacidad, aunque en aquellos momentos la alcaldesa Waldron se hubiera contentado con menos. La mayoría de los habitantes del pueblo la habían llamado en la última media hora, y por lo menos cincuenta adultos y niños se encontraban apiñados en la sala del Ayuntamiento, número muy superior al que podía contener. Doce personas componían el quórum de una asamblea ordinaria, pero a veces hacían falta medidas draconianas para conseguir reunir este número de personas en un mismo lugar. El resto de los quinientos sesenta habitantes de Tarna preferían mirar y votar, si se sentían lo bastante interesados por el asunto, desde la comodidad de sus hogares. También recibió dos llamadas del Gobernador Civil, una desde el despacho del presidente, y otra desde el servicio informativo de la Isla Norte, ambas haciendo la misma innecesaria pregunta. Cada una recibió la misma escueta respuesta: desde luego que si algo sucede les mantendremos al corriente… y gracias por su interés. A la alcaldesa no le gustaba el alboroto, y su carrera moderadamente próspera como administradora local se había basado en evitarlo. Por supuesto, a veces era imposible; su veto no habría conseguido desviar el huracán del 09, que había sido hasta ahora el acontecimiento más importante del siglo. — Que se calle todo el mundo — gritó. — Reena, deja esas conchas en paz; costó mucho trabajo arreglarlas. Además, ya es hora de que estés en la cama. ¡Billy, fuera de la mesa! ¡Ahora mismo! La sorprendente rapidez con que el orden fue restaurado demostraba, una vez más, la ansiedad de los ciudadanos por escuchar lo que la alcaldesa tenía que decirles. Ésta desconectó el ruido insistente de su teléfono de muñeca, y envió la llamada a la Central de Menajes. — La verdad, no sé mucho más que vosotros, y no parece que vayamos a recibir más información hasta dentro de unas horas. Pero seguro que era algún tipo de nave espacial, y ya había regresado (supongo que debería decir entrado) cuando ha pasado por encima de nosotros. Puesto que no tiene ningún sitio adonde ir en Thalassa, volverá probablemente a las Tres Islas. Tardará mucho tiempo si tiene que dar la vuelta al planeta. — ¿Han intentado comunicarse por radio? — preguntó alguien. — Sí, pero sin suerte. — Podríamos intentarlo — dijo una voz ansiosa. Un breve silencio invadió la Asamblea; el concejal Simmons, el ayudante de la alcaldesa Waldron, soltó un resoplido de disgusto. — Esto es ridículo. Hagamos lo que hagamos, nos encontrarán en diez minutos. De todas formas, seguro que ya saben exactamente dónde estamos. — Estoy totalmente de acuerdo con el concejal — dijo la alcaldesa Waldron, aprovechando esta oportunidad tan poco habitual—. Cualquier nave tendrá seguramente mapas de Thalassa. A lo mejor datan de mil años atrás, pero en ellos aparecerá «Primer Aterrizaje». — Pero suponga, sólo suponga, que son extraterrestres. La alcaldesa suspiró; creía que esta tesis había sido superada por completo hacía algunos siglos. — No hay extraterrestres — dijo con firmeza—. Al menos ninguno lo suficientemente inteligente para hacer viajes estelares. Por supuesto, no podemos estar del todo seguros, pero la Tierra los estuvo buscando durante miles de años, y empleó para ello todos los medios imaginables. — Hay otra posibilidad — dijo Mirissa, que estaba de pie junto a Brant y Kumar en el fondo de la sala. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Brant parecía un tanto molesto. A pesar de su amor por Mirissa, había veces en que deseaba que no estuviera tan bien informada y que su familia no hubiera estado a cargo de los Archivos durante las últimas cinco generaciones. — ¿Qué quieres, querida? Esta vez fue Mirissa quien se sintió molesta, aunque disimuló su irritación. No le gustaba sentir sobre sí la condescendencia de alguien que no era realmente muy inteligente, aunque había que reconocer que era lista, quizás astuta era la palabra exacta. No le molestaba el hecho de que la alcaldesa Waldron estuviera siempre mirando de reojo a Brant; sólo le divertía. Incluso sentía cierta simpatía por aquella vieja. — Podría ser otra nave sembradora, como la que trajo los tipos de genes de nuestros antepasados a Thalassa. — Pero, ¿ahora, tan tarde? — ¿Por qué no? Los primeros aparatos sólo podían alcanzar un porcentaje de la velocidad de la luz. La Tierra fue mejorándolas, hasta que se destruyó. Como los últimos modelos eran casi diez veces más rápidos, sobrepasaron a los primeros en casi más de cien años; algunos todavía deben de estar en camino. ¿No estás de acuerdo conmigo, Brant? Mirissa procuraba siempre introducirlo en las conversaciones y si era posible le hacía creer que él las había originado. Era muy consciente de sus sentimientos de inferioridad y no deseaba aumentarlos. A veces era bastante desolador ser la persona más brillante de Tarna; aunque conectaba con media docena de sus iguales mentales en Las Tres Islas, raramente se encontraba con ellos cara a cara, encuentros estos que aun después de todos estos milenios, ninguna tecnología de las comunicaciones había logrado superar. — Es una idea interesante — dijo Brant—. Podrías tener razón. Aunque la historia no era su punto fuerte, Brant Falconer poseía los conocimientos de un técnico acerca de la serie de complejos acontecimientos que habían conducido a la colonización de Thalassa. — ¿Y qué vamos a hacer? — preguntó— ¿si es otra nave sembradora que intenta colonizarnos de nuevo? ¿Contestarles: Muchas gracias, pero hoy no? Se oyeron algunas risitas nerviosas; el concejal Simmons observó entonces con aire pensativo: — Estoy seguro de que podríamos hacer frente a una nave sembradora si nos viéramos obligados a ello. Y quizá los robots fueran lo bastante inteligentes para cancelar su programa al ver que el trabajo ya estaba realizado. — A lo mejor. Pero tal vez pensaran que podían mejorarlo. De todas formas, ya sea una reliquia de la tierra, ya sea un modelo ulterior de una de las colonias, por fuerza tiene que ser algún tipo de robot. No había necesidad de dar explicaciones, todo el mundo conocía las dificultades y los gastos que suponía un vuelo interestelar tripulado. Aunque era técnicamente posible, no tenía sentido alguno. Los robots podían realizar el trabajo con un coste muchísimo más reducido. — Robot o reliquia, ¿qué vamos a hacer? — preguntó uno de los ciudadanos. — Puede que no nos plantee ningún problema — dijo la alcaldesa—. Todo el mundo supone que se dirigirá a Primer Aterrizaje, pero, ¿por qué allí? Después de todo, es más probable que vaya a la Isla Norte. La alcaldesa se equivocaba a menudo, pero nunca lo había hecho tan deprisa. Esta vez el sonido que iba en aumento en el cielo de Tarna no era un trueno lejano proveniente de la ionosfera, sino el agudo silbido de un rápido jet que volaba bajo. Todos los presentes abandonaron precipitadamente la sala; sólo unos pocos tuvieron tiempo de ver la nariz afilada de ala delta eclipsar las estrellas y dirigirse hacia el lugar considerado como el último vínculo con la Tierra. La alcaldesa Waldron hizo una breve pausa para informar a la Central, y luego se unió a los que se apiñaban en el exterior. — Brant, tú puedes llegar allí primero. Coge la cometa. El ingeniero en jefe de Tarna parpadeó; era la primera vez que recibía una orden tan directa de la alcaldesa. Luego pareció un tanto avergonzado. — Un coco le atravesó el ala hace un par de días. No he tenido tiempo de repararla por el problema de las trampas de los peces. De todas formas, no está equipada para vuelos nocturnos. La alcaldesa le lanzó una larga y fría mirada. — Espero que mi coche funcione — dijo sarcásticamente. — Desde luego — respondió Brant con voz herida—. Tiene combustible y está listo ya. Era muy poco habitual ver circular el coche de la alcaldesa; se podía recorrer Tarna en veinte minutos, y todo el transporte local de alimentos y material se realizaba mediante pequeños vehículos todo terreno. En setenta años de servicio oficial, el vehículo había registrado menos de mil cien kilómetros y, salvo accidentes, seguiría funcionando durante un siglo por lo menos. Los thalassanos habían experimentado alegremente con todos los vicios, pero el consumismo y la desidia no se encontraban entre ellos. Cuando se inició el viaje más histórico jamás realizado, nadie hubiera podido adivinar que el vehículo era mucho más viejo que cualquiera de sus pasajeros. 4. Señal de alarma Nadie oyó el primer tañido de la campana fúnebre de la Tierra, ni siquiera los científicos que realizaron el fatídico descubrimiento, en las profundidades de la tierra, en una mina de oro abandonada del Colorado. Era un experimento atrevido, inimaginable antes de mediados del siglo XX. Cuando el neutrino fue detectado, se vio en seguida que a la Humanidad se le había abierto una nueva ventana al universo. Era algo tan penetrante que atravesaba un planeta con la misma facilidad con que podía usarse la luz a través de una lámina de vidrio para observar los núcleos de los soles. Especialmente el sol. Los astrónomos estaban convencidos de que entendían las reacciones que accionaban el horno solar, del cual dependía enteramente la vida de la Tierra. En el núcleo del sol, a unas presiones y temperaturas enormes, el hidrógeno se fusionaba en helio produciendo una serie de reacciones que liberaban grandes cantidades de energía. Y, como subproducto accidental, se producían neutrinos. Al no encontrar los trillones de toneladas de materia más obstáculo en su camino que una espiral de humo, esos neutrinos solares emergieron de su lugar de nacimiento a la velocidad de la luz. En solamente dos segundos alcanzaron el espacio y se expandieron a través del universo. A pesar de los muchos planetas y estrellas que se encontraban a su paso, la mayoría de ellos conseguirían no ser capturados por el fantasma insustancial de la materia «sólida» cuando la misma tierra llegó a su fin. Ocho minutos después que hubieran abandonado el sol, una pequeña fracción de torrente solar barrió la Tierra, y una fracción aún menor fue interceptada por los científicos del Colorado. Habían enterrado su material a un kilómetro bajo tierra de forma que las radiaciones menos penetrantes serían filtradas hacia fuera y podrían captar los raros y auténticos mensajeros del núcleo solar. Contando los neutrinos capturados, esperaban estudiar con detalle sus propiedades y llegar a un punto tal que, como podría comprobar cualquier filosofo, estaba hasta entonces excluido del conocimiento humano o de la observación. El experimento funcionó, los neutrinos solares fueron detectados. Pero había demasiado pocos. Debería haber habido una cantidad tres o cuatro veces mayor que la que había conseguido capturar la instrumentación masiva. Realmente algo iba mal, y durante los años setenta, el caso de los neutrinos perdidos alcanzó una gran resonancia a nivel científico. El equipo fue revisado una y otra vez, las teorías reexaminadas, y el experimento fue llevado a cabo cientos de veces, siempre con el mismo frustrante resultado. A finales del siglo XX, los astrofísicos se vieron obligados a aceptar una conclusión preocupante, aunque ninguno se percató de sus consecuencias. No fallaba ni la teoría ni el equipo. El problema residía en el interior del sol. El primer encuentro secreto en la historia de la Unión Internacional Astronómica tuvo lugar en el año 2008 en Aspen, Colorado, no muy lejos del escenario de este primer experimento, que ya había sido repetido en una docena de países. Una semana más tarde, el Boletín Especial 55/08 de la IAU, que llevaba como titulo en clave «Algunas observaciones a las reacciones solares», se encontraba en manos de todos los gobiernos de la Tierra. Se preveía que cuando la noticia del fin del mundo se filtrara se produciría el pánico. En vez de ello, la reacción general fue la de un perplejo silencio, seguido de un encogerse de hombros y, finalmente, de la reanudación del trabajo cotidiano. Pocos gobiernos habían mirado jamás más allá de unas elecciones, y pocos indicios más allá de las vidas de sus nietos. Aunque la Humanidad estuviese sentenciada a muerte, la fecha de ejecución era todavía indefinida. El sol no explotaría durante al menos mil años, ¿y quién podía llorar por la cuadragésima generación? 5. Paseo nocturno Ninguna de las dos lunas había aparecido todavía cuando el vehículo se puso en marcha en la carretera más conocida de Tarna. En su interior iban Brant, la alcaldesa Waldron, el concejal Simmons y dos ancianos ciudadanos. Aunque conducía con su habitual facilidad, Brant se sentía disgustado por la reprimenda de la alcaldesa. El hecho de que el brazo regordete de ella le rodeara los desnudos brazos de modo informal no mejoraba mucho las cosas. Pero la belleza pacífica de la noche y el ritmo hipnótico de las palmeras que se mecían iluminadas por el haz de la luz vacilante del vehículo le hicieron recobrar su habitual buen humor. Pero ¿cómo se podía permitir que se filtraran estos sentimientos personales en un momento histórico como éste? En diez minutos estarían en Primer Aterrizaje, el principio de su historia. ¿Qué sucedería? Sólo una cosa era segura; los visitantes se habían albergado en el faro, todavía en funcionamiento de la antigua nave sembradora. Sabían dónde mirar, así que tenían que proceder de alguna otra colonia humana de este sector del espacio. Un pensamiento preocupante asaltó la mente de Brant. Alguien o algo, podía haber detectado el faro, avisando a todo el universo de que la Inteligencia había pasado un día por allí. Recordó que años atrás se había presentado una moción en el consejo para desconectar la transmisión, basándose en que era inservible y que no podría causar mucho daño. Más bien por razones sentimentales y emocionales que lógicas, la moción fue rechazada por un pequeño margen. Thalassa iba muy pronto a arrepentirse de esta decisión, pero era ya demasiado tarde para hacer nada. El concejal Simmons, apoyado en el asiento trasero, hablaba en voz baja con la alcaldesa. — Helga — dijo, era la primera vez que Brant le oía pronunciar su nombre—, ¿crees que todavía sabremos comunicarnos con ellos? El lenguaje de los robots evoluciona muy rápidamente, ¿sabes? La alcaldesa no lo sabía, pero era muy hábil a la hora de disimular su ignorancia. — Este es el menor de nuestros problemas; esperemos a que surja. Brant, ¿podrías conducir un poco más despacio? Me gustaría llegar allí sana y salva. La velocidad era perfectamente segura en esta carretera que Brant se sabía de memoria, pero obedeció y redujo a cuarenta klicks. Se preguntó si la alcaldesa intentaba aplazar el enfrentamiento. Era una gran responsabilidad enfrentarse sola a la segunda nave espacial proveniente del exterior de toda la historia del planeta. Todo Thalassa tendría puestos sus ojos en ella. — ¡Por Krakan! — juró uno de los pasajeros del asiento trasero. ¿Alguien ha traído alguna cámara? — Es ya demasiado tarde para volver — respondió el concejal Simmons—. De todas formas, habrá tiempo suficiente para hacer fotografías. No creo que se marchen después de decirnos hola. En su voz se percibía un cierto nerviosismo, y Brant no podía reprochárselo. ¿Quién podía adivinar lo que les esperaba tras la cima de la próxima colina? — Le informaré tan pronto como haya algo que decirle, señor Presidente. La alcaldesa Waldron estaba utilizando el radioteléfono del coche. Brant no se dio cuenta de la llamada, estaba demasiado absorto en sus pensamientos. Por primera vez en su vida, deseó haber aprendido algo más de historia. Por supuesto, los hechos más relevantes le eran familiares; todos los niños de Thalassa habían crecido escuchándolos. Sabía que a medida que pasaban los siglos, las predicciones de los astrónomos eran cada vez más seguras y las fechas más precisas, y que en el año 3600, con una diferencia de setenta y cinco años más o menos, el sol se transformaría en una nova. En una nova no muy espectacular, pero sí lo suficientemente grande… Un viejo filósofo señaló una vez que el saber que uno iba a ser colgado al día siguiente tranquilizaba la mente humana. Algo así ocurrió con toda la raza humana durante los años próximos al cuarto milenio. Si ha existido jamás un momento en el que la Humanidad se ha enfrentado a la verdad con resignación y determinación, éste fue la medianoche del mes de diciembre cuando se pasó del año 2999 al 3000. Todos los que vieron aparecer aquel tres no pudieron nunca olvidar que jamás habría un cuatro. Sin embargo faltaba más de medio milenio; las treinta generaciones que todavía vivirían y morirían en la Tierra como sus antepasados podrían aún hacer algo. Por lo menos, podrían conservar el conocimiento de la raza y las grandes creaciones del arte humano. Incluso en los comienzos de la era espacial, los primeros robots que abandonaron el Sistema Solar llevaron consigo muestras de música, pintura y mensajes por si se topaban con otros exploradores del Cosmos. Sin embargo, y aunque nunca se encontraron en la galaxia signos de civilizaciones extrañas, incluso los científicos más pesimistas creían que debía existir inteligencia en algún lugar en los billones de universos — islas que se extendían más allá del alcance de los telescopios más potentes. Durante siglos, se envió pieza por pieza el conocimiento y la cultura humanos a la Nebulosa Andrómeda y a sus más lejanos vecinos. Nadie, por supuesto, sabría jamás si las señales fueron recibidas, y en el caso de que lo fueran, si pudieron ser interpretadas. Pero su motivación era una que todos los hombres podían compartir; era el impulso de dejar algún último mensaje, alguna señal que dijera: «Mira, yo también estuve vivo.» Hacia el año 3000, los astrónomos creyeron que sus gigantescos telescopios orbitales habían detectado todos los sistemas planetarios a cinco mil años luz del sol. Se habían descubierto docenas de mundos del tamaño de la Tierra, y algunos más cercanos habían sido burdamente representados en un mapa. Algunos poseían atmósferas con ese indiscutible signo de vida: un porcentaje alto de oxígeno. Había alguna posibilidad de que el hombre pudiera sobrevivir allí, si lograba llegar hasta ellos. Los hombres no podían, pero el Hombre sí. Las primeras naves sembradoras eran primitivas, pero incluso así forzaban la tecnología al límite. Con los sistemas a propulsión disponibles en el año 2500, podían alcanzar el sistema planetario más cercano en unos doscientos años, llevando consigo su preciosa carga de embriones congelados. Pero ésta era la menor de sus tareas. También tendrían que transportar todo el material automático que reanimaría y criaría a esos humanos en potencia y les enseñaría a sobrevivir en un ambiente desconocido y probablemente hostil. Sería inútil y cruel dejar unos niños desnudos e ignorantes en mundos tan hostiles como el Sáhara o el Antártico. Tendrían que ser educados, se les tendría que dar herramientas, enseñarles a orientarse y a utilizar los recursos locales. Después del aterrizaje, la nave sembradora se convertiría en una nave madre y tal vez tendría que cuidar de su progenie durante generaciones. Pero no solamente se tuvo que transportar seres humanos, sino también un ecosistema completo. Plantas (aunque nadie sabía a ciencia cierta si habría tierra para ellas), animales de granja, y una sorprendente variedad de insectos y microorganismos que tuvieron también que incluirse en caso de que los sistemas normales de producción de alimentos resultaran inútiles y fuese necesario volver a las técnicas agrícolas básicas. Había una sola ventaja en un comienzo así. Todas las enfermedades y parásitos que habían asolado a la Humanidad desde el comienzo de los tiempos quedarían atrás, para perecer en el fuego esterilizador de Nova Solis. También tuvieron que construir y diseñar bancos de datos, «sistemas expertos» capaces de superar cualquier situación imprevista, mecanismos de reparación y puesta a punto de máquinas y robots. Y tenían para ello un período de tiempo igual al que existió entre la Declaración de la Independencia y el primer aterrizaje en la luna. Aunque la tarea parecía casi imposible, era tan sugestiva que casi toda la Humanidad se unió para conseguirlo. Era un objetivo a largo plazo, el último objetivo a largo plazo, que podía dar algún sentido a la vida, incluso después de la destrucción de la Tierra. La primera nave sembradora abandonó el Sistema Solar en 2553, con destino al astro gemelo más próximo al sol: Alfa Centauri A. Aunque el clima de un planeta llamado Pasadena, que tenía el tamaño de la Tierra, era extremado y violento debido a la proximidad de Centauri B, los otros objetivos probables se encontraban a una distancia dos veces mayor. La duración del viaje a Sirius X sería de más de cuatrocientos años; cuando la máquina llegase, seguramente la tierra habría dejado ya de existir. Pero si se conseguía colonizar Pasadena con éxito, habría tiempo suficiente para enviar las buenas noticias. Doscientos años de viaje, cincuenta para asegurar sus posiciones y construir un pequeño transmisor, y tan sólo unos cuatro años para que la señal regresara a la tierra; con suerte, habría gritos en las calles en el año 2800… De hecho fue en 2786; Pasadena había ido mejor de lo previsto. La noticia fue alentadora y dio un nuevo estímulo al programa de siembra. Por entonces ya se habían lanzado una veintena de naves, cada una de ellas con una tecnología aún más avanzada que las precedentes. Los últimos modelos podían alcanzar un veinteavo de la velocidad de la luz, y tenían más de cincuenta objetivos a su alcance. Incluso cuando el faro de Pasadena dejó de funcionar tras emitir tan sólo la noticia de aterrizaje inicial, el desaliento fue sólo momentáneo. Lo que se había hecho una vez podía repetirse otra vez, incluso otra — con mayores posibilidades de éxito. Hacia el año 2700 se abandonó la burda técnica de los embriones congelados. El mensaje genético que la Naturaleza codificaba en la estructura espiral de la molécula del ADN podía almacenarse con mayor facilidad y seguridad, y de forma compacta, en las memorias de los últimos ordenadores. De esta forma se podía trasladar un millón de genotipos en una nave sembradora no mucho mayor que un avión regular de mil pasajeros. Una nación entera sin hacer, con todo el tipo necesario para formar una nueva civilización, podía caber en unos cien metros cúbicos y ser trasladada a las estrellas. Brant sabía que esto era lo que había ocurrido en Thalassa hacía setecientos años. En el tramo donde la carretera subía hacia las colinas había algunas huellas dejadas por los robots excavadores al buscar las materias primas de las que provenían sus propios antepasados. Dentro de unos momentos pasarían por las plantas de fabricación abandonadas hacía largo tiempo. — ¿Qué ha sido eso? — murmuró apresuradamente el concejal Simmons. — ¡Párate! — ordenó la alcaldesa—. Apaga el motor, Brant — dijo, buscando el micrófono del coche. — Aquí la alcaldesa Waldron llamando. Estamos en el kilómetro siete. Hay una luz delante de nosotros. Se puede ver entre los árboles. Creo que está exactamente en Primer Aterrizaje. No se oye nada. Volvemos a arrancar. Brant no esperó la orden pero disminuyó ligeramente la velocidad. Este era el segundo acontecimiento más importante de toda su vida. El primero fue el ser atrapado por el huracán del 09. Aquello había sido más que emocionante; tuvo suerte de salir con vida. Quizás esto también era peligroso, pero en verdad no lo creía. ¿Podían ser hostiles los robots? Seguramente los visitantes de otro mundo no buscaban en Thalassa nada más que amistad y conocimientos. — Oídme — dijo el concejal Simmons—, he podido verlo bien antes de que cruzara los árboles, y estoy seguro de que era algún tipo de aeronave. Las naves sembradoras nunca tuvieron alas ni aerodinámica, claro. Y además es muy pequeña. — Sea lo que sea — dijo Brant—, lo sabremos dentro de cinco minutos. Mirad esa luz; viene del Parque de la Tierra, el lugar obvio. ¿Paramos el coche y seguimos a pie el resto del camino? El Parque de la Tierra era un terreno ovalado cubierto de hierba amorosamente cuidada, situado en la parte este de Primer Aterrizaje, que en aquellos momentos se encontraba fuera de su vista, tapado por la negra silueta de la columna de la Nave Madre, el monumento más viejo y más venerado del planeta. Había un haz de luz que hacía resaltar por doquier los bordes todavía sin oxidar del cilindro y que parecía provenir de un único punto brillante. — Para el coche antes de llegar a la nave — ordenó la alcaldesa—. Luego bajaremos y echaremos un vistazo. Apaga las luces para que no nos vean, hasta que nosotros queramos. — ¿Nos vean, o nos vea? — preguntó uno de los pasajeros, un tanto nervioso. Nadie le hizo caso. El coche se detuvo ante la inmensa sombra de la nave, y Brant lo giró ciento ochenta grados. — Así podremos escapar — explicó medio en serio y medio en broma. Todavía seguía sin poder creer que existiera algún peligro. De hecho, había momentos en que se preguntaba si lo que ocurría era real. Quizá seguía aún dormido y todo no era más que un sueño. Salieron silenciosamente del coche y caminaron hasta la nave. Luego la rodearon hasta llegar a la bien definida pared de luz. Brant se protegió los ojos y miró por encima del borde, entrecerrando los ojos ante el deslumbrante resplandor. El concejal Simmons tenía toda la razón. Era algún tipo de aeronave, o nave aeroespacial, y era muy pequeña. ¿Podía tratarse de los norteños? No, eso era absurdo. No se podía utilizar aquel vehículo en el área limítrofe de las Tres Islas, y su construcción hubiera sido imposible de ocultar. Tenía la forma de una punta de flecha aplastada y debía de haber aterrizado verticalmente, ya que no se veían marcas alrededor de la hierba. La luz provenía de un solo punto, de un bastidor aerodinámico situado en su línea dorsal y encima de todo ello destellaba intermitentemente una pequeña luz roja. Todo era tranquilizador, por no decir decepcionante; se trataba de un aparato común. Un aparato que sin duda no podía haber viajado los doce años luz que le separaba de la colonia más cercana. De repente, la luz principal se apagó dejando ciego por unos momentos al pequeño grupo de observadores. Cuando los ojos de Brant se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que había ventanas en la parte delantera de la máquina, iluminadas pálidamente desde el interior de la nave. Pero ¡si parecía un vehículo conducido por hombres, y no el aparato robot que esperaban! La alcaldesa Waldron llegó a la misma sorprendente conclusión. — No es un robot, hay gente dentro. No perdamos más tiempo. Enciende tu linterna, Brant, para que nos vean. — Helga — protestó el concejal Simmons. — No seas bobo, Charlie. Vamos, Brant. ¿Qué era lo que había dicho el primer hombre en la luna casi dos milenios atrás? «Unos pasitos…» Habían recorrido unos veinte metros cuando se abrió una puerta lateral del vehículo, una rampa articulada bajó de golpe y dos humanoides salieron a su encuentro. Este fue el primer pensamiento de Brant. Pero luego se dio cuenta de que el color de su piel le había engañado, o lo que podía ver de ella a través de la película transparente y flexible que los cubría de la cabeza a los pies. No eran humanoides, eran humanos. Si él nunca volviera a tomar el sol, podría llegar a ser tan blanco como ellos. La alcaldesa levantó las manos en el gesto tradicional de «venimos sin armas» tan viejo como la historia. — No creo que me entendáis — dijo—, pero bienvenidos a Thalassa. — Al contrario — contestó una de las voces más profundas y con más bella modulación que Brant había oído jamás—, le entendemos perfectamente. Estamos encantados de conocerles. Por un momento, el grupo de recepción se quedó sumido en un perplejo silencio. Pero era absurdo, pensó Brant, haber sido sorprendidos. Después de todo, no tenían la más mínima dificultad en entender el lenguaje de los hombres de hacía dos mil años. Cuando se inventó el sonido grabado, se conservaron todos los sonidos fónicos de la sintaxis y la gramática, pero la pronunciación permanecía estable durante milenios. La alcaldesa Waldron fue la primera en recobrar su aplomo. — Bien, eso nos ahorra muchos problemas — dijo poco convencida—. ¿De dónde vienen? Hemos perdido el contacto con nuestros vecinos desde que se destruyó nuestra antena interespacial. El hombre mayor miró a su compañero, que era más alto y se pasaron algún mensaje silencioso. Luego, se volvió de nuevo hacia la expectante alcaldesa. Había una inconfundible tristeza en aquella hermosa voz cuando hizo la fantástica revelación: — Aunque les parezca increíble — dijo, no venimos de ninguna colonia. Venimos de la Tierra. II. MAGALLANES 6. Aterrizaje en el planeta Incluso antes de abrir los ojos, Loren sabía exactamente dónde se encontraba y esto le pareció bastante sorprendente. Tras dormir durante doscientos años, cierta confusión era comprensible, pero le parecía como si fuera ayer cuando hizo su última entrada en la cabina de la nave, y por lo que podía recordar, no había tenido ni un solo sueño. Lo agradecía. Manteniendo los ojos cerrados se concentró en sus otros sentidos. Oyó un suave murmullo de voces, calladamente tranquilizador. Oyó el conocido susurro proveniente de los cambiadores de aire, y sintió una corriente apenas perceptible que hacía circular olores antisépticos sobre su cara. La única sensación que percibía no era la de la gravedad. Levantó su mano derecha sin esfuerzo, y ésta permaneció flotando en el aire, como a la espera de una próxima orden. — ¡Hola, señor Lorenson! — dijo una voz alegre—. Así que se ha dignado unirse a nosotros otra vez. ¿Cómo se siente? Loren abrió finalmente los ojos e intentó fijar su vista en la figura borrosa que flotaba junto a su cama. — Hola… doctor. Estoy bien. Y tengo hambre. — Esto es siempre un buen síntoma. Puede vestirse, pero no se mueva demasiado deprisa durante un rato. Más tarde podrá decidir si quiere conservar esa barba. Loren se llevó la mano aún flotante a la barbilla y se quedó sorprendido de la cantidad de pelo que había en ella. Como la mayoría de los hombres, no había optado por su erradicación permanente; se habían escrito volúmenes enteros de psicología sobre ese tema. Quizás había llegado el momento de pensar en hacerlo, era divertido ver cómo tales banalidades asaltaban la mente en un momento así. — ¿Hemos llegado sanos y salvos? — Por supuesto, sino todavía dormiría. Todo ha salido de acuerdo con el plan. La nave empezó a despertarnos hace un mes. Ahora estamos en la órbita de Thalassa. La tripulación de mantenimiento ha comprobado todos los sistemas; ahora le toca a usted realizar algún trabajo. Le tenemos reservada una pequeña sorpresa. — Espero que sea agradable. — Nosotros también lo esperamos. El capitán Bey da una conferencia informativa dentro de dos horas en la Asamblea Central. Si todavía no se quiere mover, lo puede ver desde aquí. — Iré a la Asamblea. Me gustaría conocer a todo el mundo. Pero ¿puedo desayunar antes? Hace mucho tiempo… El capitán Sirdar Bey parecía cansado pero contento cuando recibió a los quince hombres y mujeres que acababan de ser reanimados y los presentó a los treinta que formaban las tripulaciones normales A y B. Según los reglamentos de la nave, la tripulación C debería estar durmiendo, pero varias figuras se escondían disimuladamente en el fondo de la sala. — Estoy contento de que estén con nosotros — dijo a los recién llegados—. Es bueno ver caras nuevas, y es mejor aún ver un planeta y saber que nuestra nave ha cumplido los primeros doscientos años de su misión sin anomalías serias. Hemos llegado a Thalassa según el horario previsto. Todos se giraron hacia la pantalla visual que cubría gran parte de la pared. Una parte importante de ella estaba dedicada a datos e información puntual de la nave, pero la sección más amplia estaba integrada por una imagen sorprendentemente bella de un globo azul y blanco, casi totalmente iluminado. Sin duda todos se habían dado cuenta de la desgarradora similitud con la Tierra vista desde el Pacífico. Era casi todo agua, con tan sólo unas masas de tierra aisladas. Y aquí había tierra, un grupo compacto de tres islas ocultas en parte por un velo nuboso. Loren pensó en Hawai, que nunca había visto y que ya no existía. Pero había una diferencia fundamental entre los dos planetas. El otro hemisferio de la Tierra era casi todo tierra; el otro hemisferio de Thalassa era todo océano. — Aquí está —dijo el capitán con orgullo—. Tal como los planificadores de la misión predijeron. Pero hay un detalle que no esperaban y que afectará seguramente a nuestras operaciones. «Recordarán que Thalassa fue sembrada por un módulo de cincuenta mil unidades Mark 3A, que despegó de la Tierra en 2751 y llegó aquí en el año 3109. Todo fue bien y las primeras transmisiones se recibieron ciento sesenta años más tarde. Continuaron intermitentemente durante dos siglos, y de repente pararon tras un breve mensaje que comunicaba la erupción de un importante volcán. No se volvió a oír nada más y se dio por seguro que nuestra colonia en Thalassa se había destruido, o que había quedado reducida a la barbarie como parece que sucedió en otros casos. «Para información de los recién llegados déjenme repetir lo que hemos descubierto. Cuando entramos en el sistema, lo primero que hicimos por supuesto fue buscar sus frecuencias. No oímos nada, ni tan siquiera una radiación por fuga del sistema eléctrico. «Cuando nos acercamos más, nos dimos cuenta de que esto no probaba gran cosa. Thalassa tiene una ionosfera muy densa. Podría existir comunicación con ondas cortas y medias sin que nadie que estuviera en el exterior se enterara. Las microondas la atravesarían, claro, pero quizá no las necesiten, o puede que nosotros no hayamos tenido la suerte de interceptar ningún rayo. «De cualquier forma, existe ahí abajo una civilización muy desarrollada. Cuando logramos una buena vista nocturna, vimos las luces de las ciudades, pequeñas ciudades. Hay muchas pequeñas industrias, un pequeño tráfico costero, no hay barcos grandes, y hemos divisado un par de aviones desplazándose a la velocidad de quinientos klicks, que son capaces de transportarles a cualquier parte en quince minutos. «Evidentemente, una comunidad tan compacta no necesita mucho transporte aéreo, y tienen un buen sistema de carreteras. Pero seguimos sin poder detectar comunicación alguna. No tienen satélites, ni siquiera meteorológicos, que parecería que los han de necesitar… aunque quizá no, ya que sus naves probablemente nunca se alejan de tierra firme. Claro, no tienen otra tierra donde ir. «De modo que así están las cosas. Es una situación interesante, y una sorpresa agradable. Al menos así lo espero. ¿Alguna pregunta? ¿Sí, señor Lorenson? — ¿Hemos intentado ponernos en contacto con ellos? — Todavía no; pensamos que no era aconsejable hasta saber exactamente el nivel de cultura que poseen. Hagamos lo que hagamos les causaremos una enorme impresión. — ¿Saben que estamos aquí? — Probablemente no. — Pero sin duda tienen que haber visto nuestra propulsión. Era una pregunta razonable, ya que un superreactor a plena potencia era uno de los espectáculos más dramáticos nunca inventados por el hombre. Su luz era tan potente como la de una bomba atómica, y duraba mucho más, meses en vez de milésimas de segundo. — Posiblemente, pero lo dudo. Estábamos al otro lado del sol cuando efectuamos la mayor parte del frenado. Su resplandor les habría impedido vernos. Entonces alguien preguntó lo que todos estaban pensando. — Capitán, ¿en qué medida afectará esto a nuestra misión? Sirdar Bey miró a su interlocutor con aire pensativo. — A estas alturas es imposible decirlo. Unos cientos de miles de seres humanos, o cualquiera que sea su población, podrían hacernos las cosas más fáciles o por lo menos más agradables. Por otra parte, si no les gustamos… Encogió los hombros en un expresivo gesto. — Acabo de acordarme de un consejo que dio un viejo explorador a uno de sus colegas: «Si piensas que los nativos son amistosos, probablemente lo sean y viceversa.» Así que hasta que no nos demuestren lo contrario, presumiremos que son amistosos. Y si no… La expresión del capitán se endureció, y su voz se convirtió en la de un comandante que acababa de conducir una gran nave a través de treinta años luz de espacio. — Nunca he creído que los sueños se conviertan en realidad, pero a veces es reconfortante pensarlo. 7. Señores de los días finales Le resultaba difícil creer que estaba real y verdaderamente despierto y que la vida pudiera empezar de nuevo. El comandante en jefe Loren Lorenson sabía que siempre le perseguiría la tragedia que había ensombrecido más de cuarenta generaciones y que había llegado a su clímax en el transcurso de su propia vida. A lo largo de su primer nuevo día le acompañó continuamente un temor. Ni siquiera la promesa y el misterio del bello mundo oceánico que pendía bajo la Magallanes le permitía mantener alejado un pensamiento: ¿Qué soñaré esta noche cuando cierre los ojos en mi primer sueño natural después de doscientos años? Había sido testigo de escenas que nadie podría nunca olvidar y que atormentarían a la Humanidad hasta sus últimos días. A través de los telescopios de la nave había observado la muerte del sistema solar. Con sus propios ojos había visto los volcanes de Marte en erupción por vez primera en mil millones de años; a Venus prácticamente desnudo, cuando su atmósfera se precipitó en el espacio antes de desintegrarse por completo. Vio explotar gigantescas masas de gases que luego se convirtieron en bolas de fuego incandescentes. Sin embargo, estos espectáculos eran insignificantes y vacíos en comparación con la tragedia de la Tierra. Había visto los últimos momentos a través de los objetivos de unas cámaras que habían sobrevivido algunos minutos más a los abnegados hombres que habían sacrificado los últimos momentos de su vida para montarlos. Había visto… … la Gran Pirámide encenderse antes de hundirse en un charco de piedra fundida… … el fondo del Atlántico, roca calcinada endurecida en segundos antes de ser sumergida de nuevo por la lava que brotaba de los volcanes de la falla central oceánica… … la luna levantarse sobre la selva brasileña en llamas, brillando ahora casi tanto como el sol en su última puesta, sólo unos minutos antes de… … el continente antártico emerger brevemente, después de su largo entierro, debido a la fusión de sus kilómetros de viejos hielos… … al poderoso tramo central del Puente de Gibraltar fundirse cuando se desplomaba en medio de un aire abrasador… En el último siglo, la Tierra se había visto acosada por fantasmas, pero no de los muertos, sino de aquellos que ya no podían nacer. Durante quinientos años, la tasa de natalidad se había mantenido a un nivel que reduciría la población humana a pocos millones cuando llegara el Fin. Se abandonaron ciudades enteras, e incluso países, pues la Humanidad quiso estar unida para presenciar el último acto de su Historia. Fueron unos tiempos de extrañas paradojas, de aparatosas oscilaciones entre la desesperación y el regocijo frenético. Muchos, desde luego, buscaron el olvido mediante las vías tradicionales de las drogas, el sexo y los deportes peligrosos, incluyendo lo que en la práctica eran en realidad guerras en miniatura cuidadosamente controladas, y en las que se luchaba con armas acordadas de antemano. Fue también popular el enorme abanico de catarsis electrónica, formado por innumerables videojuegos, representaciones interactivas y estimulación directa de los centros de placer del cerebro. Al no haber ya razón para pensar en el futuro de este planeta, los recursos de la Tierra y las riquezas acumuladas a lo largo de todos los tiempos podían derrocharse con la conciencia tranquila. Por lo que se refiere a los bienes materiales, todos los hombres eran millonarios, más ricos de lo que podían haber soñado jamás sus antepasados, de cuyo trabajo habían heredado el fruto. Se llamaban a sí mismos, con ironía, aunque no sin cierto orgullo, los señores de los Días Finales. No obstante, a pesar de que muchos perseguían el olvido, eran incluso más los que obtenían satisfacciones trabajando para alcanzar unos objetivos que trascendieran a sus propias vidas. La investigación científica avanzó considerablemente, al utilizar los inmensos recursos que ahora eran gratuitos. Si un físico necesitaba cien toneladas de oro para un experimento, ello sólo constituía un pequeño problema de logística, no de presupuestos. Había tres problemas que les preocupaban. El primero era el seguimiento continuo del Sol, no porque quedara alguna duda, sino para pronosticar el año, el día y la hora exacta de detonación… El segundo era la búsqueda de inteligencia extraterrestre que se reanudaba ahora con desesperada urgencia, olvidada tras siglos de fracaso. E incluso al final, el resultado parecía no tener mayor éxito que en las ocasiones anteriores. El Universo seguía dando vagas respuestas a las preguntas del hombre. El tercero era, por supuesto, la siembra de la raza humana en las estrellas cercanas, con la esperanza de que la Humanidad no se extinguiera al morir el Sol. En los albores del último siglo, naves sembradoras de cada vez mayor velocidad y sofisticación habían sido enviadas a más de cincuenta objetivos. Tal como se preveía, la mayoría de estas misiones fracasaron, pero diez de ellas habían informado de un éxito al menos parcial. Se tenía aún mayores esperanzas en los últimos y más avanzados modelos, aunque éstos no alcanzarían sus lejanos objetivos hasta después de la desaparición de la Tierra. El último modelo que iba a ser puesto en órbita podía viajar a un veintavo de la velocidad de la luz, y aterrizaría al cabo de novecientos cincuenta años, si todo iba bien. Loren recordaba todavía el lanzamiento del Excalibur desde su plataforma en la base de Lagrangian, entre la Tierra y la Luna. Aunque por aquel entonces él tenía solamente cinco años, sabía que esta nave sembradora era la última de su tipo. Sin embargo, era demasiado joven para entender por qué había sido cancelado este programa secular precisamente cuando había alcanzado su madurez técnica. Tampoco podía adivinar entonces el cambio que se produciría en su propia vida con aquel asombroso descubrimiento que lo transformó y dio a la Humanidad una nueva esperanza en las últimas décadas de la historia terrestre. Aunque se habían realizado numerosos estudios teóricos, nadie había conseguido encontrar una razón para un vuelo espacial tripulado a la estrella más cercana. El hecho de que ese viaje pudiera durar un siglo no era ya un factor decisivo, la hibernación podía solucionar ese problema. En el hospital satélite Luis Pasteur un mono estaba dormido desde hacía casi un milenio y mostraba una actividad cerebral perfectamente normal. No había ninguna razón para suponer que no ocurriría lo mismo con los seres humanos, si bien el récord, un paciente con una extraña forma de cáncer, no superaba los dos siglos. El problema biológico había sido resuelto; era el problema de ingeniería el que parecía insalvable. Una nave que pudiera transportar miles de pasajeros dormidos, imprescindibles para una nueva vida en otro mundo, debería tener las mismas dimensiones que los grandes trasatlánticos que una vez surcaron los mares de la Tierra. Sería bastante fácil construir esta nave fuera de la órbita de Marte y usar los abundantes recursos del cinturón asteroide. Sin embargo, era imposible idear unos motores que le permitieran alcanzar las estrellas en un período razonable de tiempo. Incluso a una décima parte de la velocidad de la luz, los objetivos más prometedores estaban a más de quinientos años de distancia. Esa velocidad había sido alcanzada por sondas robot, que recorrían a toda velocidad sistemas estelares cercanos y transmitían sus informes y observaciones durante las agitadas y escasas horas del trayecto. Pero era completamente imposible reducir la velocidad para acoplarse a otra nave o aterrizar, y estaban destinadas a seguir viajando a través de la galaxia para siempre. Este era el problema fundamental de los cohetes, y nadie había descubierto hasta entonces una alternativa para la propulsión ultraespacial. Era tan difícil perder velocidad como ganarla, y llevar la carga propulsora necesaria para la deceleración no simplemente doblaba la dificultad de la misión, sino que la elevaba al cuadrado. Se podía construir una hibernave a escala real que alcanzara la décima parte de la velocidad de la luz. Requeriría un millón de toneladas de algún exótico material como carga propulsora; era difícil, pero no imposible. Pero para anular la velocidad al final del viaje, la nave debería despegar no con un millón, sino con millones de toneladas de carga propulsora. Esto, por supuesto, estaba tan fuera del alcance que nadie había pensado seriamente en ello desde hacía mucho tiempo. Y después, por una de las mayores ironías de la historia, se le dieron a la Humanidad las llaves del Universo, y un siglo escaso para utilizarlas. 8. Recuerdos de un amor perdido Qué contento estoy, pensó Moses Kaldor, por no haber sucumbido nunca a esta tentación, a ese seductor señuelo que el arte y la tecnología habían dado a la Humanidad hace más de mil años. Si hubiese querido, hubiese podido traer conmigo al exilio al fantasma electrónico de Evelyn, metido en algunas cintas de programación. Podía haber aparecido ante mí, en alguno de los escenarios que amábamos, y mantener una conversación tan convincente que un desconocido no hubiera nunca adivinado que nadie, nada estaba realmente allí. Pero yo lo hubiera sabido al cabo de cinco o diez minutos, a no ser que me engañase a mí mismo mediante un acto deliberado de voluntad. Y yo sería incapaz de hacerlo. Aunque sigo sin saber por qué mis instintos se rebelan contra ello, siempre me niego a aceptar el falso alivio de un diálogo con los muertos. Ni tan siquiera poseo, ahora, una simple grabación de su voz. Es mejor así, verla moverse en silencio en el pequeño jardín de nuestro último hogar, sabiendo que no es una ilusión de los creadores de imágenes, sino que ocurrió de verdad, hace doscientos años, en la Tierra. Y la única voz que se oirá será la mía, aquí y ahora, hablando a la memoria que todavía existe en mi propio cerebro vivo y humano. Grabación privada. Número Uno. Aparato Alpha. Programa autodestructible. Tenias razón, Evelyn, y yo no. Aunque sea el más viejo de esta nave, parece que todavía puedo ser útil. Cuando me desperté, el capitán Bey estaba a mi lado. Me sentí halagado… en cuanto pude sentir algo. — Vaya, capitán — dijo—. Esto sí que es una sorpresa. Esperaba que me arrojara al espacio como algo inservible. Se echó a reír y respondió: — No esté muy seguro todavía; el viaje no ha acabado. Pero le necesitamos ahora. Los que planearon la misión fueron más listos de lo que usted pensaba. — Me inscribieron en el manifiesto de la nave como Embajador — Consejero, y ¿en calidad de qué se me requiere? — Probablemente en ambas. Y quizás en calidad de… — No dude en decir cruzado, aunque nunca me gustó la palabra y nunca me consideré líder de ningún movimiento. Sólo intenté que la gente pensara por sí misma. Nunca quise que nadie me siguiera ciegamente. La historia ha visto ya demasiados líderes. — Sí, pero no todos han sido malos. Fíjese en su tocayo. — Se le ha sobrevalorado, aunque puedo comprender su admiración. Después de todo, usted también dirige las tribus sin hogar a una tierra prometida. Me imagino que ya habrá surgido algún pequeño problema. El capitán sonrió y respondió: — Me alegro de ver que ya está totalmente despierto. Hasta ahora, no ha surgido ni un problema, y no hay razones para pensar que surja. Pero se ha presentado una situación inesperada, y usted es oficial diplomado. Tiene unas cualidades que nunca pensamos que íbamos a necesitar. Te aseguro, Evelyn, que me quedé atónito. El capitán Bey debió de leer mi mente cuando vio mi expresión. — ¡Oh! — exclamó rápidamente—. No hemos encontrado a ningún extraterrestre. Parece ser que la colonia humana de Thalassa no se destruyó como imaginábamos. De hecho está funcionando muy bien. Esto fue, por supuesto, otra sorpresa, aunque bastante agradable. Thalassa, ¡el mar, el mar! fue una palabra que nunca esperaba volver a repetir. Siempre había pensado que cuando me despertara, esta palabra habría quedado siglos y años luz atrás. — ¿Cómo es esa gente? ¿Han establecido ya algún contacto con ellos? — Todavía no, éste es su trabajo. Usted sabe mejor que nadie los errores que cometimos en el pasado. No queremos repetirlos. Ahora, si está preparado para subir al puente, le dejaré echar un vistazo a nuestros primos perdidos. Eso fue hace una semana, Evelyn; qué agradable es no tener prisas después de décadas de inquebrantables fechas límites. Sabemos todo lo que se puede saber sobre los thalassanos sin haberlos visto cara a cara. Y esto es lo que haremos esta noche. Hemos elegido un terreno común para mostrar que reconocemos nuestro parentesco. El lugar del primer aterrizaje es muy visible y ha sido celosamente guardado, como un parque o como una reliquia. Esto es buena señal; sólo espero que nuestro aterrizaje allí no se considere un sacrilegio. Quizá nos hará aparecer como dioses, lo cual haría las cosas más fáciles para nosotros. Esto es, si los thalassanos han inventado dioses. Ésta es una de las cosas que quiero averiguar. Estoy empezando a vivir otra vez, querida. Sí, sí, ¡eras más inteligente que yo, el llamado filósofo! Ningún hombre tiene derecho a morir mientras pueda ayudar a los demás. Fue egoísta por mi parte haber deseado lo contrario. Haber deseado yacer siempre a tu lado, en el punto que escogimos hace tiempo, tan lejos… Ahora incluso puedo aceptar el hecho de que estás diseminada por el Sistema Solar con todos los seres que amé sobre la Tierra. Pero ahora hay que ponerse a trabajar; y mientras hablo a tu memoria, sigues viva. 9. La búsqueda del superespacio De todos los mazazos que los científicos del siglo XX tuvieron que soportar, quizás el más arrollador e inesperado fue el descubrimiento de que no había nada más lleno que el espacio vacío. La vieja doctrina aristotélica de que la Naturaleza aborrecía el vacío era perfectamente cierta. Incluso cuando se aislaba un átomo de materia sólida de un volumen dado, lo que quedaba en éste era un infierno hormigueante de energía de una intensidad y de una escala inimaginable para la mente humana. En comparación, incluso la forma de materia más condensada, los cientos de millones de toneladas por centímetro cúbico de una estrella neutrón, era un fantasma impalpable, un accidente apenas perceptible en la increíblemente densa, aunque espumosa estructura del superespacio. Que en el espacio había mucho más que lo que sugería la ingenua intuición se reveló por primera vez en la obra clásica de Lamb y Rutherford, en 1947. Estudiando el elemento más simple, el átomo de hidrógeno, descubrieron que algo muy extraño ocurría cuando el solitario electrón giraba alrededor del núcleo. En vez de viajar formando una suave curva, se comportaba como si recibiera continuos golpes de ondas incesantes en una escala sub — submicroscópica. Aunque era difícil entender el concepto, había fluctuaciones en el propio vacío. Desde los griegos, los filósofos se han dividido en dos escuelas: los que creían que las operaciones de la Naturaleza fluían suavemente y los que argüían que esto era una ilusión; todo ocurría en realidad en discretos saltos o sacudidas demasiado pequeñas para ser perceptibles en la vida cotidiana. El establecimiento de la teoría atómica fue un triunfo para la segunda escuela de pensamiento, y cuando la teoría de Quantum de Planck demostró que incluso la luz y la energía se movían en pequeños paquetes, no en corrientes continuas, se acabó por fin la discusión. En el análisis final, el mundo de la Naturaleza era granular, discontinuo. Aun cuando, para el ojo humano, una cascada y una avalancha de ladrillos parecía muy diferente, en realidad eran lo mismo. Los diminutos «ladrillos» de H20 eran demasiado pequeños para ser visibles al ojo humano sin ayuda, pero podían ser fácilmente percibidos por los instrumentos de los físicos. Ahora el análisis avanzaba un paso más. Lo que hacía la granulosidad del espacio tan difícil de concebir no era su escala submicroscópica, sino su violencia. Nadie podía realmente imaginar una millonésima de centímetro, pero sí al menos el número en sí, mil millones, era familiar en asuntos humanos tales como presupuestos y estadísticas de población. Decir que se requería un millón de virus para formar un centímetro sugería algo a la mente. Pero, ¿una millonésima de millón de un centímetro? Esto era comparable al tamaño de un electrón, y estaba fuera de los límites de visualización. Quizá se podía entender su significado mentalmente, pero no emocionalmente. Y sin embargo, la escala numérica de la estructura del espacio era increíblemente menor que esta cantidad; tanto, que, en comparación, una hormiga y un elefante eran prácticamente del mismo tamaño. Si uno se imaginara como una masa burbujeante y espumosa (éste es un término engañoso pero es una primera aproximación a la realidad), entonces estas burbujas medían… … una millonésima de una millonésima de una millonésima de una millonésima de una millonésima… … de un centímetro. Y ahora imaginémoslas explotando continuamente con una energía comparable a la de las bombas nucleares, y absorbiendo luego esa energía, y escupiéndola otra vez, y así indefinidamente. Ésta era, grosso modo, la imagen que algunos físicos de finales del siglo XX tenían de la estructura fundamental del espacio. El hecho de que sus energías intrínsecas pudiesen ser aprovechadas debió de parecer, en aquella época, completamente ridículo. Así que en aquel tiempo tuvieron la idea de soltar las recién descubiertas fuerzas del núcleo atómico; y esto sucedió en menos de medio siglo. El dominar «las fluctuaciones de los quantums» que cubrían las energías del propio espacio era una tarea de mayor magnitud, y su precio era proporcionalmente mayor. Entre otras cosas, daría a la Humanidad la libertad del universo. Una nave espacial podría acelerarse literalmente siempre, ya que no necesitaría combustible. El único límite práctico para adquirir velocidad sería, paradójicamente, aquel con el que el avión tuvo que combatir primero: la fricción del medio ambiente. El espacio entre las estrellas contenía cantidades apreciables de hidrógeno y otros átomos, que podrían causar problemas antes de alcanzar el límite final establecido por la velocidad de la luz. La propulsión cuántica hubiera podido ser desarrollada en cualquier momento después del año 2500, y la historia de la raza humana hubiera sido diferente. Por desgracia, como ha ocurrido otras veces en el progreso zigzagueante de la ciencia, las observaciones y teorías erróneas retrasaron el avance casi mil años. Los siglos febriles de los Últimos Días produjeron un arte brillante, aunque a menudo decadente. En cambio progresaron poco en el campo científico. Además, por aquella época, la larga lista de fracasos habían convencido a todos de que aprovechar las energías del espacio era como el movimiento perpetuo, imposible incluso en teoría, y por supuesto, en la práctica. Sin embargo, al contrario que el movimiento perpetuo, aún no se había probado que fuera imposible aprovechar la energía del espacio, y mientras no se demostrara existía aún alguna esperanza. Sólo ciento cincuenta años antes del fin, un grupo de físicos del satélite de investigación de gravedad cero Lagrange Uno anunciaron que habían encontrado esta prueba; había fundadas razones para pensar que las inmensas energías del superespacio, aunque nadie dudaba de su existencia, no podrían explotarse nunca. A nadie le interesaba lo más mínimo poner en orden este oscuro rincón de la ciencia. Un año más tarde, se oyó un avergonzado carraspeo proveniente de Lagrange Uno. Se había hallado un pequeño error en la prueba. Era algo que había sucedido ya muchas otras veces en el pasado, aunque nunca con consecuencias tan trascendentales. Un signo menos se había convertido, accidentalmente, en un signo más. En un instante cambió el mundo entero. El camino a las estrellas se había abierto, cinco minutos antes de medianoche. III. ISLA SUR 10. Primer contacto Quizá se lo tendría que haber dicho con más delicadeza, se dijo Moses; todos parecían asustados. Pero este hecho en sí mismo es ya instructivo. Incluso si esta gente tiene un grado bajo de tecnología (¡no hay más que ver este coche!) se deben de dar perfecta cuenta de que sólo un milagro de ingeniería ha podido trasladarnos desde la Tierra a Thalassa. Al principio se preguntarán cómo lo hemos hecho, y luego querrán saber por qué. De hecho, ésta era la primera pregunta que se le había ocurrido a la alcaldesa Waldron. Aquellos dos hombres que iban en aquel pequeño vehículo eran, claramente, la avanzadilla. En órbita debía de haber miles, quizá millones. Y la población de Thalassa, gracias a un estricto control de natalidad, estaba ya al noventa por ciento de sus condiciones ecológicas óptimas… — Me llamo Moses Kaldor — dijo el visitante de edad más avanzada—. Y éste es el comandante en jefe Lorenson, segundo Ingeniero Jefe de la Nave Magallanes. Les pedimos disculpas por estos trajes burbuja, comprenderán que son para nuestra mutua protección. Aunque nosotros venimos en son de paz, nuestras bacterias pueden tener otras ideas. ¡Qué voz tan maravillosa! se dijo la alcaldesa Waldron; y tenía razón. En su tiempo había sido la más famosa del mundo, que consolaba y a veces irritaba a millones de seres en las décadas anteriores al fin. Sin embargo, la conocida mirada coquetona de la alcaldesa no se posó mucho tiempo en Moses Kaldor; se veía claramente que rebasaba los sesenta, y era un poco demasiado mayor para ella. En cambio el más joven le gustó más, a pesar de que se preguntó si podría acostumbrarse a aquella desagradable palidez. Loren Lorenson (¡qué nombre tan agradable!) medía dos metros, y su pelo era tan rubio que parecía plata. No era tan fuerte como… bueno, como Brant, pero desde luego era más guapo. La alcaldesa Waldron sabía juzgar bien a los hombre y a las mujeres, y clasificó con gran rapidez a Lorenson. Había en él inteligencia, determinación, quizás incluso crueldad… No le gustaría tenerle como enemigo, pero sí le interesaba tenerle como amigo. O mejor… Al mismo tiempo, no tenía la menor duda de que Kaldor era una persona mucho más agradable. En su rostro y su voz ya podía distinguir sabiduría, compasión y también una profunda tristeza. No era de extrañar, teniendo en cuenta la sombra bajo la cual debía de haber pasado toda su vida. Todos los demás miembros del comité de recepción se habían acercado y fueron presentados uno a uno. Brant, tras un breve saludo, se encaminó directamente a la nave y empezó a examinarla de cabo a rabo. Loren le siguió; sabía reconocer a otro ingeniero cuando lo veía, y podía aprender mucho de las reacciones del thalassano. Adivinó la primera pregunta que le haría Brant. Pese a ello, se sintió desconcertado. — ¿Cuál es el sistema de propulsión? Estos orificios de propulsión son ridículamente pequeños… si es que son eso. Era una observación perspicaz; esa gente no eran los salvajes tecnológicos que parecían a primera vista. Sin embargo, no serviría de nada demostrar que estaba impresionado. Mejor era contraatacar y no fiarse de él. — Es un estatorreactor cuántico restringido, adaptado para vuelo atmosférico usando aire como fluido de trabajo. Utiliza las fluctuaciones Planck… ya sabe, diez a la menos treinta y tres centímetros. Por supuesto tiene un alcance infinito en el aire o en el espacio. Loren se sintió bastante satisfecho de su «por supuesto». Por segunda vez se quedó admirado del aplomo de Brant; el thalassano apenas había parpadeado e incluso consiguió decir: «Muy interesante», como si hablara en serio. — ¿Puedo entrar? Loren titubeó. Negárselo podría parecer descortés, y al fin y al cabo estaban deseosos de hacerse amigos lo más pronto posible. Y, lo que quizás era más importante, esto mostraría quién era el amo. — Desde luego — respondió—. Pero procure no tocar nada. Brant estaba demasiado interesado para notar la ausencia del «por favor». Loren le condujo hasta la diminuta cámara bajo presión de la astronave. Había apenas el espacio suficiente para los dos, y tuvieron que recurrir a una complicada gimnasia para que Brant se ajustara el traje espacial sobrante. — Espero que no sean necesarios por mucho tiempo — le explicó Loren — pero tenemos que llevarlos hasta que las pruebas de microbiología hayan finalizado. Cierre los ojos hasta que hayamos pasado el ciclo de esterilización. Brant notó un tenue brillo violáceo, y se oyó un breve silbido de gas. Luego, la puerta interior se abrió y entraron en la cabina de control. Cuando se sentaron uno junto al otro, las espesas pero apenas visibles películas que les rodeaban casi no dificultaron sus movimientos. Sin embargo, les separaban con tanta eficacia como si estuvieran en mundos distintos… lo que, en muchos sentidos, era todavía cierto. Loren tuvo que admitir que Brant aprendía rápidamente. Si se le dieran unas pocas horas, podría aprender a manejar aquel aparato… aunque nunca podría comprender la teoría subyacente. A este respecto, la leyenda decía que sólo un puñado de hombres habían llegado a entender de verdad la geodinámica del superespacio… y llevaban muertos ya varios siglos. Pronto estuvieron tan enzarzados en discusiones técnicas que casi olvidaron el mundo exterior. De repente, una voz ligeramente preocupada exclamó desde la dirección general del panel de control: — ¿Loren? Llamando a la nave. ¿Qué sucede? No hemos sabido nada de vosotros desde hace media hora. Loren alargó perezosamente una mano hasta un interruptor. — Dado que nos sintonizáis a través de seis canales de vídeo y cinco de audio, esto es una exageración. Esperaba que Brant hubiera captado el mensaje: dominamos completamente la situación. — En cuanto a Moses… se encarga de las conversaciones. A través de las ventanas curvadas, podían ver que Kaldor y la alcaldesa seguían enfrascados en una seria discusión, uniéndoseles de vez en cuando el concejal Simmons. Loren accionó un interruptor, y sus voces amplificadas llenaron súbitamente la cabina a un volumen mayor que si estuvieran junto a ellos. … nuestra hospitalidad. Pero, naturalmente, como puede darse cuenta éste es un mundo extraordinariamente pequeño, en lo que respecta a superficie terrestre. ¿Cuánta gente ha dicho usted que había a bordo de su nave? — Creo que no le he dado ninguna cifra, señora alcaldesa. De cualquier modo, sólo unos pocos de nosotros descenderían a Thalassa, a pesar de su belleza. Entiendo perfectamente su… eh… preocupación, pero no tiene por qué sentir la menor aprensión. En un año o dos, si todo va bien, reemprenderemos nuestro camino. — Además, esto no es una petición de auxilio. ¡Al fin y al cabo, no esperábamos encontrar a nadie aquí! Pero una nave estelar no se desvía hasta aquí a la mitad de la velocidad de la luz a no ser que tenga muy buenas razones. Ustedes poseen algo que necesitamos, y nosotros tenemos algo que darles. — ¿Qué es, si me permite la pregunta? — De nosotros, si lo aceptan, los últimos siglos del arte y la ciencia humanos. Sin embargo, debo advertirle que considere bien lo que un regalo así podría ocasionar a su cultura. Quizá no sería prudente aceptar todo lo que podemos ofrecerles. — Le agradezco su honestidad… y su comprensión. Ustedes deben de tener tesoros de valor incalculable. ¿Qué podemos ofrecerles a cambio? Kaldor soltó una de sus sonoras carcajadas. — Afortunadamente, eso no es ningún problema. Si nos lo lleváramos sin pedirlo, ni siquiera se darían cuenta. Lo único que queremos de Thalassa es cien mil toneladas de agua. O, para ser más concretos, de hielo. 11. Delegación Hacía únicamente dos meses que el presidente de Thalassa ostentaba el cargo, y todavía no se había acostumbrado a su infortunio. Sin embargo, no había nada que pudiese hacer, salvo ejercer lo mejor posible un mal trabajo durante tres años que iba a durar. Realmente, era inútil pedir una revisión: el programa de selección, que implicaba la generación y combinación de números aleatorios del mil dígitos, era lo más próximo a la pura suerte que el ingenio humano podía inventar. Existían exactamente cinco formas de evitar el peligro de que a uno lo llevasen a rastras hasta el Palacio Presidencial (veinte habitaciones, una de ellas lo bastante grande para acoger a casi cien invitados): tener menos de treinta años o más de setenta; ser un enfermo incurable; ser retrasado mental; o haber cometido un delito grave. La única opción realmente posible para el presidente Edgar Ferradine era la última y había pensado en ella seriamente. Sin embargo, tenía que admitir que pese a las molestias personales que le había causado, probablemente ésta era la mejor forma de gobierno que había ideado jamás la Humanidad. El planeta madre había necesitado unos diez mil años para perfeccionarla a base de tentativas y, a menudo, de terribles errores. En cuanto toda la población adulta estuvo educada hasta los límites de su capacidad intelectual (y a veces, ¡ay! más allá de ella) la democracia auténtica se hizo posible. El paso definitivo precisó el desarrollo de comunicaciones personales instantáneas, unidas a ordenadores centrales. Según los historiadores, la primera democracia verdadera de la Tierra se estableció el año terrestre 2011, en un país llamado Nueva Zelanda. En adelante, seleccionar un jefe de estado fue relativamente poco importante. Una vez fue aceptado por todo el mundo que cualquiera que aspirara deliberadamente al cargo debía ser descalificado de manera automática, casi cualquier otro sistema podía servir, y el procedimiento más simple fue una lotería. — Señor presidente — dijo la secretaria del Gabinete—, los visitantes le esperan en la Biblioteca. — Gracias, Lisa. ¿Sin los trajes espaciales? — Sí, todo el equipo médico coincide en que no hay ningún peligro. Sin embargo, será mejor que le advierta algo, señor. Ellos… eh… tienen un olor un poco extraño. — ¡Krakan! ¿En qué sentido? La secretaria sonrió. — Oh, no es desagradable… al menos, yo no lo considero así. Supongo que tiene algo que ver con su alimentación; después de mil años, nuestras bioquímicas pueden haber cambiado. La palabra que lo describe mejor, probablemente, es «aromático». El presidente no estaba muy seguro de qué quería decir aquello, y estaba pensando en preguntárselo cuando se le ocurrió una idea inquietante. — Y, ¿cómo cree que será nuestro olor para ellos? — preguntó. Para alivio suyo, sus cinco invitados no mostraron signos evidentes de molestias olfativas cuando le fueron presentados, de uno en uno. Sin embargo, la secretaria Elizabeth Ishihara había sido muy prudente al avisarle; ahora sabía exactamente lo que quería decir la palabra «aromático». También tenía razón al decir que no era desagradable; de hecho, le recordó las especias que utilizaba su esposa cuando le tocaba el turno de cocinar en el palacio. La mesa de conferencias tenía forma de herradura. Al ocupar su asiento en la parte curvada, el presidente de Thalassa se encontró murmurando irónicamente algo sobre el Azar y el Destino… temas que nunca le habían preocupado mucho en el pasado. Pero el Azar, en su forma más pura, le había puesto en su posición actual. Y ahora, el Azar (o su hermano, el Destino), atacaba de nuevo. ¡Era sorprendente que él, un fabricante de equipos deportivos carente de toda ambición, hubiera sido elegido para aquella reunión histórica! Sin embargo, alguien tenía que hacerlo; y debía admitir que empezaba a divertirse. Como mínimo, nadie podría impedir que pronunciara su discurso de bienvenida… … De hecho, era un buen discurso, aunque tal vez un poco más largo de lo necesario incluso para una ocasión como aquélla. Hacia el final se dio cuenta de que las expresiones educadamente atentas de cuantos le escuchaban empezaban a tornarse algo vidriosas, de modo que eliminó algo de las estadísticas de productividad y toda la sección de la nueva red eléctrica de la Isla Sur. Al sentarse, estaba convencido de haber mostrado la imagen de una sociedad fuerte y progresista con un nivel elevado de capacidad técnica. Por más que ciertas impresiones superficiales sugirieran lo contrario, Thalassa no era retrasada ni decadente, y aún mantenía las tradiciones más puras de sus grandes antepasados. Etcétera. — Muchas gracias, señor presidente — dijo el capitán Bey en la apreciativa pausa que siguió—. Fue una auténtica sorpresa de bienvenida descubrir que Thalassa no sólo estaba habitada, sino que era floreciente. Ello hará nuestra estancia aquí todavía más agradable, y esperamos marcharnos con buena voluntad por ambas partes. — Perdóneme la indiscreción (puede parecer incluso descortés plantear esta pregunta apenas llegados unos invitados), pero ¿cuánto tiempo creen que permanecerán aquí? Querríamos saberlo lo antes posible para llevar a cabo los preparativos que fueran necesarios. — Le entiendo perfectamente, señor presidente. No podemos ser muy concretos en estos momentos, porque depende en parte de la clase de ayuda que puedan prestarnos ustedes. Supongo que al menos uno de sus años… aunque es más probable que sean dos. Edgar Farradine, como la mayoría de los thalassanos, no sabía disimular sus emociones, y el capitán Bey se alarmó ante la súbita expresión de regocijo (incluso podría decirse que de malicia) que apareció en el rostro de la primera autoridad. — Espero, Su Excelencia, que esto no cree ningún problema — preguntó con inquietud. — Al contrario — dijo el presidente, prácticamente frotándose las manos—. Tal vez no tenga noticias de ello, pero dentro de dos años se celebrarán nuestros Juegos Olímpicos. — Tosió con modestia. Obtuve una medalla de bronce en los doscientos metros cuando era joven, de modo que me encargo de los preparativos. Podríamos incorporar alguna competición del exterior. — Señor presidente — dijo la secretaria del Gabinete—, no sé si las normas… — Que yo elaboro — continuó el presidente con firmeza—. Capitán, por favor, considérelo una invitación. O un reto, como prefiera. El comandante de la astronave Magallanes era un hombre acostumbrado a tomar decisiones rápidas, pero, por una vez, le habían pillado desprevenido. Antes de que pudiera pensar en una respuesta adecuada, intervino su primer oficial médico. — Es muy amable por su parte, señor presidente — dijo la comandante médico Mary Newton—. Pero, como médico, debo indicarle que todos nosotros tenemos más de treinta años, que estamos desentrenados… y que la gravedad de Thalassa es un 6 % más elevada que la de la Tierra, lo que nos colocaría en seria desventaja. Así pues, a menos que sus Olimpiadas incluyan ajedrez o juegos de cartas… El presidente pareció desilusionado, pero se recuperó rápidamente. — Oh, vaya… al menos, capitán Bey, me gustaría que entregara algunos de los premios. — Estaría encantado — dijo el comandante, ligeramente aturdido. Notaba que la reunión se le escapaba de las manos y decidió volver a lo programado. — ¿Me permite que le explique lo que esperamos hacer aquí, señor presidente? — Por supuesto — fue la poco entusiasta respuesta. Los pensamientos de Su Excelencia parecían estar todavía en otra parte. Quizá reviviría aún las victorias de su juventud. Luego, con un evidente esfuerzo, concentró su atención en el presente—. Nos sentimos halagados, aunque bastante sorprendidos, por su visita. Parece que nuestro mundo no puede ofrecerles gran cosa. Creo que han dicho ustedes algo sobre hielo; seguramente, se trata de una broma. — No, señor presidente, hablamos totalmente en serio. Eso es lo que precisamos de Thalassa, aunque ahora que hemos probado algunos de sus productos alimenticios (estoy pensando en especial en el queso y en el vino que hemos tomado durante el almuerzo) podríamos aumentar considerablemente nuestras peticiones. Sin embargo, lo esencial es el hielo, déjeme que se lo explique. Primera imagen, por favor. La astronave Magallanes, de dos metros de largo, flotaba frente al presidente. Parecía tan real que el hombre quiso alargar el brazo y tocarla, y lo habría hecho de no haber habido espectadores para contemplar un comportamiento tan ingenuo. — Verá que la nave es aproximadamente cilíndrica: cuatro kilómetros de longitud, por uno de diámetro. Ya que nuestro sistema de propulsión utiliza la energía del propio espacio, no hay límite teórico de velocidad, hasta la velocidad de la luz. Sin embargo, en la práctica, aproximadamente a una quinta parte de esta velocidad ya tenemos problemas a causa del polvo y el gas interestelares. A pesar de ser tan tenues, un objeto que se mueve a través de ellos a sesenta mil kilómetros por segundo o más choca con una sorprendente cantidad de materia… y a esa velocidad, incluso un solo átomo de hidrógeno puede producir daños apreciables. «De modo que la Magallanes, como las primeras y primitivas astronaves, lleva un escudo de ablación en su parte delantera. Serviría prácticamente cualquier material, siempre y cuando usáramos la cantidad suficiente. Y entre las estrellas, a temperaturas cercanas a cero, es difícil encontrar algo mejor que el hielo. Barato, de fácil manejo, ¡y sorprendentemente fuerte! Este tosco cono es el aspecto que tenía nuestro pequeño iceberg cuando abandonamos el Sistema Solar hace doscientos años. Y así es ahora. La imagen parpadeó y luego reapareció. La nave no había sufrido cambios, pero el cono que flotaba frente a ella se había encogido hasta parecer un fino disco. — Ese es el resultado de abrir un pasillo de una longitud de cincuenta años luz a través de este sector bastante polvoriento de la galaxia. Me satisface poder decir que el índice de ablación se estima en un cinco por ciento, de forma que nunca hemos estado en peligro… aunque, desde luego, siempre existió la remota posibilidad de chocar con algo realmente grande. Ningún escudo podría protegernos contra eso, tanto si fuera de hielo como de la mejor plancha de acero. «Aún podremos resistir durante otros diez años luz, pero no es bastante. Nuestro destino final es el planeta Sagan Dos… a setenta y cinco años luz de viaje. «Así que ahora comprenderá, señor presidente, por qué nos hemos detenido en Thalassa. Querríamos que nos prestaran, bueno, que nos concedieran, dado que no puedo prometerle que se lo devolveremos, aproximadamente un centenar de miles de toneladas de agua. Construiremos otro iceberg, en órbita, para barrer el camino cuando nos dirijamos hacia las estrellas. — ¿Cómo podemos ayudarles a hacer eso? Técnicamente, ustedes deben de llevarnos varios siglos de ventaja. — Lo dudo… excepto por la propulsión cuántica. Tal vez el segundo comandante Malina pueda darle una idea de nuestros planes… sujetos a su aprobación, naturalmente. — Adelante, por favor. — En primer lugar, debemos localizar un emplazamiento para la planta congeladora. Existen muchas posibilidades; podría estar en un segmento aislado de costa. Esto no ocasionaría ninguna perturbación ecológica, pero si lo desea, la pondremos en la Isla Este… ¡y confiemos que Krakan no entre en erupción antes de que hayamos terminado! «El diseño de la planta está casi finalizado, y ya sólo necesita algunas modificaciones mínimas para su adaptación al emplazamiento que escojamos definitivamente. La mayor parte de los componentes pueden ser fabricados de forma inmediata. Son todos muy sencillos: bombas, sistemas de refrigeración y ventilación, grúas… ¡tecnología del Segundo Milenio, buena aunque desfasada! «Si todo va bien, tendremos nuestro primer bloque de hielo dentro de noventa días. Nuestros planes son hacer bloques de tamaño estándar, de seiscientas toneladas de peso cada uno. Son planas, hexagonales; alguien los bautizó con el nombre de «copos de nieve», y este nombre parece haberse impuesto. «Cuando se inicie la producción, transportaremos un copo de nieve por día. Los agruparemos en órbita y los uniremos para construir el escudo. Desde el primer transporte hasta la prueba estructural final necesitaremos ciento cincuenta días. Entonces estaremos listos para partir. Cuando el segundo comandante hubo terminado, el presidente Ferradine permaneció sentado en silencio durante unos momentos, con una expresión preocupada en su mirada. Luego dijo, casi con reverencia: — Hielo… Nunca lo he visto, excepto en el fondo de un vaso. Mientras estrechaba las manos de sus huéspedes, ya a punto de marcharse, el presidente Ferradine notó algo extraño. Su olor aromático era ahora apenas perceptible. ¿Se había acostumbrado a él… o estaba perdiendo su sentido del olfato? Aunque ambas respuestas eran correctas, hacia medianoche sólo hacia aceptado la segunda. Se despertó con los ojos llorosos y la nariz tan tapada que le era difícil de respirar. — ¿Qué pasa cariño? — preguntó su mujer preocupada. — Llama al… ¡achis…! médico — dijo la primera autoridad—. Al nuestro… y al de la nave. No creo que puedan hacer nada, pero quiero… ¡achis…! decirles cuatro cosas. Y espero que no lo hayas pillado tú también. La esposa del presidente empezó a tranquilizarle, pero se vio interrumpida por un estornudo. Ambos se sentaron en la cama y se miraron con tristeza. — Creo que se tardaba siete días en superarlo — dijo el presidente, sorbiendo por la nariz—. Pero tal vez la ciencia médica haya avanzado en los últimos siglos. Su esperanza se vio satisfecha, aunque apenas. Con esfuerzos heroicos, y sin pérdida de vidas, la epidemia fue vencida… en seis terribles días. No era un comienzo prometedor para el primer contacto en casi mil años entre primos separados por distancias estelares. 12. Herencia Llevamos aquí dos semanas, Evelyn… aunque no lo parece, porque son sólo once de los días de Thalassa. Tarde o temprano tendremos que abandonar el viejo calendario, pero mi corazón siempre latirá a los antiguos ritmos de la Tierra. Han sido unos días atareados, aunque en general muy agradables. El único problema auténtico ha sido de tipo médico; a pesar de todas las precauciones, rompimos demasiado pronto la cuarentena, y aproximadamente un veinte por ciento de los thalassanos cogió algún tipo de virus. Para hacernos sentir aún más culpables, ninguno de nosotros mostró ninguna clase de síntomas. Afortunadamente no murió nadie, aunque me temo que no podemos atribuirle mucho mérito a los médicos locales. Aquí la ciencia médica está francamente atrasada; se han acostumbrado a confiar tanto en los sistemas automatizados, que no saben afrontar nada que se salga de lo normal. Sin embargo, nos han perdonado; los thalassanos son personas muy tolerantes y de gran corazón. Han tenido una suerte increíble (¡tal vez demasiada!) con su planeta; el contraste con Sagan Dos resulta todavía más decepcionante. Su única desventaja auténtica es la falta de terreno, y han sido lo suficientemente inteligentes para mantener su población por debajo del máximo permisible. Si alguna vez se sienten tentados a sobrepasarlo, tienen como terrible aviso los registros de los suburbios de la Tierra. Puesto que son personas tan bellas y encantadoras, es muy tentador ayudarles en vez de dejar que desarrollen su propia cultura a su manera. En cierto sentido, son nuestros hijos… y a todos los padres les resulta difícil aceptar que, tarde o temprano, deben dejar de interferir. Hasta cierto punto; naturalmente, no podemos evitar interferir; la causa de esto es nuestra misma presencia. Somos invitados inesperados, aunque afortunadamente no inoportunos, en su planeta. Y nunca podrán olvidar que la Magallanes, el último emisario del mundo de sus antepasados, está en órbita sobre la atmósfera. He vuelto a ver Primer Aterrizaje (su lugar de nacimiento), y he hecho el recorrido que todo thalassano hace al menos una vez en su vida. Es una combinación de museo y templo, el único lugar de todo el planeta donde la palabra «sagrado» es remotamente aplicable. Nada ha cambiado en setecientos años. La nave sembradora, aunque ahora es un cascarón vacío, parece como si acabara de aterrizar. A su alrededor, en silencio, se hallan las máquinas: las excavadoras y constructoras, y las máquinas de procesamiento químico con sus robots cuidadores. Y, por supuesto, las guarderías y escuelas de la Primera Generación. Casi no hay archivos de aquellas primeras décadas… quizá deliberadamente. Pese a todas las habilidades y precauciones de los planificadores, debió de haber accidentes biológicos, eliminados de modo implacable por el programa primordial. Y el momento en el que los que no tenían padres orgánicos dejaron paso a los que sí los tenían debió de estar lleno de traumas psicológicos. Sin embargo, la tragedia y la tristeza de las Décadas de la Génesis quedan varios siglos atrás. Los constructores de la nueva sociedad las han olvidado, como las tumbas de los pioneros. Pasar el resto de mi vida aquí me haría feliz; en Thalassa hay material para todo un ejército de antropólogos, psicólogos y científicos sociales. ¡Sobre todo, desearía poder hablar con algunos de mis colegas, muertos tanto tiempo ha, y mostrarles cuántas de nuestras inacabables discusiones han sido finalmente resueltas! Es posible crear una cultura racional y humana completamente libre de la amenaza de limitaciones sobrenaturales. Aunque en principio no estoy de acuerdo con la censura, parece que los que prepararon los archivos de la colonia thalassana triunfaron en su casi imposible tarea. Purgaron la historia y la literatura de diez mil años, y el resultado ha justificado sus esfuerzos. Debemos ser muy precavidos antes de sustituir algo que se ha perdido… por muy hermosa y conmovedora que sea una obra de arte. Los thalassanos nunca fueron contaminados por los productos decadentes de las religiones muertas, y en setecientos años no ha aparecido aquí ningún profeta que predique una nueva fe. La propia palabra «Dios» casi ha desaparecido de su lenguaje, y se sorprenden (o les divierte) cuando a veces la utilizamos. A mis amigos científicos les encanta decir que un dato resulta una estadística muy pobre, de modo que me pregunto si la total carencia de religiones en esta sociedad demuestra algo. Sabemos que los thalassanos fueron también seleccionados genéticamente con mucho cuidado para eliminar tantos rasgos sociales indeseables como fuera posible. ¡Sí, sí, ya sé que sólo un quince por ciento aproximadamente del comportamiento humano está determinado por los genes, pero esa fracción es muy importante! Realmente, los thalassanos parecen bastante libres de características tan desagradables como la envidia, la intolerancia, los celos o la ira. ¿Es esto únicamente resultado del condicionamiento cultural? ¡Cómo me gustaría saber qué sucedió con las naves sembradoras que fueron lanzadas en el siglo XXVI por aquellos grupos religiosos! El Arca de la Alianza de los Mormones, la Espada del profeta… había media docena de ellas. Me pregunto si alguna tuvo éxito, y en tal caso qué papel tuvo la religión en su triunfo o fracaso. Tal vez algún día, cuando se establezca la red de comunicaciones locales, descubramos qué les sucedió a aquellos primeros pioneros. Una de las consecuencias del total ateísmo de Thalassa es una grave carencia de palabrotas. Cuando a un thalassano se le cae algo sobre el dedo gordo del pie, no sabe qué decir. Incluso las habituales referencias a las funciones corporales no le son de mucha ayuda, ya que se dan por supuestas. Prácticamente, la única exclamación que sirve para todo es «¡Krakan! «, y se emplea en exceso. Sin embargo, sí demuestra la impresión que causó la erupción del Monte Krakan, hace cuatrocientos años; espero tener la oportunidad de visitarlo antes de nuestra marcha. Quedan aún muchos meses por delante, y sin embargo ya siento temor. No por el posible peligro… (si algo le sucede a la nave, nunca lo sabré), sino porque querrá decir que se ha roto otro vínculo con la Tierra y contigo, amor mío. 13. Agrupación de fuerzas — Al presidente no le va a gustar esto — dijo con entusiasmo la alcaldesa Waldron—. Se ha empeñado en llevarles a la Isla Norte. — Lo sé —contestó el segundo comandante Malina—. Y sentimos decepcionarle. ¡Ha sido tan atento! Pero la Isla Norte es demasiado rocosa; las únicas áreas costeras utilizables ya están edificadas. Sin embargo, hay una bahía completamente desierta, con una playa de suave pendiente a sólo nueve kilómetros de Tarna. Nos vendrá de maravilla. — Parece demasiado bonito para ser cierto. ¿Por qué está desierta, Brant? — Ese fue el Proyecto Mangrove. Todos los árboles murieron, todavía no sabemos por qué, y nadie ha tenido coraje para acabar con aquel desorden. Tiene un aspecto terrible, y huele aún peor. — Así que se trata ya de un área de desastre ecológico. ¡Bienvenidos, pues, comandante! En algo la mejorarán ustedes. — Puedo asegurarle que nuestra planta será muy estética y no dañará el medio ambiente en lo más mínimo. Y, naturalmente, será desmantelada por completo cuando nos marchemos. A menos que deseen conservarla. — Gracias, pero dudo que nos fueran muy útiles varios cientos de toneladas de hielo al día. Mientras tanto, ¿qué comodidades puede ofrecerles Tarna: alojamiento, abastecimientos, transporte? Nos encantaría poder ayudarles. Supongo que bajarán a trabajar bastantes de ustedes. — Alrededor de un centenar, probablemente; y le agradecemos su oferta de hospitalidad. Sin embargo, me temo que seremos unos invitados horribles; mantendremos contactos con la nave a todas horas del día y de la noche. De modo que debemos permanecer unidos… y tan pronto como hayamos organizado nuestra pequeña aldea prefabricada, nos mudaremos a ella con todos nuestros equipos. Lamento que esto parezca descortés… pero cualquier otro sistema no seria práctico. — Creo que tiene razón — suspiró la alcaldesa. Se había estado preguntando cómo podría organizar el protocolo y ofrecerle al espectacular comandante en jefe Lorenson en vez de al segundo comandante Malina la que pasaba por ser la habitación para huéspedes. El problema parecía no tener solución; por desgracia, ahora ya ni siquiera iba a plantearse. Se sintió tan decepcionada que casi estuvo tentada de llamar a la Isla Norte e invitar a su último consorte oficial a pasar unas vacaciones. Pero, probablemente, el muy canalla la volvería a rechazar, y ella no podría resistir algo así. 14. Mirissa Incluso cuando era muy anciana, Mirissa Leonidas podía recordar todavía el momento exacto en que fijó por primera vez la mirada en Loren. Con nadie más, ni siquiera con Brant, le había sucedido esto. La novedad nada tenía que ver con ello; ya había conocido a varios terrícolas antes de encontrar a Loren, y no le habían causado ninguna impresión especial. La mayoría de ellos podrían haber pasado por thalassanos si se hubieran expuesto al sol durante unos días. Pero Loren, no; su piel nunca se volvió morena, y su sorprendente pelo, en todo caso, se hizo aún más plateado. Eso fue lo que primero llamó su atención cuando él salía de la oficina de la alcaldesa Waldron con dos de sus compañeros: todos tenían ese aspecto ligeramente frustrado que era el resultado habitual de una sesión con la letárgica y bien atrincherada burocracia de Tarna. Sus ojos se habían encontrado, aunque sólo por un momento. Mirissa dio unos pasos más; y luego, sin quererlo de modo consciente, se detuvo y miró por encima del hombro… y vio que el visitante la estaba observando. En aquel momento, ambos supieron que sus vidas habían cambiado de manera irrevocable. Aquella noche, después de hacer el amor, le preguntó a Brant: — ¿Han dicho cuánto tiempo van a quedarse? — Siempre eliges los peores momentos — refunfuñó con voz somnolienta—. Al menos un año. Tal vez dos. Buenas noches… otra vez. Ella sabía que era mejor no hacer más preguntas, aunque estaba completamente despierta. Durante largo tiempo yació con los ojos abiertos, mirando cómo las veloces sombras de la luna interior recorrían el suelo, mientras el querido cuerpo acostado junto a ella se hundía suavemente en el sueño. Había conocido a no pocos hombres antes de Brant, pero desde que estaban juntos, se sentía absolutamente indiferente a cualquier otro. Entonces, ¿por qué ese súbito interés (aún pretendía que no era más que eso) por un hombre que había visto sólo unos pocos segundos y cuyo nombre no conocía siquiera? (Aunque aquello sería una de sus primeras prioridades el día siguiente.) Mirissa se enorgullecía de ser honesta y perspicaz; no tenía en mucha consideración a las mujeres, u hombres, que se dejaban dominar por las emociones. Estaba segura de que parte de la atracción era el elemento novedad, el encanto de nuevos y vastos horizontes. Poder hablar con alguien que había caminado por las ciudades de la Tierra — y que había sido testigo de las últimas horas del Sistema Solar—, y se dirigía ahora hacia nuevos soles era un milagro más allá de sus sueños más fantásticos. Le hizo ser consciente una vez más de la insatisfacción que en el fondo sentía ante el plácido ritmo de la vida thalassana, pese a ser feliz con Brant. ¿O era tan sólo conformismo y, no felicidad verdadera? ¿Qué era lo que realmente quería? No sabía si lo encontraría con esos extranjeros de las estrellas, pero antes de que partiesen de Thalassa para siempre, quería intentarlo. Aquella misma mañana, Brant también había visitado a la alcaldesa Waldron, que le saludó con algo menos de su afectuosidad habitual cuando él descargó sobre su escritorio los trozos de su trampa para peces. — Sé que ha estado ocupada con asuntos más importantes — dijo—, pero, ¿qué vamos a hacer respecto a esto? La alcaldesa miró sin entusiasmo el enredado lío de cables. Era difícil concentrarse en la rutina cotidiana después de los embriagadores encantos de la política interestelar. — ¿Qué crees tú que sucedió? —le preguntó. — Obviamente, es algo deliberado: fíjese cómo han retorcido este alambre hasta romperlo. No sólo fue dañada la red, sino que secciones enteras han sido robadas. Estoy seguro de que nadie de la Isla Sur haría una cosa así. ¿Qué motivos podrían tener? Lo descubriré tarde o temprano… La densa pausa de Brant no dejó dudas de lo que pasaría entonces. — ¿De quién sospechas? — Desde que empecé a hacer experimentos con trampas eléctricas, he luchado no sólo con los Ecologistas, sino también con esos chalados que creen que toda la comida debería ser sintética porque es repugnante comer seres vivos, como animales… o incluso plantas. — Los Ecologistas, al menos, tienen su parte de razón. Si tu trampa es tan eficaz como aseguras, podría alterar el equilibrio ecológico del que están siempre hablando. — Realizar un censo del arrecife regularmente nos dirá si eso está sucediendo, y entonces no tendremos más que dejarlo por un tiempo. De todos modos, en realidad voy detrás de los pelágicos; mi campo parece atraerles desde una distancia de tres o cuatro kilómetros. E incluso si todos los habitantes de las Tres Islas comieran sólo pescado, no podríamos reducir la población oceánica. — Estoy segura de que tienes razón… en lo que respecta a los pseudopeces autóctonos. Y eso está bien, dado que la mayor parte son demasiado venenosos para que merezca la pena someterlos a tratamiento. ¿Estás seguro de que las especies de la Tierra se han adaptado por completo? Tú podrías ser la última gota que rebosa el vaso, como dice el viejo dicho popular. Brant miró a la alcaldesa con respeto; continuamente le sorprendía con preguntas astutas como aquélla. Nunca se le había ocurrido pensar que no habría permanecido tanto tiempo en el cargo de no valer en realidad mucho más de lo que aparentaba. — Me temo que el atún no va a sobrevivir; aún pasarán algunos miles de millones de años hasta que los océanos sean lo bastante salados para ellos. Pero la trucha y el salmón se adaptan bastante bien. — Y son deliciosos; incluso podrían vencer los escrúpulos morales de los Sinteticistas. No es que realmente acepte tu interesante teoría. Esas personas pueden hablar, pero no hacen nada. — Hace un par de años dejaron en libertad toda una manada de ganado de aquella granja experimental. — Querrás decir que lo intentaron: las vacas volvieron solas. Todo el mundo se rió tanto, que renunciaron a otras acciones; la verdad es que no me puedo imaginar que se hayan tomado tantas molestias. Hizo un gesto señalando la red rota. — No sería difícil: un pequeño bote por la noche, un par de buzos… las aguas sólo tienen veinte metros de profundidad. — Bien, haré algunas averiguaciones. Mientras tanto, quiero que hagas dos cosas. — ¿Qué? —preguntó Brant, tratando de no parecer suspicaz sin conseguirlo. — Reparar la red; el Departamento Técnico te dará todo lo que necesites. Y dejar de hacer acusaciones hasta que estés seguro al cien por cien. Si te equivocas quedarás como un estúpido, y quizá tengas que disculparte. Si tienes razón, puede que ahuyentes a los responsables antes de que podamos atraparles. ¿Entendido? Brant abrió ligeramente la boca con sorpresa: nunca había visto una actitud tan incisiva en la alcaldesa. Recogió la Prueba A y salió de forma algo sumisa. Podría haber salido todavía más sumiso (o quizá simplemente divertido) de haber sabido que la alcaldesa Waldron ya no estaba tan enamorada de él. Aquella mañana el Segundo Ingeniero Jefe Loren Lorenson había impresionado a más de un ciudadano de Tarna. 15. Terra Nova Este recordativo de la Tierra era un nombre desafortunado para el asentamiento, y nadie se hizo responsable. Sin embargo, era algo más atractivo que «campamento base» y fue aceptado rápidamente. El complejo de viviendas prefabricadas se había desplegado con asombrosa velocidad: prácticamente en una noche. Era la primera demostración ante Tarna de los habitantes de la Tierra (o mejor de los robots de la Tierra en acción, y todos quedaron enormemente impresionados. Incluso Brant, que siempre había pensado que los robots causaban más problemas de lo que valía la pena, salvo para realizar trabajos peligrosos y monótonos, empezó a reconsiderar la cuestión. Había un elegante constructor móvil no especializado que operaba con una rapidez tan cegadora que, a menudo, era imposible seguir sus movimientos. Fuera donde fuese, le seguía una multitud admirada de pequeños thalassanos. Cuando se cruzaban en su camino, dejaba educadamente lo que estaba haciendo hasta que el camino estaba despejado. Brant decidió que ésa era exactamente la clase de ayudante que necesitaba; quizás hubiera algún modo de poder persuadir a los visitantes… Al cabo de una semana, Terra Nova era un microcosmos en pleno funcionamiento de la gran nave que orbitaba más allá de la atmósfera. Había alojamiento sencillo pero confortable para cien miembros de la tripulación, con todos los sistemas de habitabilidad que necesitaban, así como biblioteca, gimnasio, piscina y teatro. Los thalassanos estuvieron conformes con estas comodidades, y se apresuraron a utilizarlas. Como resultado, la población de Terra Nova era, por lo general, el doble del supuesto centenar. La mayoría de los que iban allí, invitados o no, estaban deseosos de ayudar y decididos a hacer la estancia de sus visitantes lo más confortable posible. Tanta cordialidad, aunque muy bien recibida y agradecida, solía resultar incómoda. Los thalassanos eran increíblemente preguntones, y la idea de intimidad les era casi desconocida. Un cartel de «Se Ruega No Molestar» solía considerarse como un desafío personal, que conducía a interesantes complicaciones… — Todos ustedes son oficiales y adultos de gran inteligencia — había dicho el capitán Bey en la última reunión de la tripulación en la nave—, así que no debería ser necesario decirles esto. Traten de no acabar metidos en, eh, líos hasta que sepamos exactamente qué piensan los thalassanos sobre esos temas. Parecen muy cordiales, pero eso podría ser engañoso. ¿No está de acuerdo, señor Kaldor? — Capitán, no puedo pretender ser una autoridad en costumbres thalassanas tras un período de estudio tan corto. Sin embargo, existen algunos paralelismos históricos muy interesante, cuando los viejos barcos de la Tierra llegaban a puerto tras largos viajes por mar. Espero que muchos de ustedes hayan visto aquella clásica reliquia en vídeo, Rebelión a bordo. — Confío, doctor Kaldor, que no me está comparando con el capitán Cook… quiero decir Bligh. — No sería ningún insulto; el auténtico Bligh fue un marino brillante y difamado de manera muy injusta. En estos momentos, todo lo que necesitamos es sentido común, buena educación… y, como ha indicado usted antes, prudencia. Loren se preguntó si Kaldor había mirado hacia él al hacer aquella puntualización. Seguro que no era aun algo tan obvio… Después de todo, sus deberes oficiales le ponían en contacto con Brant Falconer una docena de veces al día. No había manera de que pudiera evitar encontrarse con Mirissa… aunque quisiera. Nunca habían estado aún a solas, y apenas habían intercambiado unas pocas palabras de conversación formal. Pero no era necesario decir nada más. 16. Juego entre amigos — Esto es un bebé —dijo Mirissa — y, a pesar de las apariencias, un día crecerá hasta convertirse en un ser humano absolutamente normal. Ella sonreía, aunque sus ojos estaban húmedos. Hasta que notó la fascinación de Loren, nunca se le había ocurrido que, probablemente, había más niños en la pequeña ciudad de Tarna que en todo el planeta Tierra durante las décadas finales de tasa de nacimientos casi cero. — ¿Esto es… tuyo? — preguntó él en voz baja. — Bueno, en primer lugar no es «esto»; es «este». El sobrino de Brant, Lester… Cuidamos de él mientras sus padres están en la Isla Norte. — Es precioso. ¿Puedo cogerlo? Como si lo estuviese esperando, Lester empezó a llorar. — No sería una buena idea — rió Mirissa; rápidamente lo volvió a coger y se dirigió al cuarto de baño más próximo—. Conozco los signos. Di a Brant o a Kumar que te muestren la casa mientras esperamos a los demás invitados. A los thalassanos les encantaban las fiestas y no desperdiciaban ninguna oportunidad de organizar alguna. La llegada de la Magallanes fue, literalmente, la ocasión de su vida… de muchas vidas, en realidad. De haber cometido la imprudencia de aceptar todas las invitaciones que recibían, los visitantes se habrían pasado todas las horas del día haciendo eses, yendo de una recepción oficial, o no oficial, a otra. Por fin, el capitán había hecho pública una de sus poco frecuentes pero implacables órdenes («los rayos de Bey», o simplemente «Rayos — B», como se les llamaba irónicamente), racionando a sus oficiales con un máximo de una fiesta cada cinco días. Hubo algunos que pensaron que, dado el tiempo que solía costar recuperarse de la hospitalidad thalassana, era demasiado generoso. La residencia Leonidas, ocupada entonces por Mirissa, Kumar y Brant, era un edificio grande, en forma de anillo, que había sido el hogar de la familia durante seis generaciones. Era una planta baja (había pocos edificios con pisos en Tarna) e incluía un patio de treinta metros de ancho cubierto de césped. En el centro había un pequeño estanque con una isla diminuta, a la que se podía acceder por un pintoresco puente de madera. En la isla había una solitaria palmera que no parecía gozar de muy buena salud. — Tienen que remplazarla constantemente — dijo Brant a modo de disculpa—. Algunas plantas terrestres se aclimatan muy bien; otras se marchitan a pesar de todos los abonos químicos que les damos. Hemos tenido los mismos problemas con los peces que hemos tratado de adaptar. Las granjas piscícolas funcionan perfectamente, por supuesto, pero no tenemos sitio para ellas. Es frustrante pensar que aquí hay una extensión oceánica un millón de veces mayor, pero que no podemos aprovecharla. Personalmente, Loren pensaba que Brant Falconer era algo aburrido cuando empezaba a hablar del mar. Sin embargo, tenía que admitir que era un tema de conversación más cómodo que Mirissa, que había conseguido librarse de Lester y saludaba a los nuevos invitados que iban llegando. «¿Cómo es posible que me encuentre en una situación como ésta?», se preguntó Loren. Ya había estado enamorado antes, pero los recuerdos (incluso los nombres) habían sido piadosamente enturbiados por los programas de borrado a los que todos habían sido sometidos antes de dejar el Sistema Solar. Ni siquiera trataría de recuperarlos; ¿por qué atormentarse con imágenes de un pasado que había sido totalmente destruido? Incluso el rostro de Kitani era ya borroso, pese a que la había visto en el hibernáculo hacía sólo una semana. Ella era parte de un futuro que había planeado, pero que nunca podrían compartir: Mirissa estaba aquí y ahora… llena de vida y alegría, no congelada en un sueño de cinco siglos. Ella le había hecho sentirse completo una vez más, feliz de saber que la tensión y el agotamiento de los últimos días, después de todo, no le había robado la juventud. Cada vez que estaban juntos, sentía aquella presión que le decía que volvía a ser un hombre; mientras no fuera aliviada, no viviría en paz, ni siquiera sería capaz de llevar a cabo su trabajo de manera eficiente. En algunos momentos había visto el rostro de Mirissa sobrepuesto en los planos de la Bahía Mangrove y en los diagramas de flujo, y se había visto obligado a dar una instrucción de PAUSA a la computadora antes de poder continuar su conversación mental conjunta. Era una tortura peculiarmente exquisita pasar un par de horas a pocos metros de ella, no pudiendo intercambiar más que corteses trivialidades. Loren se sintió aliviado cuando, de repente, Brant se excusó y se alejó apresuradamente. Loren pronto descubrió la razón. — ¡Comandante Lorenson! — dijo la alcaldesa Waldron—. Espero que Tarna le esté tratando bien. Loren gruñó para sus adentros. Sabía que, en teoría, debía ser cortés con la alcaldesa, pero la elegancia social nunca había sido su fuerte. — Muy bien, gracias. No creo que conozca usted a estos caballeros… Con voz mucho más potente de lo necesario, llamó a un grupo de compañeros que estaban al otro lado del patio y que acababan de llegar. Por suerte, todos eran tenientes; la graduación tenía sus privilegios, incluso fuera de servicio, y él nunca vacilaba en utilizarlos. — Alcaldesa Waldron, le presento al teniente Fletcher. Es la primera vez que bajas al planeta, ¿verdad Owen? El teniente Werner Ng, el teniente Ranjit Winson, el teniente Karl Bosley… «Eran como los exclusivistas Marcianos — pensó—, siempre juntos.» Bueno, constituían un blanco perfecto y eran un grupo de jóvenes bien parecidos. No creía que la alcaldesa notase su retirada estratégica. Doreen Chang habría preferido con mucho hablar con el capitán, pero éste había hecho una aparición fugaz y simbólica: tomó una bebida, se disculpó ante los anfitriones y se marchó. — ¿Por qué no me deja que le entreviste? — le preguntó a Kaldor, quien no tenía aquellas inhibiciones y había ya hecho grabaciones de audio y vídeo que duraban varios días. — El capitán Sirdar Bey — contestó—se halla en una posición privilegiada. A diferencia del resto de nosotros, no tiene por qué dar explicaciones… ni disculpas. — Observo un tono de suave sarcasmo en su voz — dijo la periodista estrella de la Compañía de Radiodifusión de Thalassa. — No ha sido intencionado. Admiro enormemente al capitán, e incluso acepto la opinión que tiene de mi… con reservas por supuesto. Eh, ¿está usted grabando? — Ahora no. Hay demasiado ruido de fondo. — Tiene suerte de que yo sea una persona tan confiada, puesto que no hay manera de saber si estaba grabando. — Totalmente off the record, Moses. ¿Qué piensa él de usted? — Le satisface oír mis puntos de vista y disponer de mi experiencia, pero no me toma muy en serio. No sé exactamente por qué. En una ocasión me dijo: «Moses, te gusta el poder pero no la responsabilidad. Yo disfruto con los dos.» Fue una afirmación muy perspicaz; resume la diferencia que existe entre los dos. — ¿Qué contestó usted? — ¿Qué podía decir? Era totalmente cierto. La única vez que intervine en la política práctica fue… bueno, no un desastre pero no lo pasé bien realmente. — ¿La cruzada Kaldor? — Ah… lo sabe. Es un nombre estúpido; me molestó. Ese fue otro motivo de desacuerdo entre el capitán y yo. Él pensaba, y todavía lo piensa, estoy seguro, que el Mandato que nos obligaba a evitar todos los planetas con potencial de vida era una tontería sentimental. Vuelvo a citar al buen capitán: «La Ley la entiendo. La Metaley es… un disparate.» — Es fascinante: algún día debe permitirme que lo grabe. — Ni hablar. ¿Qué pasa ahí? Doreen Chang era una mujer insistente, pero sabía cuándo tenía que abandonar. — Oh, es la escultura de gas favorita de Mirissa. Seguramente también las tenían en la Tierra. — Por supuesto. Y ya que todavía estamos off the record, le diré que no creo que esto sea arte. Pero es divertido. En una sección del patio se habían apagado las luces principales, y una docena de invitados estaban reunidos alrededor de lo que parecía ser una burbuja de jabón muy grande, casi de un metro de diámetro. Al acercarse, Chang y Kaldor pudieron ver cómo se formaban en su interior los primeros remolinos de color, como el nacimiento de una nebulosa espiral. — Se llama «Vida» — dijo Doreen—, y lleva doscientos años en la familia de Mirissa. Pero el gas ya empieza a perder color; recuerdo cuando era mucho más brillante. Aun así, era impresionante. La batería de disparadores de electrones y láseres de la base había sido programada por un artista paciente, muerto hacía ya mucho tiempo, para que generara una serie de figuras geométricas que evolucionaban lentamente hasta convertirse en estructuras orgánicas. Del centro de la esfera aparecían formas cada vez más complejas, que se expandían hasta perderse de vista y eran sustituidas por otras. En una ingeniosa secuencia se mostraba a unas criaturas unicelulares que ascendían por una escalera de caracol, inmediatamente reconocible como una representación de la molécula de ADN. Con cada paso se añadía algo nuevo; a los pocos minutos, la exhibición había abarcado la odisea de los cuatro mil millones de años que van desde la ameba hasta el hombre. Luego el artista trató de ir más allá, y Kaldor se perdió. Las contorsiones del gas fluorescente se volvieron demasiado complejas y abstractas. Quizá si se veía la exhibición algunas veces más, aparecía algún esquema… — ¿Qué ha pasado con el sonido? — preguntó Doreen cuando el torbellino de hirvientes colores de la burbuja desapareció súbitamente—. Antes había una música muy buena, especialmente al final. — Me temía que alguien hiciera esa pregunta — dijo Mirissa disculpándose con una sonrisa—. No estamos seguros de si el problema está en el mecanismo de reproducción o en el propio programa. — ¡Seguro que tienes una copia! — Oh, sí, desde luego. Pero el módulo de recambio está en alguna parte de la habitación de Kumar, probablemente enterrado bajo piezas de su canoa. Hasta que no veáis su guarida no entenderéis lo que significa realmente la palabra entropía. — No es una canoa; es un kayac — protestó Kumar, que acababa de llegar con una bonita chica colgada de cada brazo—. Y, ¿qué es entropía? Uno de los jóvenes marcianos fue lo bastante estúpido para tratar de explicárselo vertiendo dos bebidas de colores distintos en el mismo vaso. Antes de que pudiera llegar muy lejos en su explicación, su voz fue ahogada por una avalancha de música procedente de la escultura de gas. — ¿Lo ves? — gritó Kumar entre el estrépito, con evidente orgullo—. ¡Brant puede arreglarlo todo! «¿Todo? — pensó Loren—. Ya veremos… Ya veremos. 17. Cadena de mando De: el Capitán. A: todos los miembros de la tripulación. CRONOLOGIA Dada la enorme e innecesaria confusión que se ha producido a este respecto, quiero especificar lo siguiente: 1. Todos los registros y horarios de la Nave se mantendrán en Tiempo Terrestre (corregido por los efectos de la relatividad) hasta el fin del viaje. Todos los relojes y sistemas de programación del tiempo a bordo de la nave continuarán rigiéndose por TT. 2. Por motivos de comodidad, los miembros de la tripulación que descienden a Thalassa usarán el Tiempo Lassano (TL) cuando sea preciso, pero mantendrán todos los registros en TT, con el TL entre paréntesis. 3. Les recuerdo que: La duración del Día Solar Medio de Thalassa es de 29,4325 horas TT. Hay 313,1561 días thalassanos en el Año Sideral Thalassano, el cual se divide en 11 meses de 28 días. Enero se omite en el calendario, y los cinco días sobrantes para sumar el total de 313 siguen de manera inmediata al último día (el 28) de diciembre. Cada seis años hay un año bisiesto, pero no habrá ninguno durante nuestra estancia. 4. Dado que el día thalassano es un 22 % más largo que el de la Tierra, y que el número de dichos días en el año es un 14 % más corto, la duración real del año thalassano es un 5 % más largo que el terrestre. Como pueden ver todos ustedes, esto tiene una ventaja práctica en lo que respecta a los cumpleaños. La edad cronológica significa casi lo mismo en Thalassa y en la Tierra. Un thalassano de 20 años ha vivido tanto tiempo como un terrícola de 21. El calendario thalassano empieza con el Primer Aterrizaje, que ocurrió en 3109 TT. El presente año es 718 TL o 754 años terrestres más. 5. Finalmente, y podemos dar las gracias por ello, sólo hay una Franja Horaria en Thalassa por la que preocuparnos. SIRDAR BEY (Capitán) 3863 02 27 21 30 TT 718 00 02 15 00 TL — ¡Quién habría dicho que algo tan simple podía ser tan complicado! — rió Mirissa tras haber examinado el impreso colgado en el panel de anuncios de Terra Nova—. Supongo que éste es uno de los famosos Rayos — B. ¿Qué clase de persona es el capitán? Nunca he tenido la oportunidad de conversar con él. — No es fácil conocerle — respondió Moses Kaldor. No creo haber hablado en privado con él más de una docena de veces. Y es el único hombre de la nave a quien todos llaman «señor»… siempre. Excepto tal vez el segundo comandante Malina, cuando están a solas… Por cierto, esa nota no es un auténtico Rayo — B: es demasiado técnica. Deben de haberla redactado el Oficial Científico Varley o el Secretario LeRoy. El capitán Bey posee una notable comprensión de los principios de la ingeniería, mucha más que yo, pero ante todo es un administrativo. Y en ocasiones, cuando tiene que serlo, comandante en jefe. — Yo detestaría tener su responsabilidad. — Es una labor que alguien tiene que hacer. Los problemas rutinarios, generalmente, pueden resolverse consultando a los oficiales más antiguos y los bancos de memoria de los ordenadores. Sin embargo, a veces una decisión debe tomarla un solo individuo, que tenga la autoridad necesaria para hacerla cumplir. Por eso es necesario un capitán. Un comité no puede dirigir una nave… al menos, no en todo momento. — Creo que así es como gobernamos Thalassa. ¿Se imagina el presidente Farradine como capitán de algo? — Estos melocotones son deliciosos — dijo Kaldor, diplomáticamente, sirviéndose otro, aunque sabía muy bien que habían sido preparados para Loren—. Pero ustedes han tenido suerte; ¡no han tenido una crisis auténtica en setecientos años! ¿No dijo una vez uno de ustedes: «Thalassa no tiene historia, sólo estadística»? — ¡Oh, eso no es cierto! ¿Qué me dice del Monte Krakan? — Eso fue un desastre natural… y no de los más graves. Me refiero a… crisis políticas: agitación social, cosas así. — Podemos agradecérselo a la Tierra. Ustedes nos dieron una Constitución Jefferson Tipo Tres (alguien lo denominó «utopía en dos megabytes») que ha funcionado asombrosamente bien. El programa no ha sido modificado en trescientos años. Todavía vamos por la Sexta enmienda. — Y ojalá sigan así —dijo Kaldor con fervor—. No me gustaría pensar que fuimos responsables de la séptima. — Si eso sucede, será procesada ante los bancos de memoria de los archivos. ¿Cuándo volverá a visitarnos? ¡Hay tantas cosas que quiero enseñarle! — No tantas como las que yo quiero ver. Debe de tener usted muchas cosas que nos serán útiles en Sagan Dos, aunque sea una clase de mundo muy distinto. «Y mucho menos atractivo», añadió Kaldor para sus adentros. Mientras hablaban, Loren había llegado sin hacer ruido al área de recepción, obviamente de camino de la sala de juego a las duchas. Vestía un diminuto pantalón corto y llevaba una toalla sobre los hombros desnudos. A Mirissa comenzaron a temblarle las piernas al verle. — Supongo que les has ganado a todos, como siempre — dijo Kaldor—. ¿No resulta algo aburrido? Loren sonrió ligeramente. — Algunos de los thalassanos jóvenes son prometedores. Uno ha quedado sólo a tres puntos de mí. Naturalmente yo jugaba con la mano izquierda. — En el caso muy improbable de que Loren no se lo haya dicho todavía — le comentó Kaldor a Mirissa—, en otro tiempo fue campeón de tenis de mesa en la Tierra. — No exageres, Moses. Sólo fui el quinto… y al final los niveles eran miserablemente bajos. Cualquier jugador chino del Tercer Milenio me habría pulverizado. — No creo que se te haya ocurrido enseñarle a Brant — dijo Kaldor con malicia—. Podría ser interesante. Hubo un breve silencio. Loren respondió, con presunción pero con toda la razón: — No sería justo. — De hecho — dijo Mirissa—, a Brant le gustaría enseñarle algo a usted. — ¿Ah, sí? — Usted me dijo que nunca había estado en una embarcación. — Es cierto. — Entonces está invitado a unirse a Brant y Kumar en el muelle tres… mañana, a las ocho y media de la mañana. Loren se volvió hacia Kaldor. — ¿Crees que estaré seguro si voy? — preguntó con falsa seriedad—. No sé nadar. — Yo no me preocuparía — contestó Kaldor, solícito—. Si tienen intención de traerte de vuelta, no importará lo más mínimo. 18. Kumar Sólo una tragedia había oscurecido los dieciocho años de vida de Kumar Leonidas: siempre había sido diez centímetros más bajo de lo que realmente quería. No era sorprendente que su apodo fuera «El pequeño león»… aunque muy pocos se atrevían a utilizarlo en su presencia. Como compensación a su falta de altura, había trabajado con constancia para conseguir anchura y fuerza. Mirissa le había dicho muchas veces, con divertida exasperación: — Kumar, si pasaras tanto tiempo ejercitando el cerebro como el cuerpo, serías el mayor genio de Thalassa. Lo que ella nunca le había dicho (y apenas admitía, siquiera a sí misma) era que el espectáculo de sus ejercicios gimnásticos de cada mañana solía excitar sentimientos muy poco fraternales en su pecho, así como una especie de celos hacia todas las demás admiradoras que se reunían para contemplarle. En una ocasión u otra, esto había incluido a la mayor parte de los del grupo de edad de Kumar. Aunque el envidioso rumor de que Kumar había hecho el amor con todas las chicas y la mitad de los chicos de Tarna era pura exageración, sí había en él una buena parte de verdad. Pero Kumar, a pesar del abismo intelectual existente entre él y su hermana, no era un imbécil musculoso. Si algo le interesaba de verdad, no estaba satisfecho hasta haberlo dominado, sin importarle cuánto tiempo le costara. Era un espléndido marino, y durante dos años, con la ayuda ocasional de Brant, estuvo construyendo un excelente kayac de cuatro metros. La quilla estaba terminada, pero aún no había empezado la cubierta. Juraba que un día lo botaría y entonces todos dejarían de reírse. Entretanto, en Tarna, la expresión «el kayac de Kumar» había llegado a significar todo tipo de labor inacabada… que, en verdad, eran muchas. Además de esta común tendencia thalassana a posponer las cosas, los principales defectos de Kumar eran una naturaleza aventurera y una gran afición a las bromas pesadas algo arriesgadas. Muchos creían que algún día esto le causaría serios problemas. Sin embargo, era imposible enfadarse incluso por sus diabluras más descabelladas, porque carecían de toda malicia. Era una persona totalmente abierta, incluso transparente; nadie podía imaginarle diciendo una mentira. Por ello se le podían perdonar muchas cosas, y eso es lo que solía suceder. La llegada de los visitantes, naturalmente, había sido el suceso más emocionante de su vida. Le fascinaban sus equipos, las grabaciones de sonido, visuales y sensoriales que habían traído, las historias que contaban… todo. Y ya que veía más a Loren que a cualquier otro, no era nada sorprendente que Kumar se uniera a él y esto no era algo por lo que Loren se sintiera muy satisfecho. Si había algo peor que un compañero molesto era el típico aguafiestas: un hermano pequeño inseparable. 19. La pequeña Polly — Aún no puedo creerlo, Loren — dijo Brant Falconer—. ¿Nunca has estado en una lancha… o en un barco? — Creo recordar haber remado en un pequeño estanque, a bordo de una lancha neumática. Eso debió de ser cuando yo tenía unos cinco años. — Entonces, esto te gustará. No hay ni una ola que te revuelva el estómago. Tal vez podamos convencerte para que bucees con nosotros. — No, gracias; no quiero vivir más de una experiencia a la vez. Y he aprendido a no entrometerme jamás cuando otros hombres tienen trabajo que hacer. Brant tenía razón; empezaba a pasárselo bien cuando los hidropropulsores, casi en silencio, llevaron el pequeño trimarán hacia el arrecife. Sin embargo, poco después de subir a bordo y ver cómo retrocedía la firme seguridad de la costa, había vivido un momento de cierto pánico. Sólo su sentido del ridículo le había salvado de dar un espectáculo. Había recorrido cincuenta años luz, el viaje más largo jamás efectuado por seres humanos, hasta alcanzar este sitio. Y ahora le preocupaban los pocos centenares de metros que le separaban de tierra. Pero no había modo de rehusar el desafío. Mientras estaba cómodamente en popa, observando a Falconer, que iba al timón (¿cómo se había hecho aquella cicatriz blanca que le cruzaba la espalda…? Ah, sí, había mencionado algo sobre un accidente en un microvolador, hacía años…), se preguntó qué pasaba por la mente del thalassano. Era difícil de creer que cualquier sociedad humana, aun la más ilustrada y liberal, pudiera carecer por completo de celos o de cualquier otra forma de sentido de la posesión sexual. Tampoco era que Brant (hasta entonces, ¡ay!) tuviera muchos motivos para sentirse celoso. Loren dudaba si había hablado cien palabras con Mirissa; la mayor parte había sido en compañía de su esposo. Corrección: en Thalassa, los términos «esposo» y «esposa» no se usaban hasta el nacimiento del primer hijo. Cuando se escogía un niño, la madre solía adoptar, aunque no siempre, el apellido del padre. Si el primogénito era una niña, ambas mantenían el apellido de la madre, al menos hasta el nacimiento del segundo, y último, hijo. Había muy pocas cosas que asombraran a los thalassanos. La crueldad, especialmente con los niños, era una de ellas. Y tener un tercer embarazo, en un mundo de sólo veinte mil kilómetros cuadrados de superficie habitable, era otra. La mortalidad infantil era tan baja que los partos múltiples bastaban para mantener una población estable. Había habido un caso famoso, el único en toda la historia de Thalassa, en el que una familia había sido bendecida, o castigada, con dobles quintillizos. Aunque no se le podía echar la culpa a la pobre madre, su recuerdo estaba rodeado de aquella aureola de deliciosa depravación que una vez ostentaron Lucrecia Borgia, Messalina o Faustine. «Tendré que jugar mis cartas con mucho, mucho cuidado», se dijo Loren. Que Mirissa le encontraba atractivo, ya lo sabía. Podía leerlo en su expresión y en el tono de su voz. Y tenía pruebas aún más claras en contactos accidentales de las manos y suaves choques de los cuerpos que se habían prolongado más de lo estrictamente necesario. Ambos sabían que era sólo cuestión de tiempo. Y Loren estaba totalmente seguro de que Brant pensaba lo mismo. Sin embargo, a pesar de la mutua tensión, seguían siendo bastante amigos. El impulso de los propulsores cesó y la lancha se dejó llevar por la corriente hasta detenerse cerca de una gran boya de vidrio que oscilaba suavemente sobre el agua. — Eso es nuestro suministro de energía — explicó Brant—. Sólo necesitamos algunos cientos de vatios, así que nos las arreglamos con células solares. Es una ventaja de los mares de agua dulce. En la Tierra no sería posible, porque vuestros océanos eran demasiado salados: habrían engullido muchísimos kilovatios. — ¿Seguro que no has cambiado de opinión, tío? — sonrió Kumar burlonamente. Loren negó con la cabeza. Aunque al principio le había desconcertado, ya se había acostumbrado al saludo común utilizado por los thalassanos más jóvenes. En realidad, resultaba bastante agradable adquirir de repente docenas de sobrinas y sobrinos. — No, gracias. Me quedaré aquí y miraré por la ventana submarina por si acaso se os comen los tiburones. — ¡Tiburones! — exclamó Kumar con aire pensativo—. Animales maravillosos, maravillosos… Ojalá tuviéramos algunos aquí. Bucear resultaría mucho más emocionante. Loren observó con el interés de un técnico cómo Brant y Kumar se colocaban los equipos. Comparado con lo que había que llevar en el espacio eran bastante simples, y el tanque de presión era un objeto diminuto que cabía perfectamente en la palma de la mano. — Jamás habría pensado que este tanque de oxigeno pudiese durar más de un par de minutos — dijo. Brant y Kumar le miraron con reproche. — ¿Oxígeno? — resopló Brant—. Es un veneno mortal por debajo de los veinte metros. Esta botella contiene aire y sólo es el suministro de emergencia, utilizable durante quince minutos. Señaló la estructura de la parte trasera en forma de branquias que Kumar ya llevaba puesta. — Todo el oxígeno que se necesita está disuelto en agua de mar, si puede extraerse. Pero eso requiere energía, de modo que hay que tener una célula de energía que haga funcionar las bombas y los filtros. Podría pasarme una semana allá abajo con este equipo si quisiera. Dio unos leves golpes en la pantalla verde fluorescente del ordenador que llevaba en la muñeca izquierda. — Esto me da toda la información que necesito: profundidad, estado de la célula de energía, tiempo para salida a la superficie, paradas para descompresión… Loren se arriesgó a hacer otra pregunta estúpida. — ¿Por qué tú llevas una máscara facial y Kumar no? — Sí que la llevo — sonrió Kumar—. Mira con atención. — Oh… claro. Muy ingenioso. — Pero molesto — dijo Brant—, a menos que, prácticamente vivas bajo el agua, como Kumar. Probé las lentillas en una ocasión, y encontré que me dañaban los ojos. De modo que sigo con la máscara de toda la vida: da muchos menos problemas. ¿Listo? — Listo, jefe. Simultáneamente se dejaron caer por babor y estribor, con tanta sincronización que la lancha apenas se balanceó. A través del grueso panel de cristal situado en la quilla, Loren vio cómo se deslizaban sin esfuerzo hacia el arrecife. Sabía que eran más de veinte metros de profundidad, pero parecía mucho más cerca. Los dos buceadores, que ya habían lanzado antes las herramientas y los cables, se pusieron rápidamente a trabajar en la reparación de las redes rotas. De vez en cuando intercambiaban crípticos monosílabos, pero la mayor parte del tiempo trabajaban en completo silencio. Cada uno conocía su tarea, y a su compañero, tan bien que no era preciso hablar. A Loren le pasó el tiempo muy deprisa; le parecía estar observando un mundo nuevo, y así era en realidad. Aunque había visto innumerables grabaciones de vídeo hechas en los océanos de la Tierra, casi toda la vida que se movía debajo de él ahora le era totalmente desconocida. Había discos giratorios y gelatinas palpitantes, ondeantes alfombras y espirales… pero hay pocas criaturas que, por mucho que se ejercitase la imaginación, pudieran llamarse peces. Sólo en una ocasión, cerca del borde de su campo de visión, pudo atisbar un torpedo que se movía velozmente, al que estaba casi seguro de haber reconocido. Si estaba en lo cierto, aquel pez también era un exiliado de la Tierra. Creía que Brant y Kumar se habían olvidado de él, cuando le sobresaltó un mensaje transmitido por el intercomunicador submarino. — Ya subimos. Estaremos contigo dentro de veinte minutos. ¿Va todo bien? — Perfectamente — contestó Loren—. ¿ Eso que acabo de ver era un pez de la Tierra? — No me he fijado. — Tío tiene razón, Brant: hace unos cinco minutos ha pasado una trucha mutante de veinte kilos. Tu arco de soldadura la ha asustado. Habían dejado ya el lecho marino y estaban ascendiendo lentamente por la estilizada cadena del anda. A unos cinco metros de la superficie se detuvieron. — Esta es la parte más pesada de cada inmersión — dijo Brant—. Tenemos que esperar quince minutos aquí. Canal dos, por favor… gracias… pero no tan alto… La música para la descompresión probablemente había sido escogida por Kumar; su ritmo inquieto parecía bastante inapropiado para el pacífico escenario submarino. Loren se sentía enormemente feliz de no haberse sumergido, y estuvo encantado de apagar el aparato reproductor cuando los dos buceadores volvieron a ascender. — Ha sido una mañana bien empleada — dijo Brant mientras subía a cubierta—. Voltaje y corriente normales. Ya podemos irnos a casa. La inexperta ayuda de Loren para quitarles los equipos de inmersión fue recibida con gratitud. Ambos hombres estaban cansados y tenían frío, pero se reanimaron rápidamente tras tomar varias tazas del líquido caliente que los thalassanos llamaban «té», aunque se pareciera muy poco a cualquier bebida terrestre de este nombre. Kumar puso en marcha el motor y partieron, mientras Brant rebuscaba entre el lío de aparatos que estaban en el fondo de la lancha hasta que encontró una caja pequeña de brillantes colores. — No, gracias — dijo Loren cuando Brant le ofreció una de sus tabletas suavemente narcóticas—. No quiero adquirir ningún hábito local que no será fácil dejar. Se arrepintió de su comentario apenas lo hubo dicho; posiblemente lo provocó algún impulso perverso del subconsciente… o quizá su sentimiento de culpa. Sin embargo, era obvio que Brant no había visto ningún significado oculto pues se tumbó, con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo sin nubes. — A la luz del día puede verse la Magallanes — dijo Loren, impaciente por cambiar de tema—, si se sabe exactamente dónde hay que mirar. Aunque yo nunca lo he hecho. — Mirissa sí, a menudo — intervino Kumar—. Ella me enseñó a hacerlo. Sólo hay que llamar a Astronet y pedir el tiempo de tránsito, y luego salir y tumbarse. Es como una estrella brillante, que está encima, y no parece moverse en absoluto. Pero si apartas la mirada por un segundo nada más, la pierdes de vista. Inesperadamente, Kumar moderó la marcha, navegó a baja potencia durante unos minutos y luego detuvo la lancha. Loren miró a su alrededor para recoger sus cosas, pero le sorprendió ver que estaban al menos a un kilómetro de Tarna. Había otra boya balanceándose en el agua junto a ellos, con una gran letra P y una bandera roja. — ¿Por qué nos hemos parado? — preguntó Loren. Kumar rió entre dientes y empezó a vaciar un pequeño cubo por la borda. Por fortuna, había estado sellado hasta entonces; el contenido parecía sangre, pero olía mucho peor. Loren se apartó lo más que pudo dentro de los estrechos límites de la lancha. — Estoy llamando a una vieja amiga — dijo Brant en voz muy baja—. Quédate quieto… No hagas ningún ruido. Es muy nerviosa. «¿Ella? — pensó Loren—. ¿Qué sucede?» No pasó nada durante al menos cinco minutos; Loren jamás habría creído que Kumar pudiera permanecer inmóvil tanto tiempo. Entonces notó que había aparecido una franja oscura y curvada, a pocos metros de la lancha, justo bajo la superficie del agua. La siguió con los ojos y vio que formaba un anillo que les rodeaba por completo. También vio, casi al mismo tiempo, que Brant y Kumar no estaban mirando aquello, sino a él. «Así que tratan de darme una sorpresa — se dijo—; bien, ya veremos…» Aun así, Loren necesitó toda su fuerza de voluntad para sofocar un grito de puro terror cuando emergió del mar lo que parecía ser un muro de brillante — no, putrefacta — carne rosada. Se alzó, chorreando, aproximadamente hasta la mitad de la altura de un hombre, y formó una barrera continua alrededor de ellos. Y, como horror final, su superficie superior estaba cubierta casi por completo de serpientes que se retorcían sin cesar, de vivos colores rojos y azules. Una boca enorme y bordeada de tentáculos se había elevado desde las profundidades y estaba a punto de engullirles… Sin embargo, estaba claro que no había ningún peligro; lo podía saber por las expresiones divertidas de sus compañeros. — ¡Por el amor de Dios! — ¡de Krakan! — ¿Qué es esto? — susurró, tratando de mantener un tono de voz calmado. — Has reaccionado muy bien — dijo Brant con admiración—. Algunas personas se esconden en el fondo de la lancha. Es Polly, que viene de «pólipo». La pequeña Polly. Un invertebrado colonial, miles de millones de células especializadas que cooperan entre sí. En la Tierra teníais animales muy similares, aunque no creo que fueran tan grandes. — Estoy seguro de que no — se apresuró a responder Loren—. Espero que no os importe que os haga una pregunta: ¿Cómo saldremos de ésta? Brant hizo un gesto a Kumar con la cabeza y éste puso en marcha los motores a máxima potencia. Con velocidad asombrosa, dado su tamaño, la pared viviente que les rodeaba se volvió a hundir en el mar, dejando tras de sí nada más que un leve oleaje aceitoso en la superficie. — La vibración la ha asustado — le explicó Brant—. Mira por el cristal: ahora podrás ver todo el animal. Debajo, algo parecido a un tronco de diez metros de grosor retrocedía hacia el lecho marino. Loren comprendió que las «serpientes» que había visto retorcerse en la superficie eran finos tentáculos; de nuevo en su elemento normal, ondeaban libremente buscando en las aguas algo o alguien a quien devorar. — ¡Qué monstruo! — dijo jadeando, sintiéndose relajado por primera vez en muchos minutos. Un cálido sentimiento de orgullo, incluso de euforia, le embargó. Sabía que había superado otra prueba; se había ganado la aprobación de Kumar y Brant, y la aceptó con gratitud. — ¿Esa cosa no es… peligrosa? — preguntó. — Por supuesto que sí; por eso tenemos la boya de aviso. — Francamente, yo estaría tentado de matarla. — ¿Por qué? —preguntó Brant, sinceramente sorprendido—. ¿Qué daño nos hace? — Bueno… seguramente, una criatura de ese tamaño debe de capturar un enorme número de peces. — Sí, pero sólo thalassanos, no peces que nosotros podamos comer. Y hay otra cosa interesante acerca de ella. Durante mucho tiempo nos preguntamos cómo podía persuadir a los peces, incluso a los más estúpidos, de que cayeran en sus garras. Finalmente descubrimos que segrega un señuelo químico, y eso es lo que nos hizo pensar en las trampas eléctricas. Lo que me recuerda… Brant cogió el comunicador. — Tarna Tres llamando a Tarna Autorregistro: aquí Brant. Hemos colocado la red. Todo funciona con normalidad. No es necesario confirmación. Fin del mensaje. Sin embargo, para sorpresa de todos, una voz conocida respondió inmediatamente: — Hola Brant, doctor Lorenson. Me satisface oír eso. Y tengo noticias interesantes para ti. ¿Quieres oírlas? — Por supuesto, alcaldesa — contestó Brant, tras intercambiar con Loren una mirada de mutuo regocijo—.Continúe. Los Archivos centrales han hallado algo sorprendente. Todo esto ya había sucedido antes. Hace doscientos cincuenta años se intentó construir un arrecife desde la Isla Norte con electroprecipitación (una técnica que había dado buenos resultados en la Tierra). Pero al cabo de unas semanas, los cables submarinos fueron rotos, y algunos de ellos robados. El asunto nunca se investigó porque el experimento, de todos modos, fue un total fracaso. No hay bastantes minerales en el agua que justifiquen la inversión. Así que ya ves: no puedes echarles la culpa a los Ecologistas. Esos días no estaban por aquí. El rostro de Brant tenía tal expresión de asombro que Loren estalló en carcajadas. — ¡Y tú tratabas de sorprenderme a mí! —dijo—. Bueno, desde luego han demostrado que en el mar hay cosas que yo nunca hubiera imaginado. — Pero ahora parece que también hay algunas cosas que tú jamás habrías imaginado. 20. Idilio Los habitantes de Tarna lo encontraban muy divertido y fingían no creerle. — Primero no habías ido nunca en barca, ¡y ahora dices que no sabes montar en bicicleta! — Deberías sentirte avergonzado — le reprendió Mirissa, guiñando el ojo—. Es el medio de transporte más eficaz que se ha inventado jamás… ¡y nunca lo has probado! — En las naves no es de mucha utilidad, y en las ciudades es demasiado peligroso — replicó Loren—. De todas maneras, ¿qué hay que aprender? Pronto descubrió que había bastante; montar en bicicleta no era tan fácil como parecía. Aunque se precisaba auténtico talento para caerse de aquellas bicicletas con ruedas pequeñas y bajo centro de gravedad (lo consiguió varias veces) sus intentos iniciales fueron frustrantes. No habría insistido si Mirissa no le hubiera asegurado que era la mejor forma de conocer bien la isla… y él confiaba que también sería la mejor forma de conocer bien a Mirissa. Tras unas cuantas caídas más, comprendió que el truco consistía en no pensar en el problema y dejar el asunto en manos de los reflejos del cuerpo. Esto era lo más lógico; si uno tuviera que pensar en cada paso que daba, sería imposible caminar. Aunque intelectualmente Loren aceptaba esto, pasó algún tiempo hasta que pudo confiar en su instinto. Una vez superada esa barrera, el progreso fue rápido. Y, por fin, como esperaba, Mirissa se ofreció a mostrarle los rincones más remotos de la isla. Habría sido sencillo creer que eran las dos únicas personas del mundo, pero no podían estar a más de cinco kilómetros del pueblo. Es cierto que habían recorrido una mayor distancia, pero la estrecha pista para bicicletas había sido diseñada para tomar la ruta más pintoresca, que resultaba ser también la más larga. Aunque Loren podía situarse en un instante con el localizador de su comunicador, eso no le preocupaba. Era divertido simular que se habían perdido. Mirissa habría sido más feliz si él hubiera dejado en casa el comunicador. — ¿Por qué tienes que llevar esa cosa? — le había dicho, señalando la banda tachonada de controles de su antebrazo izquierdo—. A veces es bonito alejarse de la gente. — Estoy de acuerdo, pero las normas de la nave son muy estrictas. Si el capitán Bey me necesitara con urgencia y yo no contestara… — Bueno… ¿qué haría? ¿Te pondría grilletes? — Preferiría eso antes que el sermón que sin duda me ganaría. De todos modos, he puesto el programa utilizado en períodos de sueño. Si el comunicador de la nave no hace caso de eso, es que se trata de una auténtica emergencia… y en tal caso sí quiero estar en contacto. Como casi todos los terrícolas a lo largo de mil años, Loren habría sido más feliz sin su ropa que sin su comunicador. La historia de la Tierra estaba repleta de historias de terror acerca de individuos descuidados e irresponsables que habían muerto, a menudo a pocos metros de la salvación, porque no pudieron alcanzar el botón rojo de EMERGENCIA. La pista para bicicletas estaba evidentemente diseñada atendiendo a criterios de economía, no de densidad de tráfico. Tenía menos de un metro de ancho, y al principio, al inexperto Loren le parecía que iba sobre una cuerda floja. Tenía que concentrarse en la espalda de Mirissa (lo que no era nada desagradable) para no caerse. Sin embargo, después de los primeros kilómetros, ganó confianza y pudo disfrutar de las demás vistas. Si se encontraban con alguien que venía en dirección contraria, tenían que desmontar todos; pensar en una colisión a cincuenta klicks o más era algo horrible. El camino de vuelta a casa sería largo, con las bicicletas destrozadas al hombro… La mayor parte del tiempo pedalearon en absoluto silencio, roto solamente cuando Mirissa le señalaba algún árbol insólito o algún punto de belleza excepcional. El silencio era algo que Loren no había experimentado en toda su vida; en la Tierra, siempre había estado rodeado de ruidos, y la vida en la nave era una sinfonía de tranquilizadores ruidos mecánicos, con ocasionales alarmas que detenían los latidos del corazón. Aquí, los árboles les rodeaban con una sábana invisible e insonorizada, de forma que el silencio parecía absorber cada palabra apenas era pronunciada. Al principio, la tremenda novedad de la sensación la hizo atractiva, pero ahora Loren empezaba a añorar algo que llenase el vacío acústico. Incluso estuvo tentado de hacer sonar un poco de música de fondo de su comunicador, pero sabía que Mirissa no lo aprobaría. Por lo tanto, fue una gran sorpresa para él oír los sones de una danza thalassana (ahora ya bien conocida) procedente de los árboles que tenían enfrente. Como la estrecha pista rara vez dibujaba una línea recta en más de doscientos o trescientos metros, no pudo ver de dónde venía la música hasta que dieron la vuelta a una curva cerrada y se encontraron frente a un melodioso monstruo mecánico que ocupaba toda la superficie del camino y avanzaba despacio hacia ellos. Se parecía bastante a un robot tractor. Al desmontar para dejarle pasar, Loren vio que era un reparador automático de carreteras. Ya había notado algunos parches poco disimulados e incluso baches y se había estado preguntando cuándo el Departamento de Obras Públicas de la Isla Sur se animaría a arreglarlos. — ¿Por qué lleva música? — preguntó—. No tiene el aspecto de ser una máquina que pueda apreciarla. Apenas hubo hecho esta pequeña broma, el robot se volvió hacia él con severidad: — Por favor, no vaya por la superficie de la carretera a cien metros de mí porque aún se está endureciendo. Por favor, no vaya por la superficie de la carretera a cien metros de mí porque aún se está endureciendo. Gracias. Mirissa rió al ver su expresión sorprendida. — Tienes razón, desde luego: no es muy inteligente. La música es para avisar al tráfico que se aproxima. — ¿No sería más eficaz alguna especie de sirena? — Sí, pero sería… ¡poco amistoso! Apartaron las bicicletas del camino y esperaron a que la hilera de tanques articulados, unidades de control y mecanismos de pavimentación pasaran lentamente de largo. Loren no pudo resistir la tentación de tocar la superficie recién pavimentada; estaba caliente y cedía un poco, y parecía mojada pese a estar totalmente seca. Sin embargo, a los pocos segundos se volvió dura como una roca; Loren notó la leve impresión que había dejado su dedo y pensó con ironía: «He dejado mi marca en Thalassa… hasta que el robot vuelva a pasar por aquí.» Ahora, la pista subía hacia las colinas y Loren notó que unos músculos poco conocidos en las pantorrillas y los muslos empezaban a reclamar su atención. Un poco de potencia auxiliar habría sido bien recibida, pero Mirissa había desdeñado los modelos eléctricos por demasiado cómodos. Ella no había reducido su velocidad en lo más mínimo, así que a Loren no le quedaba otra alternativa que respirar profundamente y mantener el ritmo. ¿Qué era aquel débil fragor que se oía enfrente? ¡Seguro que nadie hacía pruebas con cohetes en el interior de la Isla Sur! El sonido creció paulatinamente a medida que pedaleaban; Loren lo identificó poco antes de que su procedencia quedase a la vista. Según los patrones terrestres, la catarata no era muy impresionante: quizá cien metros de altura y veinte de anchura. Un pequeño puente de metal, que las gotas pulverizadas hacían brillar, se extendía sobre el estanque de bullente espuma en el que terminaba. Para alivio de Loren, Mirissa desmontó y le miró con cierta malicia. — ¿Notas algo… peculiar? — preguntó, abarcando con un gesto todo el paisaje. — ¿En qué sentido? — preguntó a su vez Loren, en busca de pistas. Todo lo que veía era un paisaje continuo de árboles y vegetación, con el camino que serpenteaba a través de él y se alejaba al otro lado de la catarata. — Los árboles. ¡Los árboles! — ¿Qué pasa con ellos? No soy… botánico. — Ni yo tampoco, pero tendría que ser algo evidente. Míralos, nada más. Miró, confundido. Y al poco lo entendió, porque un árbol es una pieza de ingeniería natural.. — y él era ingeniero. Había sido un diseñador distinto el que había creado el paisaje al otro lado de la catarata. Aunque no podía decir cómo se llamaba ninguno de los árboles entre los que se encontraba, le resultaban vagamente familiares y estaba seguro de que procedían de la Tierra… Sí, aquello era un roble, y en algún lugar, hacía mucho tiempo, había visto las hermosas flores amarillas de aquellos arbustos. Al otro lado del puente, era un mundo diferente. Los árboles (¿eran realmente árboles?) parecían imperfectos e inacabados. Algunos tenían troncos cortos, en forma de barril, de los que partían unas pocas ramas espinosas; otros parecían enormes helechos; otros se asemejaban a dedos gigantescos y esqueléticos, con aureolas cerdosas en las junturas. Y no había flores… — Ahora lo entiendo. Es la vegetación de Thalassa. — Sí. Salieron de los mares hace unos millones de años. Lo llamamos La Gran División. Pero se parece más a un frente entre dos ejércitos, y nadie sabe qué lado ganará. ¡Tampoco sabemos si podemos evitarlo! La vegetación de la Tierra es más avanzada; pero la nativa está mejor adaptada a la máquina. De vez en cuando, un lado invade el otro… y entramos con excavadoras antes de que logre asentarse. «¡Qué extraño — pensó Loren mientras empujaban las bicicletas a través del frágil puente—. Por primera vez desde que aterricé en Thalassa, siento que realmente estoy en otro planeta…» Aquellos desmañados árboles y aquellos lindos helechos podrían haber sido la materia prima de los yacimientos de carbón que alimentaron la Revolución Industrial… apenas a tiempo de salvar la raza humana. Le era fácil creer que un dinosaurio podía atacarles en cualquier momento, surgiendo de la maleza; entonces recordó que los terribles lagartos estaban todavía a cien millones de años en el futuro cuando aquellas plantas habían florecido sobre la Tierra… Apenas volvieron a montar, Loren exclamó: — ¡Krakan y condenación! — ¿Qué pasa? Loren se desplomó, sobre lo que, providencialmente, parecía una espesa capa de nervudo musgo. — Un calambre — murmuró entre dientes, agarrando los tensos músculos de sus muslo. — Permíteme — dijo Mirissa con voz preocupada pero confiada. Bajo sus cuidados agradables, aunque poco profesionales, los espasmos cesaron lentamente. — Gracias — dijo Loren pasado un rato. Ahora estoy mucho mejor. Pero, por favor, no te detengas. — ¿Creías que iba a hacerlo? — susurró ella. Y entonces, entre dos mundos, se convirtieron en uno solo. IV. KRAKAN 21. Academia El número de miembros de la Academia de la Ciencia de Thalassa estaba estrictamente limitado al bonito número binario de 100000000; o, para aquellos que prefieran contar los dedos, 256. La Oficial Científico de la Magallanes estaba de acuerdo con aquella exclusividad; mantenía los niveles. Y la academia se tomaba muy en serio sus responsabilidades; el presidente le había confesado que, en aquel momento, había sólo 241 miembros, ya que había resultado imposible cubrir todas las vacantes con personal cualificado. De aquellos 241, no menos de 105 estaban presentes físicamente en el auditorio de la academia, y 116 estaban en contacto a través de sus comunicadores. Era un récord de asistencia, y la doctora Anne Varley se sintió halagada en extremo… aunque no pudo reprimir una fugaz curiosidad por los 20 que faltaban. También se sintió ligeramente incómoda al ser presentada como uno de los más importantes astrónomos de la Tierra, aunque, por desgracia, había sido una gran verdad en las fechas de la partida de la Magallanes. El Tiempo y el Azar le habían dado esta única posibilidad de supervivencia a la última directora del (último) Observatorio Lunar Shklovskiy. Sabía que era sólo competente si se la juzgaba según el baremo de gigantes tales como Ackerley, Chadrasekhar o Herschel; aunque menos si se la comparaba con Galileo, Copérnico o Ptolomeo. — Aquí está —comenzó—. Estoy segura de que todos ustedes han visto este mapa de Sagan Dos: la mejor reconstrucción posible con sondas y radio — homologramas. Es poco detallado, desde luego (diez kilómetros en el mejor de los casos), pero suficiente para darnos los datos básicos. «Su diámetro es de quince mil kilómetros, un poco mayor que la Tierra. Una atmósfera densa, compuesta casi por completo de nitrógeno. Y nada de oxígeno… afortunadamente. Aquel «afortunadamente» servía siempre para llamar la atención; hacía que el público se irguiese de un brinco. — Comprendo su sorpresa; la mayoría de seres humanos tienen un prejuicio en favor de la respiración. Sin embargo, en las décadas anteriores al éxodo, sucedieron muchas cosas que cambiaron nuestra visión del universo. «La ausencia de otras criaturas vivas (en el pasado o en el presente) en el Sistema Solar, y el fracaso de los programas SETI a pesar de dieciséis siglos de esfuerzo, convencieron prácticamente a todos de que la vida debe de ser muy rara en otras partes del Universo y, por tanto, muy valiosa. «De ello se dedujo que todas las formas de vida merecían respeto y debían ser apreciadas. Algunos argumentaron que hasta los patógenos virulentos y los vectores causantes de enfermedades no tenían que ser exterminados, sino preservados bajo estricta protección. «Reverenciar la vida» fue una frase muy popular en los Últimos Días… y pocos la aplicaban exclusivamente a la vida humana. «Una vez aceptado el principio de no interferencia biológica, siguieron ciertas consecuencias prácticas. Se había acordado mucho tiempo antes que no debíamos intentar ningún asentamiento en un planeta con formas de vida inteligentes; la raza humana tenía un mal recuerdo de su mundo de origen. Por fortuna (¡o por desgracia!) esta situación nunca se dio. «Pero la discusión fue más lejos. Supongamos que encontráramos un planeta en el que la vida animal acabara de empezar. ¿Deberíamos mantenernos al margen y dejar que la evolución siguiera su curso, en espera de que surgiera la inteligencia al cabo de megaaños? «Yendo aún más lejos: ¿y si sólo hubiera vida vegetal? ¿O solamente microbios unicelulares? «Puede parecerles sorprendente que, cuando estaba en juego la existencia misma de la raza humana, los hombres se preocupasen por debatir cuestiones morales y filosóficas tan abstractas. Pero la Muerte concentra la mente en las cosas que realmente importan: ¿por qué estamos aquí? ¿Qué deberíamos hacer? «El concepto de «Metaley» (estoy segura de que todos han oído este término) se hizo muy popular. ¿Era posible desarrollar códigos legales y morales aplicables a todas las criaturas inteligentes, y no meramente a los mamíferos bípedos que respiran aire y que habían dominado por breve tiempo el Planeta Tierra? «El doctor Kaldor, por cierto, fue uno de los líderes del debate. Fue muy impopular entre aquellos que sostenían que, ya que el H. Sapiens era la única especie inteligente conocida, su supervivencia tenía prioridad sobre todas las demás consideraciones. Alguien acuñó el eficaz lema: «Entre las Babosas y el Hombre, ¡yo voto por el Hombre!» «Afortunadamente, nunca hubo una confrontación directa… por lo que sabemos. Pueden pasar siglos antes de que recibamos informes de todas las naves sembradoras que partieron. Y si algunas permanecen en silencio… bueno, tal vez vencieron las Babosas… «En 3505, durante la sesión final del Parlamento Mundial se establecieron ciertas directrices (el famoso Mandato de Ginebra) para la colonización planetaria futura. Muchos pensaron que eran demasiado idealistas y que no había ningún modo de que pudiera controlarse su aplicación. Pero fueron un intento, un gesto final de buena voluntad hacia un universo que quizá nunca pudiera apreciarlo. «Aquí nos concierne sólo uno de los puntos del Mandato, pero fue el más celebre y suscitó una intensa controversia, ya que excluía algunos de los objetivos más prometedores. «La presencia de una cantidad apreciable de oxígeno en la atmósfera de un planeta es una prueba definitiva de que ahí hay vida. El elemento es demasiado reactivo para darse en estado libre, a menos que sea continuamente renovado por plantas o su equivalente. Naturalmente, el oxígeno no significa necesariamente que haya vida animal, pero establece las condiciones para que la haya. E incluso si la vida animal sólo raras veces conduce a la inteligencia, no existen teorías acerca de otra vía plausible para ello. «De modo que, según los principios de la Metaley, quedó vedada nuestra entrada a planetas con oxígeno. Francamente, dudo que se hubiera tomado una medida tan drástica si la propulsión cuántica no nos hubiera dado un alcance, y una potencia básicamente ilimitados. «Permítanme ahora que les explique nuestro plan operativo una vez hayamos llegado a Sagan Dos. Como pueden ver en el mapa, más del cincuenta por ciento de la superficie está cubierta de hielo de una profundidad media estimada en tres kilómetros. ¡Todo el oxígeno que necesitaremos! «Cuando sea establecida su órbita final, la Magallanes usará la propulsión cuántica a una pequeña fracción de su plena potencia para que actúe como antorcha. Deshará el hielo y, al mismo tiempo, lo dividirá en oxígeno e hidrógeno. El hidrógeno se escapará rápidamente hacia el espacio; si fuera necesario, podríamos ayudarle con láseres graduados para ello. «En sólo veinte años, Sagan Dos tendrá una atmósfera con un diez por ciento de O2, aunque contendrá demasiados óxidos de nitrógeno y otras sustancias venenosas para ser respirable. Entonces, empezaremos a distribuir bacterias especialmente desarrolladas, e incluso plantas, para acelerar el proceso. Sin embargo, el planeta seguirá estando demasiado frío; aun contando con el calor que proyectemos, la temperatura estará por debajo del punto de congelación en todas partes salvo en el Ecuador durante unas pocas horas alrededor del mediodía. «De modo que es entonces cuando usaremos la propulsión cuántica probablemente por última vez; la Magallanes, que ha pasado toda su existencia en el espacio, aterrizará por fin en la superficie de un planeta. «Y entonces, durante unos quince minutos diarios, en el momento apropiado, se conectará la propulsión a la máxima potencia que la estructura de la nave, y el lecho de roca en el que descanse, puedan resistir. No sabremos cuánto tiempo precisará la operación hasta que hayamos hecho las primeras pruebas. Quizá sea necesario volver a mover la nave, si el emplazamiento inicial es geológicamente inestable. «En una primera aproximación, parece que tendremos que utilizar la propulsión durante treinta años, para frenar el planeta hasta que descienda hacia su sol lo bastante para darle un clima templado. Y tendremos que usar la propulsión durante otros veinticinco años para hacer que la órbita sea circular. Pero durante buena parte de ese período de tiempo, Sagan Dos será totalmente habitable… aunque los inviernos serán crudos hasta que se consiga la órbita final. «Entonces tendremos un planeta virgen, mayor que la Tierra, con un cuarenta por ciento de superficie marina y una temperatura media de veinticinco grados. La atmósfera tendrá un contenido en oxígeno de 70 % menor que el de la Tierra, pero en aumento. Será el momento de despertar a los novecientos mil durmientes que todavía están hibernados y presentarles un mundo nuevo. «Este es el proyecto a menos que sucesos o descubrimientos inesperados nos obliguen a apartarnos de él. Y si ocurriera lo peor… La doctora Varley vaciló; luego, sonrió con el ceño fruncido. — No. ¡Pase lo que pase, nunca nos volverán a ver! Si es imposible vivir en Sagan Dos, tenemos otro objetivo, a treinta años luz de distancia. Puede que incluso sea mejor. «Quizás acabemos colonizando los dos. Pero eso lo decidirá el futuro. Pasó algún tiempo antes de que se iniciara el coloquio; la mayoría de los académicos parecían aturdidos, aunque sus aplausos fueron sinceros. El presidente, que, gracias a su larga experiencia, siempre tenía preparadas algunas preguntas por adelantado, inició las preguntas. — Es una cuestión trivial, doctora Varley, pero, ¿quién o qué ha dado su nombre a Sagan Dos? — Un escritor de novelas científicas de principios del tercer milenio. Eso rompió el hielo, como pretendía el presidente. — Doctora, usted ha mencionado que Sagan Dos tiene, como mínimo, un satélite. ¿Qué pasará con él cuando cambien la órbita del planeta? — Nada, salvo algunas perturbaciones muy leves. Seguirá a su planeta. — Si el Mandato de… ¿Cuándo fue? ¿3.500…? — 3.505. — … hubiera sido ratificado anteriormente, ¿estaríamos aquí ahora? Quiero decir: ¡Thalassa habría quedado vedada! — Es una buena pregunta, y nosotros la hemos discutido a menudo. Desde luego, la misión inseminadora de 2751 (su nave madre de la Isla Sur) habría ido en contra del Mandato. Afortunadamente, el problema no se ha dado. Ya que aquí no hay animales terrestres, el principio de no interferencia no ha sido violado. — Eso es especular mucho — dijo uno de los académicos más jóvenes, entre el evidente regocijo de muchos de los más veteranos—. Si damos por supuesto que el oxígeno significa vida, ¿cómo puede estar segura de que la proposición contraria es cierta? Es posible imaginarse todo tipo de criaturas, incluso inteligentes, en planetas sin oxígeno, incluso sin atmósfera. Si nuestros descendientes en la evolución serán máquinas inteligentes, como han sugerido muchos filósofos, preferirían una atmósfera donde no pudieran oxidarse. ¿Tienen idea de la edad que puede tener Sagan Dos? Podría haber pasado ya la era óxido — biológica; podría estar esperándoles allí una civilización de máquinas. Hubo algunos murmullos de desacuerdo entre el público, y alguien susurró: «¡ciencia — ficción!» con tono de disgusto. La doctora Varley esperó a que el rumor se acallara y contestó con brevedad: — Eso no nos ha quitado mucho el sueño. Y si nos encontráramos una civilización de máquinas, el principio de no interferencia apenas tendría importancia. ¡Me preocuparía mucho más lo que ella nos pudiera hacer a nosotros que lo contrario! Un hombre muy mayor, la persona más anciana que la doctora Varley había visto en Thalassa, al fondo de la sala, se puso lentamente en pie. El presidente garabateó una nota y se la pasó a la doctora: «Profesor Derek Winslade; 115; G. A. de la ciencia de T.; historiador.» A la doctora Varley le confundieron las siglas G. A. durante unos segundos, hasta que un misterioso destello de intuición le dijo que querían decir «Gran Anciano». Pensó que era típico que el decano de la ciencia thalassana fuera un historiador. En sus setecientos años de historia, las Tres Islas habían producido solamente unos pocos pensadores originales. Sin embargo, esto no era necesariamente merecedor de crítica. Los thalassanos se habían visto obligados a construir la infraestructura de la civilización a partir de cero; había habido pocas oportunidades, o incentivos, de realizar investigaciones que no tuvieran una aplicación directa. Y existía un problema más serio y sutil: el de la población. En ningún momento, en ninguna disciplina científica, habría jamás suficientes trabajadores en Thalassa para alcanzar la «masa crítica»: el número mínimo de mentes reactivas necesarias para iniciar investigaciones fundamentales en alguna esfera nueva de conocimiento. Sólo en matemáticas (y en música) había raras excepciones a esta regla. Un genio solitario (un Ramanujan o un Mozart) podía surgir de la nada y navegar solo por aguas desconocidas del pensamiento. El ejemplo más famoso de la ciencia thalassana era Francis Zoltan (214–242); cinco siglos después su nombre todavía era reverenciado, pero la doctora Varley tenía ciertas reservas sobre su indudable capacidad. A ella le parecía que nadie había entendido realmente sus descubrimientos en el campo de los números hipertransfinitos; y menos aún los había ampliado (la verdadera prueba para todos los innovadores auténticos). Aun ahora, su famosa «Hipótesis Final» desafiaba tanto a su demostración como a su refutación. Ella sospechaba (aunque era demasiado diplomática para mencionarlo a sus amigos thalassanos) que la trágica muerte prematura de Zoltan había exagerado su reputación, invistiendo su memoria con melancólicas esperanzas de lo que podría haber sido. El hecho de que hubiera desaparecido mientras nadaba cerca de la Isla Norte había inspirado legiones de teorías y mitos románticos (una decepción amorosa, rivales celosos, su incapacidad para descubrir pruebas críticas, terror al propio hiperinfinito), ninguno de los cuales tenía la más ligera base real. Pero todos habían contribuido a la imagen popular del genio más grande de Thalassa, segado en la primavera de su éxito. ¿Qué estaba diciendo el viejo profesor? Oh, cielo san… Siempre había alguien en el período de preguntas que planteaba una cuestión totalmente irrelevante, o aprovechaba la oportunidad para exponer su pequeña teoría. Debido a su larga práctica, la doctora Varley sabía muy bien cómo tratar a esos polemistas y, generalmente, podía obtener unas carcajadas a su costa. Pero tendría que ser educada con un G. A., rodeado de sus colegas y en su propio territorio. — Profesor, eh, Winsdale —»Winslade», se apresuró a susurrarle el presidente, pero ella decidió que cualquier corrección sólo empeoraría las cosas—, la pregunta que me ha hecho es muy buena, pero tendría que ser tratada en otra conferencia. O en una serie de conferencias; incluso en este caso, apenas profundizaríamos en el tema. «Pero vayamos con su primera pregunta. Ya hemos oído varias veces esa crítica… Pero, sencillamente, no es verdad. No hemos intentado guardar el «secreto», como usted lo llama, de la propulsión cuántica. La teoría completa está en los archivos de la nave, y forma parte del material que será transferido a los suyos. «Una vez dicho esto, no quiero crear falsas esperanzas. Francamente, no hay ningún miembro activo de la tripulación de la nave que entienda de verdad el sistema de propulsión. Sabemos cómo usarla, nada más. «Hay tres científicos en hibernación que supuestamente son expertos en ese sistema de propulsión. Si tenemos que despertarles antes de llegar a Sagan Dos, estaremos en muy serios problemas. «Los hombres se volvieron locos tratando de visualizar la estructura geometrodinámica del superespacio, y preguntándose por qué el universo tenía, originalmente, once dimensiones, en vez de un número bonito como diez o doce. Cuando realicé el curso básico de Propulsión, mi instructor me dijo: «Si pudiera entender la propulsión cuántica, no estaría aquí: estaría en Lagrange Uno, en el instituto de Estudios Avanzados.» Y me hizo una útil comparación que me ayudaba a dormirme de nuevo cuando tenía pesadillas tratando de imaginarme lo que significaba realmente diez a la menos treinta y tres centímetros. «La tripulación de la Magallanes sólo tiene que saber lo que hace el sistema de propulsión — me dijo mi instructor—. Son como ingenieros a cargo de una red de distribución eléctrica. Mientras sepan cómo conectar y desconectar la corriente, no tienen que saber cómo se genera. Puede proceder de algo simple, como una dinamo alimentada con combustible, un panel solar o una turbina de agua. Sin duda entenderían los principios en que se basa, pero no los necesitan para realizar sus trabajos a la perfección. «O la electricidad podría proceder de algo más complejo, como un reactor de fisión, un fusor termonuclear, un catalizador de muones, un Nodo Penrose o un núcleo Hawking — Schwarzschild… ¿Entiende lo que quiero decir? En algún punto tendrían que abandonar toda esperanza de entenderlo; pero seguirían siendo ingenieros absolutamente competentes, capaces de cambiar la corriente eléctrica donde y cuando fuera necesario. «De la misma forma podemos dirigir al Magallanes de la Tierra a Thalassa y, confío, también a Sagan Dos, sin saber realmente lo que estamos haciendo. Pero algún día, tal vez dentro de varios siglos, seremos capaces de igualar de nuevo el genio que creó la propulsión cuántica. «Y, ¿quién sabe? ustedes pueden ser los primeros. En Thalassa puede nacer un nuevo Francis Zoltan. Y entonces, quizás ustedes vengan a visitarnos. En realidad, no lo creía. Pero era una bonita forma de terminar y provocó una tremenda salva de aplausos. 22. Krakan — Podemos hacerlo sin problemas, desde luego — dijo el capitán Bey, pensativo—. La planificación está básicamente terminada… Ese problema de vibraciones con los compresores parece resuelto… La preparación del emplazamiento está adelantada respecto a las provisiones. No hay duda de que podemos ahorrar los hombres y el equipo… pero, ¿es una buena idea? Miró a sus cinco oficiales, reunidos alrededor de la mesa oval de la sala de conferencias para el personal de Terra Nova; simultáneamente, todos miraron al doctor Kaldor, que suspiró y abrió las manos con resignación. — Así que no es un problema puramente técnico. Díganme todo lo que tengo que saber. — Esta es la situación — dijo el segundo comandante Malina. Las luces se oscurecieron y las Tres Islas cubrieron la mesa, flotando a una fracción de centímetros por encima, como una maqueta bellamente detallada. Pero no era ninguna maqueta, pues, si la escala se ampliaba lo suficiente, podía verse a los thalassanos ocupados en sus tareas. — Creo que los thalassanos todavía temen al monte Krakan, aunque en realidad es un volcán que se porta muy bien: ¡al fin y al cabo, nunca ha matado a nadie! Y es la clave del sistema de comunicaciones interinsulares. La cima está a seis kilómetros por encima del nivel del mar: el lugar más alto del planeta, por supuesto. De modo que es el lugar ideal para un parque de antenas; todos los servicios de larga distancia pasan por aquí y son re — emitidos a las otras dos islas. — Siempre me ha parecido un poco extraño — dijo suavemente Kaldor — que después de mil años no hayamos encontrado nada mejor que las ondas de radio. — El universo nació equipado con un único espectro electromagnético, doctor Kaldor; tenemos que aprovecharlo lo mejor que podamos. Y los thalassanos tienen suerte, porque los extremos de las Islas Norte y Sur están separados por sólo trescientos kilómetros, y el Monte Krakan puede cubrirlas a las dos. Pueden pasar muy bien sin los comunicadores. «El único problema es la accesibilidad… y el clima. El chiste local dice que Krakan es el único lugar del planeta que lo tiene. Cada pocos años, alguien tiene que escalar la montaña, reparar algunas antenas, remplazar algunas células y baterías solares… y apartar la nieve. No es un gran problema, pero exige mucho trabajo duro. — Trabajo que los thalassanos evitan siempre que les es posible — intervino la comandante Médico Newton—. Y no es que les culpe por guardar sus energías para cosas más importantes… como los deportes y el atletismo. Podía haber añadido «hacer el amor», pero éste era un tema delicado para muchos de sus colegas y su mención tal vez no habría sido bien recibida. — ¿Por qué tienen que escalar la montaña? — preguntó Kaldor—. ¿ Por qué no se limitan a volar sobre la cima? Tienen aviones de despegue vertical. — Sí, pero el aire es muy ligero allá arriba… y el que hay tiende a ser borrascoso. Tras varios accidentes graves, los thalassanos decidieron hacerlo del modo más difícil. — Entiendo — dijo Kaldor, pensativo. Es el viejo problema de la no — interferencia. ¿Disminuiremos su confianza en sí mismos? Yo diría que de forma insignificante. Y si no accedemos a una petición tan modesta, provocaremos resentimientos. Justificados también, si tenemos en cuenta la ayuda que nos están dando en la planta congeladora. — Yo opino igual. ¿Alguna objeción? Muy bien. Señor Lorenson, por favor, encárguese de los preparativos. Use la nave que crea conveniente, en tanto no sea necesaria para la operación Copo de Nieve. A Moses Kaldor siempre le habían gustado las montañas; le hacían sentirse más cerca del Dios cuya inexistencia a veces deploraba. Desde el borde del gran cráter, podía ver un mar de lava en el fondo, congelado ya hacía tiempo, pero que emitía aún pequeñas bocanadas de humo por una docena de grietas. Más allá, al oeste, eran visibles las dos islas mayores como nubes oscuras en el horizonte. El punzante frío y la necesidad de contar cada inhalación hacían más fascinante cada momento. Hacía mucho tiempo había leído en algún libro de viajes o de aventuras la expresión: «aire como vino». En aquel momento le hubiera gustado preguntarle al autor cuánto vino había respirado últimamente; pero ahora la expresión ya no le parecía tan ridícula. — Todo está descargado, Moses. Estamos listos para marchar. — Gracias, Loren. Me habría gustado esperar aquí hasta que recogieras a todos por la noche, pero podría ser arriesgado permanecer demasiado tiempo a esta altitud. — Los ingenieros han traído botellas de oxígeno, por supuesto. — No pensaba sólo en eso. Mi tocayo una vez tuvo muchos problemas en una montaña.[1 - Se refiere, naturalmente, a Moises. (N. del T)] — Perdona… no lo entiendo. — No importa; ocurrió hace muchísimo tiempo. El grupo de trabajo les despidió cariñosamente cuando la nave despegaba del borde del cráter. Ahora que todas las herramientas y el equipo habían sido desembarcados, se enfrascaron en los preliminares esenciales de cualquier proyecto thalassano. Alguien hacía té. Mientras ascendía lentamente hacia el cielo, Loren procuró evitar la compleja masa de antenas, que tenían prácticamente todos los diseños conocidos. Todas estaban orientadas hacia las dos islas apenas visibles al oeste; si interrumpía sus múltiples haces, se perderían irremisiblemente incontables gigabits de información, y los thalassanos lamentarían haberles pedido ayuda. — ¿No te diriges hacia Tarna? — En un minuto. Primero quiero mirar la montaña. Ah… ¡ahí está! — ¿Qué? Oh, ya veo. ¡Krakan! Aquella palabrota prestada era doblemente apropiada. Debajo de ellos, el suelo se hundía en una profunda garganta de unos cien metros de ancho. Y en el fondo de aquella garganta estaba el infierno. El fuego del corazón de aquel mundo joven todavía ardía allí, justo debajo de la superficie. Un brillante río amarillo, tachonado de carmesí, se movía perezosamente hacia el mar. Kaldor se preguntó cómo podían estar seguros de que el volcán se había calmado realmente, y no se limitaba a esperar el momento propicio. Pero el río de lava no era su objetivo. Más allá había un pequeño cráter de un kilómetro de diámetro aproximadamente, en cuyo borde se alzaban los últimos restos de una torre en ruinas. Cuando se acercaron, pudieron ver que allí había habido tres torres similares, a igual distancia alrededor del borde del cráter, pero de las otras dos sólo quedaban los cimientos. El suelo del cráter estaba cubierto por una masa de cables enredados y hojas de metal, que eran obviamente los restos del gran reflector de radio que había estado suspendido allí. En su centro se hallaban los escombros de los equipos de recepción y transmisión parcialmente sumergidos en un pequeño lago formado por las frecuentes tormentas que caían sobre la montaña. Volaron en círculo sobre las ruinas de su último vínculo con la Tierra, sin entrometerse ninguno de ellos en los pensamientos del otro. Por fin, Loren rompió el silencio. — Es un lío… pero no sería difícil de reparar. Sagan Dos está a sólo doce grados norte, más cerca del Ecuador de lo que estaba la Tierra. Incluso sería más fácil dirigir el haz con una antena repetidora. — Una idea excelente. Cuando acabemos de construir nuestro escudo, podríamos ayudarles a empezar. No es que necesiten mucha ayuda, porque no hay ninguna prisa. Después de todo, pasarán casi cuatro siglos antes de que vuelvan a saber nada de nosotros… aunque empecemos a transmitir apenas lleguemos. Loren terminó de grabar la escena y se preparó para volar por la ladera de la montaña antes de virar hacia la Isla Sur. Apenas había descendido mil metros cuando Kaldor dijo, confuso: — ¿Qué es ese humo, allá al Noroeste? Parece una señal. En mitad del horizonte se alzaba una columna fina y blanca sobre el azul del cielo thalassano. Aquello no estaba allí unos minutos antes. — Echemos un vistazo. Tal vez sea un barco con problemas. — ¿Sabes qué me recuerda? — dijo Kaldor. Loren contestó encogiéndose silenciosamente de hombros. — El chorro de una ballena. Cuando salían a respirar, los grandes cetáceos solían exhalar una columna de vapor de agua. Se parecía mucho a eso. — En tu interesante teoría hay dos errores — dijo Loren—. Esa columna tiene, al menos, un kilómetro de altura. ¡Menuda ballena! — De acuerdo. Y los chorros de las ballenas duraban solamente unos segundos… Este es continuo. ¿Cuál es tu segunda objeción? — Según el mapa, eso no es mar abierto. Esto en lo que respecta a la teoría del barco. — Pero eso es ridículo: Thalassa es todo océano… Oh, ya entiendo. La Gran Pradera Oriental. Sí… allí está su límite. Casi puede uno imaginarse que es tierra firme. Hacia ellos se acercaba a gran velocidad el continente flotante de vegetación marina que cubría buena parte de los océanos thalassanos y que generaban virtualmente todo el oxígeno de la atmósfera del planeta. Era una lámina continua de verde vívido, casi virulento, y parecía lo bastante sólida para poder caminar sobre ella. Sólo lo total ausencia de colinas o de cualquier otro cambio de altitud revelaba su verdadera naturaleza. Pero en una región de un kilómetro aproximadamente de diámetro, la pradera flotante no era plana ni ininterrumpida. Algo bullía bajo la superficie, lanzando grandes nubes de vapor y ocasionales masas de maleza. — Debí recordarlo — dijo Kaldor—. El Hijo de Krakan. — Naturalmente — respondió Loren—. Es la primera vez que está activo desde que llegamos. De modo que así es cómo nacieron las otras islas. — Si, el penacho volcánico se mueve regularmente hacia el Este. Quizá dentro de pocos miles de años los thalassanos tengan todo un archipiélago. Describieron círculos durante unos minutos y luego viraron hacia la Isla Este. Para la mayoría de espectadores, este volcán submarino que todavía pugnaba por nacer habría sido una visión. Pero no para hombres que habían visto la destrucción de un Sistema Solar. 23. El día del hielo El yate presidencial, alias Transbordador Interinsular Número Uno, nunca había parecido tan hermoso en sus tres siglos de existencia. No sólo estaba engalanado con banderas, sino que se le había dado una nueva capa de pintura blanca. Desgraciadamente, tanto la pintura como la mano de obra se habían agotado antes de acabar el trabajo, así que el capitán tuvo que procurar echar el ancla de forma que solamente el lado de estribor fuera visible desde tierra. El presidente Farradine fue también ceremoniosamente ataviado con un traje sorprendente (diseñado por la señora presidenta) que le hacía parecer un cruce entre emperador romano y astronauta pionero. No parecía estar muy a gusto en él; el capitán Sirdar Bey se alegraba de que su uniforme consistiera en pantalones cortos blancos, camisa de cuello abierto, hombreras y una gorra con galones dorados, en el que se sentía perfectamente cómodo… aunque era difícil recordar cuándo lo había llevado por última vez. Pese a la tendencia del presidente a tropezar con su toga, la visita oficial había ido muy bien y la bonita maqueta de la planta congeladora había funcionado a la perfección. Había producido una cantidad ilimitada de obleas hexagonales de hielo, del tamaño justo para caber en un vaso de refresco. Sin embargo, no se les podía reprochar a los visitantes que no entendieran lo apropiado que era el nombre de Copo de Nieve; al fin y al cabo en Thalassa pocos habían visto nieve en su vida. Ahora habían dejado atrás la maqueta para inspeccionar la planta de verdad, que ocupaba varias hectáreas de la costa de Tarna. Había costado algún tiempo trasladar al presidente, su séquito, el capitán Bey y sus oficiales y todos los demás invitados, del yate a la costa. Ahora, bajo las últimas luces del día, se encontraban respetuosamente alrededor del borde de un bloque hexagonal de veinte metros de diámetro y dos metros de grosor. No sólo era la mayor masa de agua helada que había visto nadie: probablemente, era la mayor del planeta. Incluso en los polos, raras veces podía llegar a formarse hielo. Sin continentes de grandes dimensiones que bloquearan la circulación, las veloces corrientes de las regiones ecuatoriales fundían rápidamente los incipientes témpanos. — Pero, ¿por qué es de esta forma? — preguntó el presidente. El segundo comandante Malina suspiró; estaba completamente seguro de que se lo había explicado ya varias veces. — Es el viejo problema de cubrir una superficie con piezas idénticas — dijo pacientemente—. Sólo hay tres opciones: cuadrados, triángulos o hexágonos. En nuestro caso, el hexágono es algo más eficaz y fácil de manejar. Los bloques (más de doscientos, de seiscientas toneladas de peso cada uno) encajarán entre sí para construir el escudo. Será una especie de bocadillo de hielo de tres capas de grosor. Cuando aceleremos, todos los bloques se fusionarán y formarán un disco único y enorme. O un cono truncado, para ser exactos. — Me ha dado usted una idea — el presidente parecía estar más animado que en toda la tarde—. Nunca hemos hecho patinaje sobre hielo en Thalassa. Era un bello deporte… y había un juego llamado «hockey sobre hielo», aunque no estoy seguro de que me gustara revivir aquello después de los vídeos que he visto. Pero sería maravilloso que pudieran construirnos una pista de hielo a tiempo para las olimpíadas. ¿Sería eso posible? — Tendré que pensármelo — replicó débilmente el segundo comandante Malina—. Es una idea muy interesante. Quizá podría decirme cuánto hielo se necesitará. — Encantado. Y será una forma excelente de emplear todo esta planta congeladora cuando haya terminado el trabajo. Una súbita explosión ahorró a Malina la necesidad de contestar. Habían empezado los fuegos artificiales, y durante los siguientes veinte minutos el cielo que cubría la isla estalló con incandescencia policromática. A los thalassanos les encantaban los fuegos artificiales, y se entregaban a ellos a la menor oportunidad. La exhibición se combinaba con imágenes creadas con rayos láser, aún más espectaculares y considerablemente menos peligrosas, pero que carecían del olor a pólvora que añadía ese toque final de magia. Cuando se acabaron todas las festividades y las personalidades marcharon al barco, el comandante Malina dijo, pensativo: — El presidente está lleno de sorpresas, aunque tiene una mente estrecha. Estoy cansado de oírle hablar de sus malditos Juegos Olímpicos… pero esa pista de hielo es una idea excelente y generaría muy buenos sentimientos hacia nosotros. — Sin embargo, ha ganado mi apuesta — dijo el comandante en jefe Lorenson. — ¿Qué apuesta era ésa? — preguntó el capitán Bey. Malina se rió. — Jamás lo habría creído. A veces, los thalassanos no parecen tener curiosidad: lo dan todo por supuesto. Aunque supongo que debería halagarnos que tengan tanta fe en nuestra capacidad tecnológica. ¡Quizá piensan que tenemos antigravedad! «Fue idea de Loren no incluirlo en el informe… y tenía razón. El presidente Farradine no se ha tomado la molestia de formular lo que habría sido mi primera pregunta: ¿Cómo vamos a elevar ciento cincuenta mil toneladas de hielo hasta la Magallanes? 24. Archivo A Moses Kaldor le gustaba quedarse solo, tantas horas o días como podía permitirse, en la calma catedralicia de Primer Aterrizaje. Volvía a sentirse como un joven estudiante ante todo el arte y los conocimientos de la Humanidad. La experiencia era, al mismo tiempo, estimulante y deprimente; un universo entero estaba en la punta de sus dedos, pero la fracción que podía explorar en toda su vida era tan despreciable, que a veces se sentía casi abrumado por la desesperación. Era como un hombre hambriento al que se servía un banquete que se extendía en todo lo que su vista podía abarcar: un festín tan asombroso, que destruía por completo su apetito. Y sin embargo, toda aquella abundancia de sabiduría y cultura era sólo una fracción diminuta de la herencia de la Humanidad. Faltaba mucho de lo que Moses Kaldor conocía y amaba… y era consciente de que no era por accidente, sino por un propósito deliberado. Hacía mil años que hombres geniales y de buena voluntad habían reescrito la historia y habían revisado las bibliotecas de la Tierra decidiendo qué debía salvarse y qué debía ser abandonado a las llamas. El criterio de selección fue sencillo aunque, a menudo, muy difícil de aplicar. Una obra de literatura, una muestra del pasado, era almacenada en la memoria de las naves sembradoras solamente si contribuía a la supervivencia y a la estabilidad social de los nuevos mundos. La tarea era, desde luego, imposible y descorazonadora. Con lágrimas en los ojos, los paneles de selección habían descartado los Veda, la Biblia, el Tripitaka, el Qur'an y toda la inmensa colección de literatura novelesca y de ensayo, que se basaba en ellos. A pesar de lo ricas que eran estas obras en belleza y sabiduría, no podía permitirse que volvieran a infectar planetas vírgenes con los antiguos venenos de odio religioso, la creencia era lo sobrenatural y el piadoso galimatías con el que, en otro tiempo, incontables miles de millones de hombres y mujeres se habían confortado, a costa de corromper sus mentes. También se perdieron en la gran purga prácticamente todas las obras de los más grandes novelistas, poetas y dramaturgos que, en cualquier caso, habrían carecido de sentido sin su contexto filosófico y cultural. Homero, Shakespeare, Milton, Tolstoy, Melville, Proust (el último gran escritor de novelas antes de que la revolución electrónica venciera a la página impresa)… Todo lo que quedó fue unos pocos cientos de miles de pasajes cuidadosamente seleccionados. Fue excluido todo lo referente a guerras, crímenes, violencia y pasiones destructivas. Si los sucesores recién diseñados, y se esperaba que mejorados, del H. sapiens redescubrían todo eso, crearían, sin duda, su propia literatura como respuesta. No era necesario darles un estímulo prematuro. La música, excepto la ópera, así como las artes visuales, habían corrido mejor suerte. De todos modos, el volumen de material era tan abrumador, que la selección fue forzosa, aunque en ocasiones también arbitraria. Las generaciones futuras de muchos mundos se preguntarían cómo eran las primeras 38 sinfonías de Mozart, la Segunda y la Cuarta de Beethoven, y de la Tercera, a la Sexta de Sibelius. Moses Kaldor era profundamente consciente de su responsabilidad, así como de su incapacidad (de la incapacidad de cualquier hombre, por mucho talento que tuviera) para llevar a cabo la tarea que tenía que afrontar. A bordo de la Magallanes, bien guardado en sus gigantescos bancos de memoria, se hallaba mucho de lo que la gente de Thalassa nunca había conocido y, desde luego, mucho de lo que aceptarían y disfrutarían de buena gana, aun sin entenderlo por completo. La soberbia recreación del siglo XXV de la Odisea, los clásicos de la guerra que miraban hacia atrás con angustia a través de medio milenio de paz, las grandes tragedias shakespearianas en la milagrosa traducción de Feinberg a la Língua, Guerra y Paz de Lee… llevaría horas y aun días enumerar todas las posibilidades. A veces, cuando se sentaba en la biblioteca del Complejo del Primer Aterrizaje, Kaldor se sentía tentado de jugar a dios con estas personas razonablemente felices y tan poco inocentes. Comparaba los listados de aquellos bancos de memoria con los de la nave, fijándose en lo que había sido borrado o resumido. Aunque en principio estaba en contra de cualquier clase de censura, a veces… incluso tenía que reconocer la sensatez de las supresiones… al menos en los días en que fue fundada la colonia. Pero ahora que se había establecido con éxito, quizás una pequeña perturbación, o una inyección de creatividad, podría estar bien. En ocasiones, era molestado por llamadas desde la nave o por grupos de jóvenes thalassanos que realizaban viajes comentados a los comienzos de su historia. A él no le importaban las interrupciones, y había una que, decididamente, agradecía. Muchas tardes, salvo cuando se lo impedía lo que pasaba por asuntos urgentes en Tarna, Mirissa subía por la colina cabalgando en su hermoso caballo palomino, Bobby. A los visitantes les había sorprendido mucho encontrar caballos en Thalassa, puesto que nunca habían visto ninguno vivo en la Tierra. Pero los thalassanos adoraban los animales y habían creado muchos a partir de los amplios archivos de material genético que habían heredado. A veces, eran totalmente inútiles… o incluso una molestia, como los pequeños y pegajosos monos ardilla, que siempre estaban robando pequeños objetos de las casas de Tarna. De manera invariable, Mirissa traía alguna golosina (generalmente fruta o uno de los muchos quesos locales) que Kaldor aceptaba con gratitud. Sin embargo, agradecía todavía más su compañía; ¿quién habría pensado que él, que se había dirigido a menudo a cinco millones de personas —¡más de la mitad de la última generación! — se sentiría satisfecho de tener a un único espectador…? — Como desciendes de un largo linaje de bibliotecarios — dijo Moses Kaldor—, sólo piensas en megabytes. Pero permíteme que te recuerde que el nombre «biblioteca» viene de una palabra que significa libro. ¿Tenéis libros en Thalassa? — Por supuesto que sí —dijo Mirissa, indignada; aún no había aprendido a distinguir cuando Kaldor estaba bromeando—. Millones… bueno, miles. Hay un hombre en la Isla Norte que imprime unos diez al año, en ediciones de unos centenares. Son preciosos… y muy caros. Todos se utilizan como regalos para ocasiones especiales. Yo recibí uno cuando cumplí veintiún años: Alicia en el País de las Maravillas. — Me gustaría verlo algún día. Siempre me han gustado los libros, y tengo casi un centenar en la nave. Tal vez por eso, siempre que oigo hablar a alguien de bytes divido mentalmente por un millón y pienso en un libro.. un gigabyte equivale a mil libros, y así sucesivamente. Es la única manera de que pueda calibrar de qué va cuando la gente habla de bancos de datos y transferencia de información. Y ahora dime, ¿cómo es de grande vuestra biblioteca? Sin apartar la vista de Kaldor, Mirissa hizo que sus dedos se pasearan por el teclado de su ordenador. — Esa es otra cosa que nunca he sido capaz de hacer — dijo él con admiración—. Alguien me dijo en una ocasión que después del siglo XXI, la raza humana se dividió en dos especies: los verbales y los digitales. Yo sé usar un teclado cuando tengo que hacerlo, por supuesto… pero prefiero hablar con mis colegas electrónicos. — Según las últimas comprobaciones — dijo Mirissa — seiscientos cuarenta y cinco terabytes. — Hum… casi mil millones de libros. Y, ¿qué tamaño tenía al principio la biblioteca? — Esto lo puedo decir sin consultarlo. Seiscientos cuarenta. — Así que en setecientos años… — Sí, sí; sólo hemos logrado producir unos pocos millones de libros. — No os estoy criticando; al fin y al cabo, la calidad es mucho más importante que la cantidad. Me gustaría que me indicaras las obras que consideras mejores de la literatura thalassana; también respecto a la música. El problema que nosotros debemos resolver es qué daros. La Magallanes tiene a bordo más de mil megalibros, en el banco de Acceso General. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? — Si dijera que sí, te impediría que me lo explicaras. No soy tan cruel. — Gracias, cariño. En serio, es un problema terrorífico que me ha acuciado durante años. A veces creo que la Tierra fue destruida justo a tiempo; la raza humana estaba siendo aplastada por la información que generaba. «Al final del Segundo Milenio, producía sólo (¡sólo!) el equivalente a un millón de libros al año. Y me refiero únicamente a la información que se suponía de cierto valor permanente, de modo que era almacenada indefinidamente. «Hacia el Tercer Milenio, la cifra se había multiplicado por cien, como mínimo. Desde que se inventó la escritura hasta el fin de la Tierra, se estima que se produjeron diez mil millones de libros. Y como te he dicho, tenemos un diez por ciento de ellos a bordo. «Si os los dejáramos todos, aun suponiendo que tuvierais la suficiente capacidad de almacenaje, quedaríais totalmente desbordados. No os representaría ningún favor porque inhibiría por completo vuestro crecimiento cultural y científico. Y la mayor parte del material no significaría nada para vosotros: os llevaría varios siglos separar el grano de la paja. Kaldor dijo para sí: «Es extraño que no haya pensado antes en esta analogía. Ese es precisamente el peligro que planteaban constantemente los oponentes de SETI. Bueno, nunca nos hemos comunicado con inteligencias extraterrestres, ni siquiera las hemos detectado. Pero los thalassanos acaban de hacer exactamente eso y los ET somos nosotros…» Sin embargo, a pesar de sus modos de vida totalmente diferentes, Mirissa y él tenían mucho en común. La curiosidad e inteligencia de ella eran rasgos que había que fomentar; no había nadie, ni siquiera entre los demás miembros de la tripulación, con quien pudiera mantener unas conversaciones tan estimulantes. A veces Kaldor se encontraba en un aprieto tan grande para contestar a sus preguntas que su única defensa era un contraataque. — Me sorprende — le dijo a Mirissa tras un examen particularmente exhaustivo de la política Solar — que nunca asumieras las responsabilidades de tu padre y trabajaras aquí con plena dedicación. Este trabajo sería idóneo para ti. — Estuve tentada. Pero él se pasó la vida respondiendo a las preguntas de otras personas y acumulando archivos para los burócratas de la Isla Norte. Nunca tuvo tiempo de hacer nada por sí mismo. — ¿Y tú? — Me gusta reunir datos, pero también me gusta ver cómo se usan. Por eso me hicieron subdirectora del Proyecto de Desarrollo de Tarna. — Lo cual, me temo, puede haber sido ligeramente saboteado por nuestras operaciones. O eso me dijo el director cuando me encontré con él al salir del despacho de la alcaldesa. — Ya sabes que Brant no hablaba en serio. Es un plan a largo plazo con fechas de finalización sólo aproximadas. Si el Estadio Olímpico de Hielo acaba construyéndose aquí, es posible que el proyecto tenga que ser modificado… para mejorarlo, según creemos la mayoría. Naturalmente, los norteños quieren tenerlo en su zona: piensan que nosotros ya tenemos bastante con el Primer Aterrizaje. Kaldor rió entre dientes; lo sabía todo sobre la vieja rivalidad que había existido durante generaciones entre las dos islas. — Bueno… ¿y no es así? Especialmente ahora que nos tenéis como un atractivo adicional. No debéis ser demasiado codiciosos. Habían llegado a conocerse, y a gustarse, tan bien, que podían bromear acerca de Thalassa o la Magallanes con idéntica imparcialidad. Y ya no había secretos entre ellos; podían hablar con franqueza sobre Loren y Brant; y, por fin, Moses Kaldor vio que podía hablar de la Tierra. — Oh, he perdido la cuenta de mis distintos empleos, Mirissa; de todas formas, la mayor parte de ellos no eran muy importantes. El que tuve durante más tiempo fue el de profesor de ciencias políticas en Cambridge, Marte. Y no puedes imaginarte la confusión que se producía a causa de ello, porque había una Universidad más antigua en un lugar llamado Cambridge, en Massachussets… y otra aún más antigua en Cambridge, Inglaterra. «Pero hacia el final, Evelyn y yo nos involucramos cada vez más en los problemas sociales inmediatos, y en la planificación del Éxodo Final. Parecía que yo tenía un cierto talento oratorio… y podía ayudar a la gente a afrontar lo que el futuro les deparaba. «Sin embargo, nunca creímos de verdad que el Final llegaría en nuestra época… ¡Quién podía pensarlo! Y si alguien me hubiera dicho que debía abandonar la Tierra y todo lo que amaba… Un espasmo de emoción cruzó su rostro y Mirissa esperó, con un silencio de comprensión, hasta que recuperó su compostura. Había tantas preguntas que le quería hacer, que le llevaría una vida entera contestarlas a todas, y sólo tenía un año antes de que la Magallanes partiera de nuevo hacia las estrellas. — Cuando me dijeron que se me necesitaba utilicé toda mi habilidad filosófica y dialéctica para demostrarles que estaban equivocados. Les dije que era demasiado viejo; que todo lo que yo sabía estaba almacenado en los bancos de memoria; que otros hombres lo harían mejor… todo excepto la auténtica razón. «Finalmente, Evelyn tomó la decisión por mí; es verdad, Mirissa, que en ciertos casos las mujeres sois mucho más fuertes que los hombres… Pero, ¿por qué te estoy contando esto a ti? «Su último mensaje decía: «Ellos te necesitan. Hemos pasado cuarenta años juntos… y ahora sólo queda un mes. Te dejo mi amor. No trates de encontrarme. « «Nunca sabré si vio el fin de la Tierra como yo lo vi… cuando abandonábamos el Sistema Solar. 25. Escorpio Había visto a Brant desnudo antes, cuando hicieron aquel memorable viaje en barca, pero nunca se había dado cuenta de los formidables músculos de aquel joven. Aunque Loren siempre había cuidado bien su cuerpo, había tenido pocas ocasiones de practicar algún deporte o ejercicio desde que dejaron la Tierra. Por el contrario, era probable que Brant realizase todos los días un ejercicio físico duro… y eso se notaba. Loren no tendría absolutamente ninguna posibilidad frente a él, a menos que pudiera valerse de una de las supuestas artes marciales de la antigua Tierra… ninguna de las cuales él conoció jamás. Todo aquello era absolutamente ridículo. Allá estaban sus colegas oficiales sonriendo estúpidamente. Y también el capitán Bey, sosteniendo un cronómetro. Y Mirissa, con una expresión que sólo podía calificarse de presumida. — dos.. uno… cero… ¡Ya! — dijo el capitán. Brant atacó como una cobra. Loren trató de evitar la embestida, pero descubrió horrorizado que no controlaba su cuerpo. El tiempo parecía discurrir más lentamente… Estaba a punto de perder no sólo a Mirissa, sino su propia virilidad… En este momento, afortunadamente, se había despertado, pero el sueño todavía le preocupaba. Sus orígenes eran obvios, pero ello no le tranquilizaba en lo más mínimo. Se preguntó si debía contárselo a Mirissa. Desde luego que nunca podría contárselo a Brant, que seguía siendo muy amable con él, pero cuya compañía encontraba ahora molesta. Sin embargo, hoy sí que se alegraba de verle; si estaba en lo cierto, se enfrentaban ahora con algo mucho más importante que sus asuntos personales. Estaba impaciente por ver la reacción que tendría Brant al ver el inesperado visitante que había llegado durante la noche. El canal de hormigón que llevaba el agua del mar a la planta congeladora tenía cien metros de largo y acababa en un estanque circular que contenía justo el agua suficiente para hacer un copo de nieve. Como el hielo puro era un material mediocre para la construcción, era preciso reforzarlo y las largas hebras de algas marinas de la Gran Pradera Oriental constituían un refuerzo conveniente y barato. El compuesto había sido apodado «hieligón» y estaba garantizado que no se desplazaría, como un glaciar, durante las semanas o meses de aceleración de la Magallanes. — Ahí está. Loren se hallaba junto a Brant Falconer al borde del estanque, mirando por una brecha de la enmarañada balsa de vegetación marina. La criatura que comía las algas estaba constituida según el mismo plan general que una langosta terrestre… pero tenía más del doble de la altura de un hombre. — ¿Habías visto algo así antes? — No — se apresuró a contestar Brant—, y no lo lamento. ¡Qué monstruo! ¿Cómo lo atrapasteis? — No lo hemos hecho. Ha venido nadando (o arrastrándose) hasta aquí desde el mar, siguiendo el canal. Luego ha encontrado las algas y ha decidido almorzar gratis. — No me extraña que tenga pinzas como ésas; estos tallos son muy duros. — Bueno, al menos es vegetariano. — No estoy seguro de querer comprobarlo. — Esperaba que pudieras contarnos algo sobre él. — Conocemos sólo una centésima parte de las criaturas del mar thalassano. Algún día construiremos submarinos de investigación y nos adentraremos en aguas profundas. Pero hay otras muchas prioridades, y no demasiada gente interesada. «Pronto lo estarán — pensó severamente Loren—. Veamos cuánto tarda Brant en darse cuenta…» — La Oficial Científico Varley ha estado revisando los archivos. Me ha dicho que había algo muy parecido a eso en la Tierra, hace millones de años. Los paleontólogos le dieron un buen nombre: escorpión de mar. Aquellos antiguos océanos debían de ser lugares muy emocionantes. — Es precisamente lo que a Kumar le gustaría cazar — dijo Brant—. ¿Qué vas a hacer con él? — Estudiarlo y dejarlo marchar. — Veo que ya le habéis puesto una etiqueta. «Así que Brant ya lo ha notado — pensó Loren—. Un tanto para él.» — No, no lo hemos hecho. Mira con más atención. Había una expresión confundida en el rostro de Brant cuando se arrodilló al borde del tanque. El escorpión gigante no le hizo ningún caso y siguió machacando las algas con sus formidables pinzas. Una de aquellas pinzas no era exactamente como la Naturaleza la había concebido. En la articulación de la pinza derecha tenía anudada una tira de alambre, como una especie de brazalete. Brant reconoció aquel alambre. Se quedó boquiabierto y, por unos momentos, no supo qué decir. — De modo que mis suposiciones eran ciertas — dijo Lorenson—. Ahora ya sabes qué pasó con tu trampa para peces. Creo que será mejor que hablemos de nuevo con la doctora Varley… y también con vuestros científicos, por supuesto. — Soy astrónomo — había protestado Anne Varley desde su despacho a bordo de la Magallanes —. Lo que necesitáis es una combinación de zoólogo, paleontólogo, etólogo… por no mencionar algunas disciplinas más. Pero he hecho todo lo que he podido por diseñar un programa de búsqueda, y encontraréis el resultado en el banco de memoria número dos, en el fichero titulado ESCORPIO. Ahora, lo único que tenéis que hacer es buscar eso… y buena suerte. A pesar de sus negativas, la doctora Varley había realizado su siempre eficaz trabajo de examinar el casi infinito almacén de datos de los principales bancos de memoria de la nave. Empezaba a entreverse un esquema; mientras tanto, la causa de toda esta atención todavía dormitaba tranquilamente en su tanque, sin prestar atención al continuo flujo de visitantes que iban a estudiarlo o, simplemente, a quedarse embobados. Pese a su terrorífico aspecto (aquellas pinzas tenían casi un metro de longitud y parecían capaces de cortarle la cabeza a un hombre de un limpio golpe), la criatura parecía totalmente pacífica. No hizo ningún esfuerzo por escapar, tal vez porque allí tenía una fuente de alimento tan abundante. En realidad todos creían que alguna sustancia química de las algas era la responsable de haberlo atraído hasta allí. Si podía nadar, no mostraba ningún interés por hacerlo, sino que se contentaba con arrastrarse sobre sus seis achaparradas patas. Su cuerpo, de cuatro metros de largo, estaba encajado en un exoesqueleto de vivos colores y articulado para darle una flexibilidad sorprendente. Otra característica destacable era la hilera de papilas, o pequeños tentáculos, que rodeaban su boca en forma de pico. Tenían un parecido asombroso, por no decir intranquilizador, con unos regordetes dedos humanos, y parecían igualmente hábiles. Aunque su función principal, era, al parecer, la de manipular su alimento, estaba claro que eran capaces de mucho más, y era fascinante ver cómo el escorpión los utilizaba en conjunción con sus pinzas. Sus dos pares de ojos (un par mayor, y destinado en apariencia para momentos de poca luz, ya que los mantenía cerrados durante el día) debían de ofrecerle también una visión excelente. En general, estaba soberbiamente equipado para examinar y manipular su medio ambiente: los requisitos básicos de la inteligencia. Sin embargo, nadie habría sospechado que hubiera inteligencia en una criatura tan fantástica, de no ser por el alambre enrollado adrede alrededor de su pinza derecha. Aquello, empero, no demostraba nada. Como indicaban los archivos, en la Tierra habían existido animales que recogían objetos extraños, a menudo fabricados por el hombre, y los usaban de maneras extraordinarias. De no haber estado profusamente documentada, nadie habría creído la manía del tilonorrinco australiano o de la rata norteamericana de coleccionar objetos coloreados o brillantes, e incluso colocarlos en formas artísticas. La Tierra había estado llena de tales misterios que jamás serian resueltos. Tal vez el escorpión thalassano estaba simplemente siguiendo la misma tradición inconsciente, y por motivos igualmente inescrutables. Había varias teorías. La más popular, porque era la que exigía menos a la mente del escorpión, decía que el brazalete de alambre era un mero adorno. Colocárselo debía de haber requerido cierta destreza, y el hecho de que pudiera haberlo hecho sin ayuda suscitaba muchas discusiones. Esa ayuda, por supuesto, podía haber sido humana. Tal vez el animal era la mascota fugitiva de un científico excéntrico, pero esto parecía muy improbable. Dado que en Thalassa todos se conocían, un secreto así no habría podido guardarse por mucho tiempo. Había otra teoría, la más inverosímil de todas… y, sin embargo, la que daba más que pensar. Quizás el brazalete era un distintivo de rango. 26. El ascenso del copo de nieve Era un trabajo altamente especializado, con largos períodos de aburrimiento, que dejaba mucho tiempo para pensar al teniente Owen Fletcher. Demasiado tiempo, en realidad. Él era un pescador, que podía tirar de una caña con un pez de seiscientas toneladas y de fuerza casi inimaginable. Una vez al día, la sonda cautiva autodirigida se sumergía dirigiéndose hacia Thalassa, devanando tras ella un cable a lo largo de una compleja curva de treinta mil kilómetros. Se colocaba automáticamente en la carga que esperaba abajo, y, cuando habían finalizado todas las comprobaciones, comenzaba el proceso de izado. Los momentos críticos se daban en la elevación, cuando el copo de nieve era extraído de la planta congeladora, y en la aproximación final a la Magallanes, cuando el enorme hexágono de hielo debía situarse a sólo un kilómetro de la nave. El izado empezaba a medianoche, y duraba, desde Tarna hasta la órbita estacionaria en la que se mantenía la Magallanes, algo menos de seis horas. Como la Magallanes se hallaba a la luz del día durante el encuentro y la unión, la primera prioridad era mantener el copo de nieve en la sombra, para que los fortísimos rayos del sol de Thalassa no derritieran en el espacio aquel precioso cargamento. Una vez estaba a salvo tras el gran escudo de radiación, las garras de los teleoperadores robotizados podían quitar la capa aislante que había protegido el hielo durante su ascenso hasta la órbita. A continuación había que retirar la plataforma de elevación para enviarla por otra carga. A veces, la enorme plancha de metal, de forma semejante a la tapa hexagonal de una cazuela diseñada por un cocinero excéntrico, se quedaba pegada al hielo y era preciso algo de calor, cuidadosamente regulado, para separarla. Por fin, el témpano de hielo, geométricamente perfecto, era suspendido, inmóvil, a cien metros de distancia de la Magallanes, y comenzaba la parte verdaderamente delicada. La combinación de seiscientas toneladas de masa con peso cero quedaba por completo fuera del alcance de la reacción instintiva humana; sólo las computadoras podían decidir qué impulsos eran necesarios, en qué dirección y en qué momentos, para colocar el iceberg artificial en la posición correcta. Sin embargo, existía siempre la posibilidad de una emergencia o de un problema inesperado que rebasara la capacidad del robot más inteligente; aunque Fletcher todavía no había tenido ocasión de intervenir, estaría preparado si llegaba ese momento. «Estoy ayudando a construir un gigantesco panal de hielo», se decía a sí mismo. La primera capa del panal estaba casi finalizada y quedaban otras dos. Salvo accidentes, el escudo estaría terminado al cabo de ciento cincuenta días. Se probaría a baja aceleración para comprobar que todos los bloques habían quedado adecuadamente fusionados, y entonces la Magallanes partiría para llevar a cabo la etapa final de su viaje a las estrellas. Fletcher seguía haciendo su trabajo concienzudamente… pero con el cerebro, no con el corazón. Este se había rendido ya ante Thalassa. Había nacido en Marte, y este mundo tenía todo aquello de lo que carecía su desértico planeta natal. Había visto desaparecer entre las llamas el trabajo de generaciones de antepasados suyos; ¿por qué empezar de nuevo dentro de varios siglos, en otro… cuando el paraíso estaba aquí? Y, por supuesto, una chica estaba esperándole allá abajo, en la Isla Sur… Casi tenía decidido que, cuando llegara el momento, abandonaría la nave. Los terrícolas podían seguir sin él para desplegar todas sus energías y habilidades, y quizá romper sus corazones y sus cuerpos sobre las duras rocas de Sagan Dos. Les deseaba suerte; su hogar estaba aquí una vez hubiera cumplido con su deber. Treinta mil kilómetros más abajo, Brant Falconer también había tomado una decisión crucial. — Me voy a la Isla Norte. Mirissa permaneció en silencio; luego, tras lo que a Brant le pareció muchísimo tiempo, preguntó: — ¿Por qué? No había sorpresa ni pena en su voz; «tanto ha cambiado todo», pensó él. Pero antes de que pudiera contestar, ella añadió: — Aquello no te gusta. — Puede que esté mejor que aquí… tal como van las cosas. Esto ya no es mi hogar. — Siempre será tu hogar. — No mientras la Magallanes esté todavía en órbita. Mirissa extendió la mano en la oscuridad hacia el extraño que se hallaba junto a ella. Al menos, él no se apartó. — Brant — dijo—, nunca quise que pasara esto. Y estoy segura de que tampoco lo ha querido Loren. — Eso no ayuda mucho, ¿no crees? Francamente, no puedo entender qué ves en él. Mirissa casi sonrió. Se preguntó cuántos hombres habrían dicho eso a cuántas mujeres en el transcurso de la historia humana. Y cuántas mujeres habían dicho: «¿Qué has visto en ella?» No había forma de contestar, por supuesto; incluso intentarlo sólo empeoraría las cosas. Sin embargo, a veces ella había intentado, para su propia satisfacción, distinguir qué era lo que les había unido a Loren y a ella desde el mismo momento en que habían clavado la mirada el uno en el otro. La mayor parte era la misteriosa química del amor, que escapaba al análisis racional, inexplicable para cualquiera que no compartiese la misma ilusión. Pero había otros elementos que podían ser identificados claramente y explicados en términos lógicos. Era útil saber lo que eran; algún día (demasiado pronto!) ese conocimiento podría ayudarles a afrontar el momento de la partida. En primer lugar, estaba el encanto trágico que rodeaba a todos los terrícolas; ella no subestimaba su importancia, pero Loren lo compartía con todos sus camaradas. ¿Qué tenía él que fuera tan especial y que no podía encontrar en Brant? Como amantes, había pocas diferencias entre ambos; tal vez Loren era más imaginativo y Brant más apasionado… aunque, ¿no se había vuelto un poco indiferente en las últimas semanas? Ella sería perfectamente feliz con cualquiera de los dos. No, no era eso… Puede que estuviese buscando un ingrediente que ni siquiera existía. No había un único elemento, sino toda una constelación de cualidades. Su instinto, por debajo del nivel del pensamiento consciente, había sumado los tantos del marcador; y Loren había conseguido unos pocos puntos de ventaja sobre Brant. Podía ser así de sencillo. Realmente, había algo en lo que Loren eclipsaba con mucho a Brant. Tenía iniciativa, ambición… esas cosas que eran tan raras en Thalassa. Indudablemente, había sido elegido por esas cualidades; las necesitaría en los próximos siglos. Brant carecía por completo de ambición, pero no le faltaba iniciativa; su todavía inacabado proyecto de trampa para peces era buena prueba de ello. Todo lo que él pedía del universo era que le proveyera de máquinas interesantes con las que jugar; a veces, Mirissa pensaba que la incluía a ella en esa categoría. Por el contrario, Loren estaba en la tradición de los grandes exploradores y aventureros. Ayudaría a hacer historia y no se limitaría a someterse a sus imperativos. Y sin embargo podía ser (no lo bastante a menudo, pero sí cada vez con mayor frecuencia) cálido y humano. Incluso mientras congelaba los mares de Thalassa, su propio corazón empezaba a deshelarse. — ¿Qué vas a hacer en la Isla Norte? — susurró Mirissa. Ya daban por segura la decisión de Brant. — Quieren que vaya a ayudarles a poner a punto el Calypso. Los norteños realmente no entienden el mar. Mirissa se sintió aliviada; Brant no iba simplemente a huir: tenía trabajo que hacer. Trabajo que le ayudaría a olvidar… hasta que, quizá, llegara el momento de volver a recordar. 27. Espejo del pasado Moses Kaldor sostuvo el módulo cerca de la luz, atisbando en su interior como si pudiese leer su contenido. — Siempre me parecerá un milagro poder sostener un millón de libros entre el pulgar y el índice — dijo—. Me pregunto qué habrían pensado Caxton y Gutenberg. — ¿Quiénes? — preguntó Mirissa. — Los hombres que enseñaron a leer a la raza humana. Pero hemos de pagar un precio por nuestro ingenio. A veces tengo una pequeña pesadilla: me imagino que uno de estos módulos contiene alguna pieza de información absolutamente vital (digamos, la cura de una enfermedad atroz), pero se ha perdido la clave. Está en una de estos miles de millones de páginas, pero no sabemos en cuál. ¡Qué frustrante sería tener la respuesta en la palma de la mano y no ser capaz de encontrarla! — No veo cuál es el problema — dijo la secretaria del capitán. Como experta en almacenamiento y recuperación de información, Joan LeRoy había ayudado en las transferencias entre los Archivos de Thalassa y la nave—. Conocerás las palabras clave; lo único que tienes que hacer es diseñar un programa de búsqueda. En pocos segundos pueden comprobarse incluso mil millones de páginas. — Has echado a perder mi pesadilla — suspiró Kaldor. Luego se animó—. Pero a menudo ni siquiera sabes las palabras clave. ¿Cuántas veces te has topado con algo que no sabías que necesitabas… hasta que lo has encontrado? — Entonces es que estás pésimamente organizado — dijo la teniente LeRoy. Ellos disfrutaban con estos pequeños combates irónicos, y Mirissa no siempre estaba segura de cuándo tomarlos en serio. Joan y Moses no trataban de excluirla deliberadamente de sus conversaciones, pero sus mundos de experiencia eran tan sumamente distintos del de ella, que a veces creía que estaba escuchando un diálogo en una lengua desconocida. — Sea como sea, eso completa el Índice Principal. Cada uno sabe lo que tiene el otro; ahora sólo (¡sólo!) tenemos que decidir qué nos gustaría transferir. Puede ser poco conveniente, por no decir caro, cuando nos separen setenta y cinco años luz. — Esto me recuerda algo — dijo Mirissa—. Creo que no debería decíroslo, pero la semana pasada estuvo aquí una delegación de la Isla Norte. El presidente de la Academia de Ciencias y un par de físicos. — Deja que lo adivine. La propulsión cuántica. — Exacto. — ¿Cómo reaccionaron? — Parecían satisfechos, y sorprendidos, de que realmente estuviera ahí. Naturalmente, hicieron una copia. — Les deseo buena suerte; la necesitarán. Y podrías decirles esto: en una ocasión, alguien dijo que el propósito auténtico de la PC no es algo tan trivial como la exploración del universo. Algún día, necesitaremos sus energías para detener el colapso del cosmos en el agujero negro primordial… y para iniciar el siguiente ciclo de existencia. Hubo un tremendo silencio; luego, Joan LeRoy rompió el encantamiento. — Eso no sucederá durante esta administración. Volvamos al trabajo. Aún tenemos megabytes que recorrer antes de que podamos dormir.[2 - We still have megabytes to go before sleep.Stopping by woods on a Shrowy Evening.Cita muy libre de los últimos versos del famoso poema de Robert Trost] No todo era trabajo, y había momentos en que Kaldor no tenía más remedio que marcharse de la sección de biblioteca del Primer Aterrizaje para relajarse. Entonces, deambulaba por la galería de arte, seguía la visita guiada por ordenador a la Nave Madre (nunca seguía la misma ruta dos veces: trataba de cubrir tanto terreno como le fuera posible). No dejaba que el museo le transportara hacia atrás en el tiempo. Había siempre una larga fila de visitantes (la mayor parte estudiantes, o niños con sus padres) en las exposiciones de Terrama. A veces, Moses Kaldor se sentía algo culpable de usar su situación privilegiada para pasar al primer lugar de la cola. Se consolaba con el pensamiento de que los thalassanos tenían toda la vida para disfrutar de estos panoramas del mundo que nunca conocieron; él sólo disponía de unos meses para revisar su hogar perdido. Encontró muy difícil convencer a sus nuevos amigos de que Moses Kaldor no había estado jamás en los lugares que veían a veces juntos. Todo lo que veían estaba, como mínimo, a ochocientos años de su propio pasado, puesto que la Nave Madre había salido de la Tierra en 2751 y él había nacido en 3541. Sin embargo, de vez en cuando se sorprendía al reconocer algo, y algún recuerdo volvía con fuerza casi insoportable. La representación «Terraza de Café» era la más extraña y la más evocadora. Él se sentaba a una mesa pequeña, bajo un toldo y bebía vino o café mientras la vida de una ciudad desfilaba frente a él. En tanto siguiera sentado a la mesa, no había forma alguna de que sus sentidos pudieran distinguir entre la representación y la realidad. En microcosmos, las grandes ciudades de la Tierra eran devueltas a la vida. Roma, París, Londres, Nueva York… En verano e invierno, de noche y de día, veía cómo iban a sus asuntos los turistas y los hombres de negocios, los estudiantes y los enamorados. Frecuentemente, al darse cuenta de que les estaban filmando, le sonreían a través de los siglos, y era imposible no corresponderles. Otros panoramas no mostraban seres humanos, ni siquiera alguno de los productos del hombre. Moses Kaldor volvía a mirar, como había hecho en aquella otra vida, el humo descendente de las Cataratas Victoria, la luna alzándose sobre el Gran Cañón, las nieves del Himalaya o las montañas de hielo de la Antártida. A diferencia de las vistas de ciudades, estas cosas no habían cambiado en el millar de años transcurrido desde que fueron filmadas. Y aunque habían existido desde mucho antes que el hombre, no le habían sobrevivido. 28. El bosque sumergido El escorpio parecía no tener prisa; le costó unos pausados diez días viajar cincuenta kilómetros. Un hecho curioso fue revelado rápidamente por la radio sonar que había sido incorporada, no sin dificultades, al caparazón del enojado bicho. El camino que siguió a lo largo del lecho marino era totalmente recto, como si supiera con precisión a dónde iba. Cualquiera que fuese su punto de destino, parecía que lo había encontrado a una profundidad de doscientos cincuenta metros. Después siguió moviéndose, pero dentro de un área muy limitada. Esto continuó durante dos días más; luego, las señales del rastreador ultrasónico se detuvieron de súbito en mitad de una pulsación. Que el escorpio había sido devorado por algo aún más grande y desagradable que él era una explicación demasiado ingenua. El rastreador se encontraba dentro de un cilindro de metal resistente; cualquier disposición concebible de dientes, pinzas o tentáculos precisaría varios minutos (como mínimo) para destruirlo, y continuaría funcionando perfectamente en el interior de cualquier criatura que se lo hubiera tragado entero. Esto dejaba sólo dos posibilidades, y la primera fue rechazada con indignación por los miembros del Laboratorio Submarino de la Isla del Norte. — Cada componente por separado tenía un auxiliar — dijo el director—. Lo que es más, hubo una pulsación de diagnóstico sólo dos segundos antes; todo era normal. De modo que no puede haber sido un fallo del equipo. Eso dejaba únicamente la explicación imposible. El rastreador había sido desconectado. Y para hacerlo, era necesario quitar una barra de seguridad. No podía ocurrir por accidente; sólo una rara intromisión… o un acto deliberado. El Calypso, de casco gemelo de veinte metros de longitud, no era simplemente el barco más grande de Thalassa, sino también el único especializado en investigaciones oceanográficas. Normalmente, tenía la base en la Isla Norte y a Loren le divertían las burlas bienintencionadas entre su tripulación científica y sus pasajeros tarneses, a los que fingían tratar como ignorantes pescadores. Por su parte, los de la Isla Sur no perdían ninguna oportunidad de alardear ante los norteños de que ellos eran los que habían descubierto los escorpios. Loren no les recordó que esto no era exactamente lo que había ocurrido. Volver a ver a Brant fue una leve sorpresa, aunque Loren debía de haberlo esperado, dado que aquél era responsable en parte del nuevo equipo del Calypso. Se saludaron con fría cortesía, sin hacer caso de las miradas curiosas o divertidas de los demás pasajeros. Había pocos secretos en Thalassa; para entonces, ya todos sabían quién ocupaba la principal habitación de invitados de la casa de los Leonidas. El pequeño trineo submarino situado sobre la cubierta de popa habría resultado familiar para casi cualquier oceanógrafo de los últimos dos mil años. Su armazón llevaba tres cámaras de televisión, una bolsa hecha de alambre para guardar muestras recogidas por el brazo dirigido por control remoto, y una disposición de propulsores marinos que le permitían moverse en cualquier dirección. Una vez sumergido por un lado, el robot explorador podía enviar sus imágenes e información a través de un cable de fibra óptica no mucho más grueso que la mina de un lápiz. La tecnología era de varios siglos atrás… y todavía perfectamente adecuada. Al fin, la línea de la costa había desaparecido y, por primera vez, Loren se encontró rodeado por completo de agua. Recordó su angustia durante aquel primer viaje con Brant y Kumar cuando se alejaron apenas un kilómetro de la playa. En esta ocasión le agradó descubrir que se sentía un poco más tranquilo a pesar de la presencia de su rival. Tal vez se debía a que estaba en una embarcación mucho más grande… — Es extraño — dijo Brant—, nunca he visto algas tan al oeste. Al principio, Loren no veía nada; luego notó la mancha oscura enfrente, bajo el agua. Pocos minutos después, el barco avanzaba con precaución a través de una masa suelta de vegetación flotante; el capitán redujo la velocidad. — De todos modos ya casi estábamos — dijo—. No tiene sentido atascar las válvulas con esas cosas. ¿Verdad, Brant? Brant ajustó el cursor en la pantalla e hizo una lectura. — Sí… Estamos a sólo cincuenta metros del lugar en que perdimos el rastreador. Profundidad: doscientos diez. Lancemos el pescado por la borda. — Espera un momento — dijo uno de los científicos norteños—. Hemos empleado mucho tiempo y dinero en esa máquina, y es única en el mundo. ¿Y si se queda enredada en esas malditas algas? Hubo un silencio pensativo; luego Kumar, que había permanecido sorprendentemente callado (quizás abrumado por el elevado talento de la gente de la Isla Norte) intervino con voz insegura. — Tiene un aspecto mucho peor desde aquí. Diez metros más abajo casi no hay hojas; sólo los grandes tallos, con mucho espacio entre ellos. Es como un bosque. «Sí —pensó Loren—, un bosque submarino, con peces que nadan entre los troncos delgados y sinuosos.» Mientras los demás científicos observaban la pantalla de vídeo principal y los numerosos despliegues de aparatos, él se había puesto unas gafas submarinas de visión completa, excluyendo de su campo de visión todo menos la imagen que tenía enfrente el robot que iba descendiendo poco a poco. Psicológicamente, ya no estaba a bordo del Calypso; las voces de sus compañeros parecían venir de otro mundo que nada tenía que ver con él. Era un explorador que entraba en un universo extraño, sin saber lo que podía encontrar. Era un universo restringido, casi monocromático; los únicos colores eran azules y verdes claros, y el límite de visión se hallaba a menos de treinta metros. En cualquier momento podía ver una docena de troncos delgados, sostenidos con intervalos regulares por las vejigas llenas de gases que les daban consistencia, surgiendo de las lóbregas profundidades y desapareciendo arriba, en el luminoso «cielo». A veces, le parecía que estaba caminando por un bosquecillo de árboles en un día gris y nublado; luego, un banco de veloces peces destruía esa ilusión. — Doscientos cincuenta metros — oyó decir a alguien—. Deberíamos ver pronto el fondo. ¿Utilizamos las luces? La calidad de la imagen se está deteriorando. Loren apenas había notado ningún cambio, porque los controles automáticos habían mantenido la brillantez de la imagen. Sin embargo, comprendió que, a esa profundidad, se tenía que estar casi completamente a oscuras; un ojo humano habría sido prácticamente inútil. — No; no queremos perturbar nada hasta que tengamos que hacerlo. Mientras funcione la cámara, seguiremos con la luz disponible. — ¡Allí está el fondo! Rocoso en su mayor parte… no mucha arena. — Por supuesto. El Macrosystis thalassi necesita rocas a las que adherirse; no es como el Sargassum que flota libremente. Loren vio lo que quería decir el que hablaba. Los delgados troncos acababan en una red de raíces, que se agarraban a los afloramientos rocosos con tanta firmeza que ninguna tormenta ni corriente superficial podría desplazarlos. La analogía con un bosque en tierra firme era aún más aproximada de lo que él creía. Con mucha cautela, el robot investigador se abría camino por el bosque submarino, desplegando el cable tras de sí. Parecía no haber ningún riesgo de que quedara enredado en los troncos serpenteantes que se alzaban hasta la invisible superficie, puesto que había espacio más que suficiente entre las plantas gigantes. De hecho, podrían haber estado deliberadamente… Los científicos que miraban la pantalla del monitor comprendieron la increíble verdad apenas unos segundos después que Loren. — ¡Krakan! — murmuró uno de ellos—. Eso no es un bosque natural… ¡Es… una plantación! 29. Sabra Se llamaban a sí mismos sabras, como los pioneros que, un milenio y medio atrás, habían sometido un desierto igualmente hostil en la Tierra. Los sabras marcianos habían tenido suerte en un aspecto; no tenían enemigos humanos que se les opusieran: sólo el terrible clima, la atmósfera apenas perceptible, las tormentas de arena planetarias. Habían vencido a todas aquellas desventajas; les enorgullecía decir que no se habían limitado a sobrevivir: habían perdurado. Aquella cita era sólo una de las incontables cosas que habían cogido prestadas de la Tierra, y cuya orgullosa independencia raras veces les permitía reconocer. Durante más de mil años, habían vivido bajo la sombra de una ilusión… casi una religión. Y, como cualquier religión, había jugado un papel esencial en su sociedad; les había dado unos objetivos más allá de ellos mismos, y un propósito para sus vidas. Hasta que los cálculos probaron lo contrario, creían, o al menos esperaban, que Marte podría escapar al destino fatal de la Tierra. Sería por muy poco, desde luego; la distancia de más reduciría simplemente la radiación a un cincuenta por ciento. Pero podía ser suficiente. Protegidos por los kilómetros del viejo hielo de los Polos, tal vez los marcianos pudieran sobrevivir allí donde los hombres no podían. Existía incluso una fantasía, aunque sólo unos pocos románticos creían realmente en ella, de que al derretirse los casquetes polares se recuperarían los perdidos océanos del planeta. Y entonces, tal vez, la atmósfera se haría lo bastante densa para que los hombres pudieran moverse libremente al aire libre, con un sencillo equipo para respirar y para proporcionar aislamiento térmico. Estas esperanzas tardaron en morir, y fueron liquidadas finalmente por implacables ecuaciones. Fuera cual fuese la habilidad o el esfuerzo, no permitiría la salvación de los Sabras. Ellos también perecerían con el planeta madre, cuya suavidad frecuentemente aparentaban desdeñar. Ahora, debajo de la Magallanes, se extendía un planeta que era el epítome de todas las esperanzas y sueños de las últimas generaciones de colonizadores marcianos. Mientras Owen Fletcher observaba los inacabables océanos de Thalassa, un pensamiento seguía martilleando su cerebro. Según las sondas estelares, Sagan Dos era muy parecido a Marte… y ésa era la verdadera razón de que él y sus compatriotas hubieran sido elegidos para este viaje. Pero, ¿por qué reemprender una batalla dentro de trescientos años y a setenta y cinco años luz de distancia, cuando la Victoria estaba ya aquí y ahora? Fletcher ya no pensaba simplemente en desertar; eso significaría dejar demasiadas cosas detrás. Sería bastante fácil esconderse en Thalassa; pero, ¿cómo se sentiría cuando se marchase la Magallanes con los últimos amigos y colegas de su juventud? Doce sabras seguían en hibernación. De los cinco despiertos, ya había sondeado con precaución a dos y había recibido una respuesta favorable. Y si los otros dos estaban también de acuerdo con él, sabía que podían hablar en nombre de los doce que aún dormían. La Magallanes debía terminar su viaje aquí en Thalassa. 30. Hijo de Krakan Se conversaba poco a bordo del Calypso mientras el barco volvía a Tarna a unos modestos veinte klicks; sus pasajeros permanecían sumidos en sus pensamientos, calibrando las implicaciones de aquellas imágenes del lecho marino. Y Loren estaba apartado del mundo exterior; había conservado puestas las gafas submarinas y estaba repasando la exploración del bosques submarino hecha por el trineo sumergible. Prolongando su cable como una araña mecánica, el robot se había movido lentamente por entre los grandes troncos que parecían delgados a causa de su enorme longitud, pero que en realidad eran más gruesos que el cuerpo de un hombre. Ahora era obvio que estaban dispuestos en filas y columnas regulares, de forma que nadie se sorprendió cuando llegaron a un límite claramente definido. Y allí, atareados en su campamento situado en plena selva, estaban los escorpios. Fue acertado no encender los focos; las criaturas no notaron para nada la presencia del silencioso observador que flotaba en la cercana oscuridad a sólo unos pocos metros por encima de ellos. Loren había visto vídeos de hormigas, abejas y termitas, y la forma de comportarse que tenían los escorpios le recordó a éstas. A primera vista era imposible creer que una organización tan intrincada pudiera existir sin una inteligencia que lo controlase todo, y, sin embargo, su conducta podía ser totalmente automática, como en el caso de los insectos sociales de la Tierra. Algunos escorpios cuidaban los grandes troncos que se elevaban hacia la superficie para recoger los rayos del invisible sol; otros corrían por el lecho marino acarreando rocas, hojas… y sí, también primitivas, pero inconfundibles redes y cestas. Así que los escorpios sabían fabricar herramientas; pero aun eso no probaba su inteligencia. Algunos nidos de pájaros estaban hechos de manera mucho más cuidadosa que esos artefactos de aspecto más bien burdo, construido aparentemente con tallos y frondas de las omnipresentes algas. «Me siento como un visitante del espacio, situado sobre una aldea de la Edad de Piedra en la Tierra, en el momento en que el hombre descubría la agricultura», pensó Loren. ¿Ese ser (o esa cosa) podría haber deducido la existencia de inteligencia humana después de un examen semejante? ¿O el veredicto habría sido: conducta puramente instintiva? La sonda se había adentrado tanto en el claro, que el bosque circundante ya no era visible, aunque los troncos más próximos no podían estar a más de cincuenta metros. Fue entonces cuando un norteño ingenioso pronunció el nombre que sería inevitable en lo sucesivo, incluso en los informes científicos: «La Zona Céntrica de Escorpia.» Parecía ser, a falta de términos mejores, un área residencial y comercial. Una zona rocosa, de unos cinco metros de altura, serpenteaba a través del claro, y su fachada estaba horadada por numerosos agujeros oscuros apenas lo bastante anchos para admitir un escorpio. Aunque estas pequeñas cuevas estaban distribuidas de forma irregular, eran de un tamaño tan uniforme que difícilmente podían ser naturales, y el efecto total era el de un edificio de apartamentos diseñado por un arquitecto excéntrico. Los escorpios iban y venían por las entradas; «como oficinistas de una de las antiguas ciudades, antes de la era de las telecomunicaciones», pensó Loren. Sus actividades le resultaban tan absurdas como, probablemente, lo habrían sido para ellos el comercio de los humanos. — ¡Vaya! — Exclamó uno de los otros observadores del Calypso —. ¿Qué es eso? En el extremo de la derecha… ¿Puede aproximarse? La interrupción procedente del exterior de su esfera de consciencia le sobresaltó, y arrastró momentáneamente a Loren del lecho marino al mundo de la superficie otra vez. Su visión panorámica se inclinó abruptamente con el cambio de actitud de la sonda. Ahora volvía a estar nivelada y se dirigía lentamente hacia una pirámide rocosa aislada, que tenía unos diez metros de altura — a juzgar por el tamaño de los dos escorpios que estaban en su base — y estaba horadada con una única entrada a una cueva. Loren no notó nada inusual en ello; poco a poco se fue dando cuenta de ciertas anomalías: elementos discordantes que no terminaban de encajar en el ahora familiar escenario de Escorpia. Todos los demás escorpios habían estado muy ocupados correteando, pero estos dos se encontraban inmóviles, excepto por el continuo balanceo de sus cabezas, adelante y atrás. Y había algo más. Estos escorpios eran grandes. Era difícil juzgar así las escalas y, hasta que varios de los animales se cruzaron velozmente, Loren no estuvo seguro de que este par era casi un cincuenta por ciento más voluminoso que la media. — ¿Qué están haciendo? — susurró alguien. — Ya te lo diré —respondió otra voz—. Son guardias… Centinelas. Una vez dicho esto, la conclusión era tan obvia que nadie lo dudó. — Pero, ¿qué están custodiando? — ¿La reina, si es que tienen? ¿El Primer Banco de Escorpia? — ¿Cómo podemos descubrirlo? El trineo es demasiado grande para entrar… aunque nos dejaran intentarlo. Fue en este punto cuando la discusión se volvió académica. El robot sonda había girado para situarse a menos de diez metros de la cima de la pirámide, y el operador mandó una breve ráfaga con uno de los propulsores de control para detener su descenso. El sonido, o la vibración, debió de alertar a los centinelas. Ambos se volvieron al mismo tiempo y Loren tuvo una súbita visión terrorífica de ojos agrupados, papilas ondulantes y pinzas gigantescas. «Me alegro de no estar realmente allí, aunque lo parezca — se dijo—. Y es una suerte que no sepan nadar.» Pero si bien no sabían nadar, sí sabían trepar. Con velocidad asombrosa, los escorpios escalaron la pared de la pirámide y en pocos segundos llegaron a su cumbre, a sólo unos pocos metros debajo del trineo. — Larguémonos de aquí antes de que salten — dijo el operador—. Esas pinzas podrían cortar nuestro cable como si fuera un pedazo de algodón. Era demasiado tarde. Un escorpio saltó desde la roca, y segundos después su garra atrapaba uno de los patines del tren del trineo. Los reflejos humanos del operador fueron igualmente veloces y controlaban una tecnología superior. En el mismo instante conectó la marcha atrás completa e hizo girar el brazo del robot hacia abajo para atacar. Y, lo que fue quizá más decisivo, encendió los focos. El escorpio debió de quedar completamente cegado. Sus pinzas se abrieron en un gesto casi humano de estupefacción y cayó al lecho marino antes de que la mano mecánica del robot pudiera entregarse al combate. Durante una fracción de segundo, Loren también quedó ciego ya que sus gafas submarinas ennegrecieron. Luego, los circuitos automáticos de la cámara se ajustaron al aumento de nivel de luz, y tuvo un primer plano asombrosamente claro del confundido escorpio justo antes de que desapareciera de su campo de visión. De algún modo, no le sorprendió en lo más mínimo ver que llevaba dos bandas de metal debajo de su garra derecha. Mientras el Calypso volvía a Tarna, Loren repasó esta escena final, y sus sentidos estaban aún tan concentrados en el mundo submarino, que no llegó a sentir la suave onda de choque mientras ésta pasaba junto al barco. Pero luego se dio cuenta de los gritos y la confusión que le rodeaban y sintió que la cubierta escoraba al cambiar bruscamente de rumbo el Calypso. Se quitó las gafas submarinas y parpadeó bajo la brillante luz del sol. Por un momento permaneció totalmente ciego; luego, mientras sus ojos se ajustaban a la luminosidad, vio que estaban a sólo unos centenares de metros de la costa bordeada de palmeras de la Isla Sur. «Hemos chocado contra un arrecife — pensó—Brant no oirá nunca el final de este… « Y entonces vio algo que se elevaba por el horizonte del este, algo que nunca habría soñado que presenciaría en la pacífica Thalassa. Era la nube en forma de hongo que había perseguido como una pesadilla a los hombres durante dos mil años. ¿Qué estaba haciendo Brant? En teoría, debía dirigirse a tierra; en cambio, hacía virar el Calypso en el círculo de giro más pequeño posible, dirigiéndose hacia alta mar. Pero parecía haber tomado el mando, mientras todos los demás que se hallaban en cubierta miraban con la boca abierta hacia el este. — ¡Krakan! — susurró uno de los científicos norteños, y, por un momento, Loren pensó que estaba utilizando meramente la manida palabra thalassana. Luego comprendió, y un profundo sentimiento de alivio le inundó. Duró muy poco tiempo. — No — dijo Kumar, con aspecto más alarmado de lo que Loren habría creído posible—. Krakan, no: mucho más cerca. El Hijo de Krakan. La radio del barco emitía ahora continuos pitidos de alarma, entre los que se intercalaban solemnes mensajes de aviso. Loren no tuvo tiempo de captar ninguno de ellos cuando vio que algo muy extraño ocurría en el horizonte. No estaba donde tenía que estar. Todo esto era muy confuso; la mitad de su mente continuaba abajo, con los escorpios, e incluso ahora tenía que parpadear ante la luminosidad del mar y del cielo. Tal vez le ocurría algo a su vista. Aunque estaba completamente seguro de que el Calypso tenía la quilla equilibrada, sus ojos le decían que caía en picado. No; era el mar que se elevaba, con un rugido que acallaba todos los demás sonidos. No se atrevió a calcular la altura de la ola que descendía sobre ellos; ahora entendía por qué Brant se dirigía a alta mar, lejos de las mortales profundidades contra las que el tsunami estaba a punto de descargar su furia. Una mano gigante cogió el Calypso y levantó su proa hasta el cenit. Loren empezó a resbalar por la cubierta sin poder evitarlo; trató de agarrarse a un montante, falló y se encontró en el agua. «Recuerda tu entrenamiento para emergencias — se dijo con rabia—. En el mar o en el espacio, el principio siempre es el mismo. El mayor peligro es el pánico, así que mantén la cabeza…» No había riesgo de ahogarse; el chaleco salvavidas se encargaría de ello. Pero, ¿dónde estaba la palanca para hincharlo? Sus dedos buscaron furiosamente por la cincha de la cintura, y a pesar de toda su resolución, sintió un breve y gélido escalofrío antes de encontrar la barra de metal. Esta se movió con facilidad y, con gran alivio, Loren notó que la chaqueta se expandía a su alrededor, envolviéndole en un abrazo de bienvenida. Ahora, el único peligro real podía venir del propio Calypso, si chocaba contra su cabeza. ¿Dónde estaba? Demasiado cerca de él para sentirse tranquilo, en aquellas aguas enfurecidas y con parte de las cubiertas flotando en el mar. Increíblemente, la mayor parte de la tripulación parecía estar todavía a bordo. Ahora le señalaban a él y alguien se estaba preparando para lanzar un salvavidas. El agua estaba llena de desechos flotantes: sillas, cajas, piezas del equipo… y allá estaba el trineo, hundiéndose lentamente mientras desprendía burbujas por un tanque de flotación averiado. «Espero que puedan recuperarlo — pensó Loren—. Si no, éste será un viaje muy caro; y puede que pase mucho tiempo antes de que podamos volver a estudiar los escorpios.» Se sintió bastante orgulloso de sí mismo por evaluar la situación de forma tan calmada, dadas las circunstancias. Algo le rozó la pierna derecha; siguiendo un reflejo automático, trató de apartarlo de una patada. Aunque le mordía la carne de forma inquietante, se sentía más irritado que alarmado. Estaba a salvo y a flote, y, una vez pasada la ola gigantesca, nada podía ya dañarle. Volvió a dar una patada, con más cautela. Mientras lo hacía sintió que algo se le enredaba en la otra pierna. Y ahora ya no era una caricia indeterminada; pese al chaleco salvavidas que le permitía flotar, algo le tiraba hacia el fondo. Fue entonces cuando Loren Lorenson sintió el primer momento de pánico auténtico, ya que recordó de repente los acechantes tentáculos del gran pólipo. Sin embargo, éstos debían de ser suaves y carnosos…obviamente, esto era algún alambre o cable. Claro…era el cordón umbilical del trineo que se hundía. Tal vez todavía podría haberse desenredado de no haber tragado agua de una ola inesperada. Ahogándose y tosiendo, trató de aclararse los pulmones, dándole patadas al cable al mismo tiempo. Y luego la frontera vital entre aire y agua (entre vida y muerte) estaba a menos de un metro por encima de su cabeza; pero no había forma de que pudiera alcanzarla. En un momento semejante, un hombre no piensa en nada más que su propia supervivencia. No hubo imágenes retrospectivas, ni arrepentimiento de su vida pasada… ni siquiera un fugaz recuerdo de Mirissa. Cuando comprendió que todo había acabado, no sintió miedo. Su último pensamiento consciente fue de pura ira, por haber viajado cincuenta años luz sólo para encontrar un final tan trivial y tan poco heroico. Así que Loren Lorenson murió por segunda vez en los cálidos bajíos del mar thalassano. No había aprendido con la experiencia; la primera muerte había sido mucho más sencilla doscientos años atrás. V. EL SÍNDROME DE LA «BOUNTY» 31. Petición Aunque el capitán Sirdar Bey habría negado tener siquiera un miligramo de superstición en su cuerpo, siempre empezaba a preocuparse cuando las cosas iban bien. Hasta entonces, Thalassa había sido un lugar demasiado bueno para ser cierto; todo se había desarrollado de acuerdo con el plan más optimista. El escudo se estaba construyendo en los plazos previstos, y no había absolutamente ningún problema del que mereciera la pena hablar. Pero ahora, en espacio de veinticuatro horas… Podía haber sido mucho peor, desde luego. El comandante en jefe Lorenson había tenido mucha, mucha suerte… gracias a ese chico, tendrían que hacer algo por él. Según los médicos, había estado tremendamente cerca. Unos minutos más, y el daño en el cerebro habría sido irreversible. Irritado por dejar que su atención se distrajera de problema inmediato, el capitán releyó el mensaje que ya sabía de memoria: EMISORA DE LA NAVE: SIN FECHA NI HORA A: EL CAPITÁN DE: ANÓNIMO Señor: algunos de nosotros deseamos hacerle la siguiente propuesta, que le presentamos para que la someta a profunda reflexión. Sugerimos que nuestra misión quede finalizada en Thalassa. Todos sus objetivos serán realizados sin los riesgos adicionales que implica la reanudación del viaje a Sagan Dos. Somos absolutamente conscientes de que esto provocará problemas con la población nativa, pero creemos que pueden solucionarse con la tecnología que poseemos: en concreto, el uso de ingeniería tectónica para incrementar el área de tierra habitable. De acuerdo con las Ordenanzas, Sección 14, Párrafo 24 (a), pedimos, con todos los respetos, que sea convocado el Consejo de la Nave para discutir esta cuestión en el plazo más breve posible. — Bien. ¿Comandante Malina? ¿Embajador Kaldor? ¿Algún comentario? Los dos invitados de la habitación privada del capitán, espaciosa pero amueblada con sencillez, se miraron simultáneamente. Entonces Kaldor hizo un signo afirmativo casi imperceptible al segundo comandante, y confirmó su renuncia a la prioridad bebiendo otro sorbo lento y deliberado del excelente vino thalassano que les habían proporcionado sus anfitriones. El segundo comandante Malina, que parecía estar más cómodo entre máquinas que entre personas, miró el impreso con tristeza. — Al menos, es muy cortés. — Faltaría más — dijo el capitán Bey con impaciencia—. ¿Tiene la menor idea de quién podría haberlo enviado? — En absoluto. A excepción de nosotros tres, me temo que tenemos 158 sospechosos. — 157 —intervino Kaldor—. El comandante en jefe Lorenson tiene una coartada excelente. Estaba muerto en aquellos momentos. — Eso no estrecha mucho el círculo — dijo el capitán, esbozando una débil sonrisa—. ¿Tiene usted alguna teoría, doctor? «Claro que sí —pensó Kaldor—. He vivido en Marte durante dos de sus largos años; apostaría por los sabras. Pero es sólo una corazonada, y puedo estar equivocado…» — Aún no, capitán. Pero mantendré los ojos abiertos. Si descubro algo, le informaré… en lo posible. Los dos oficiales le entendieron a la perfección. En su papel de consejero, Moses Kaldor no era responsable ni siquiera ante el capitán. A bordo de la Magallanes era lo más parecido a un padre confesor. — Supongo, doctor Kaldor, que me lo hará saber…si descubre alguna información que pueda poner en peligro esta misión. Kaldor vaciló, y luego movió ligeramente la cabeza en señal afirmativa. Esperaba no encontrarse en el tradicional dilema del sacerdote que recibía la confesión de un asesino…que todavía estaba planeando su crimen. «No estoy recibiendo mucha ayuda — pensó amargamente el capitán—. Pero tengo absoluta confianza en estas dos personas y necesito a alguien en quien confiar. Aun cuando la decisión final deba ser mía… « — La primera pregunta es: ¿debo responder a este mensaje o hacerle caso omiso? Ambos gestos podrían ser arriesgados. Si es sólo una sugerencia aislada (puede que de un único individuo y escrita en un momento de trastorno psicológico), podría ser poco inteligente tomárselo demasiado en serio. Pero si viene de un grupo determinado, entonces quizás un diálogo pueda ayudar. Podría aliviar la situación. También podría identificar a los implicados. «Y, ¿qué se hace entonces? ¿Ponerles grilletes?», se preguntó el capitán. — Creo que debería hablar con ellos — dijo Kaldor—. Los problemas rara vez desaparecen al no hacerles caso. — Estoy de acuerdo — dijo el segundo comandante Malina—. Pero estoy seguro de que no es nadie de las tripulaciones de Propulsión ni de Energía. Los conozco a todos desde que se graduaron… o de antes. «Podrías llevarte una sorpresa. ¿Quién conoce de verdad a alguien?», pensó Kaldor. — Muy bien — dijo el capitán, poniéndose en pie—. Eso es lo que ya había decidido. Y, por si acaso, creo que será mejor que repase algo de historia. Recuerdo que Magallanes tuvo algunos problemas con su tripulación. — Desde luego que los tuvo — contestó Kaldor—. Pero confío en que usted no tenga que abandonar a nadie en una isla desierta. «O ahorcar a uno de sus capitanes», añadió para sí; no habría sido muy oportuno mencionar ese fragmento de historia en particular. Y habría sido aún peor recordarle al capitán Bey (¡aunque, sin duda, no podía haberlo olvidado!) que el gran navegante había sido asesinado antes de que pudiera completar su misión. 32. Clínica En esta ocasión, el retorno a la vida no había sido preparado tan cuidadosamente por adelantado. El segundo despertar de Loren Lorenson no fue tan confortable como el primero; de hecho, fue tan desagradable que a veces deseaba haber permanecido hundido en el olvido. Cuando recuperó una semiinconsciencia, lo lamentó rápidamente. Tenía tubos que le penetraban en la garganta y alambres unidos a los brazos y las piernas. ¡Alambres! Sintió un pánico repentino al recordar aquellos tirones mortales que le llevaban al fondo; luego controló sus emociones. Ahora tenía otra cosa por la que preocuparse. Parecía que no estaba respirando; no podía detectar ningún movimiento de su diafragma. «¡Qué extraño…! Oh, supongo que han desviado el aire de los pulmones…» Sus monitores debieron de alertar a una enfermera, porque de repente sonó una suave voz en su oído y sintió que una sombra caía sobre sus párpados, los cuales se sentía demasiado cansado para levantar. — Lo está haciendo muy bien, señor Lorenson. No tiene por qué preocuparse. Podrá levantarse dentro de pocos días. No, no intente hablar. «No tenía la menor intención — pensó Loren. Sé exactamente lo que ha ocurrido… « Luego oyó el débil siseo de una inyección hipodérmica, un breve frescor en el brazo y, una vez más, el bendito olvido. A la siguiente ocasión, para gran alivio suyo, todo era completamente distinto. Los tubos y los alambres habían desaparecido. Aunque se sentía muy débil, no estaba incómodo. Y volvía a respirar con ritmo constante y normal. — Hola — dijo una profunda voz de hombre situada a pocos metros de distancia—. Bienvenido de nuevo. Loren volvió la cabeza hacia el sonido y vio de modo confuso una figura vendada en una cama vecina. — Me imagino que no me reconoce, señor Lorenson. Soy el teniente Bill Horton, ingeniero de comunicaciones… y ex practicante de surf. — Ah, hola, Bill… ¿Qué estabas haciendo tú…? —susurró Loren. Pero entonces llegó la enfermera, y terminó aquella conversación con otra inyección hipodérmica bien puesta. Ahora se encontraba ya en plena forma y sólo quería que le dejaran levantarse. La comandante médico Newton creía que, en general, era mejor dejar que sus pacientes supieran lo que les sucedía y por qué. Aunque no lo entendieran, eso ayudaba a mantenerlos calmados de modo que su fastidiosa presencia no interfiriera demasiado con el suave discurrir del establecimiento médico. — Tal vez te sientas bien, Loren — dijo—, pero tus pulmones todavía se están reparando, y debes evitar todo esfuerzo hasta que vuelvan a funcionar a plena capacidad. Si el océano de Thalassa fuera como los de la tierra, no habría ningún problema. Pero es mucho menos salino: es potable y te bebiste casi un litro. Y como tus fluidos corporales son mas salados que el mar, el equilibrio isotónico estaba muy mal. De modo que las membranas se dañaron mucho por la presión osmótica. Tuvimos que rebuscar mucho, y a toda velocidad, en los Archivos de la Nave antes de poder tratarte. Después de todo, ahogarse en el mar no es uno de los accidentes normales en el espacio. — Seré un buen paciente — dijo Loren—. Te agradezco de verdad todo lo que habéis hecho. Pero ¿cuándo podré recibir visitas? — Hay una que espera fuera ahora mismo. Tienes quince minutos. Luego la enfermera la echará. — Y no se preocupe por mí —dijo Bill Horton—. Estaré dormido como un tronco. 33. Ciclos Mirissa se sentía decididamente mal, y, por supuesto, la culpa de todo la tenía la píldora. Pero, al menos, tenía el consuelo de saber que esto sólo podía ocurrir una vez más: cuando tuviera (¡si lo tenía!) el segundo hijo que le estaba permitido. Era increíble pensar que prácticamente todas las generaciones de mujeres que habían existido se habían visto obligadas a soportar estas molestias mensuales durante la mitad de sus vidas. Se preguntó si era una pura coincidencia que el ciclo de fertilidad fuera similar al de la única Luna gigantesca de la Tierra. ¡Supongamos que sucediera lo mismo en Thalassa, con sus dos satélites cercanos! Quizá lo que pasaba era que sus ciclos apenas eran perceptibles; la noción de ciclos de cinco o siete días chocando de manera discordante era tan cómicamente horrible, que no pudo evitar sonreír y al instante se sintió mucho mejor. Le había costado varias semanas tomar una decisión, y todavía no se lo había dicho a Loren… y menos aún a Brant, que estaba ocupado en la Isla Norte reparando el Calypso. ¿Habría hecho esto si él no la hubiera abandonado… a pesar de sus fanfarronadas y bravatas, huyendo sin luchar? No; aquello era injusto, una reacción primitiva, incluso prehumana. Sin embargo, instintos así tardaban en morir; en tono de disculpa, Loren le había dicho que a veces Brant y él se acechaban en los pasillos de sus sueños. No podía culpar a Brant; al contrario, debería estar orgullosa de él. No era la cobardía, sino el respeto, lo que le había enviado al Norte hasta que ellos dos pudieran determinar sus destinos. Mirissa no había tomado esa decisión de manera apresurada; ahora comprendía que debía de haberla tenido en su mente durante semanas, de un modo inconsciente. La muerte temporal de Loren le había recordado (¡como si necesitara que se lo recordasen!) que pronto se separarían para siempre. Ella sabía lo que debía hacerse antes de que él partiera hacia las estrellas. Todos los instintos le decían que hacía bien. Y ¿qué diría Brant? ¿Cómo reaccionaría? Ese era otro de los muchos problemas que tenía aún que afrontar. «Te quiero, Brant — susurró—. Quiero que vuelvas; mi segundo hijo será tuyo.» «Pero no el primero.» 34. Emisora de la nave Owen Fletcher pensó: «¡Qué extraño que comparta mi nombre con uno de los amotinados más famosos de todos los tiempos! ¿ Es posible que sea descendiente suyo? Veamos… Han pasado más de dos mil años desde que desembarcaron en la Isla de Pitcairn… digamos, cien generaciones, para que resulte más fácil…» Fletcher sentía un ingenuo orgullo por saber hacer cálculos mentales que, aunque elementales, sorprendían e impresionaban a la gran mayoría; durante siglos, el hombre había pulsado botones cuando se enfrentaba al problema de sumar dos y dos. Recordar algunos logaritmos y constantes matemáticas era de enorme ayuda, y hacía que sus exhibiciones fueran todavía más misteriosas para aquellos que no sabían cómo se hacían. Naturalmente, sólo escogía ejemplos que supiera manejar, y era muy raro que alguien se tomara la molestia de comprobar sus respuestas. «Cien generaciones atrás: por lo tanto, dos elevado a cien antepasados. El logaritmo de dos es coma tres cero uno cero… eso es treinta coma uno… ¡Olimpo…! ¡Un millón de millones de millones de millones de millones de personas! Algo va mal… nunca existió tal número de personas en la Tierra desde el comienzo de los tiempos… desde luego, eso supone que no hubo nunca imbricaciones… el árbol genealógico del ser humano ha de estar descorazonadoramente entrelazado… sea como sea, después de cien generaciones, todo el mundo debía estar emparentado… Nunca podré demostrarlo, pero Fletcher Christian tiene que ser mi antepasado… varias veces.» «Muy interesante», pensó mientras desconectaba la imagen y las antiguas grabaciones desaparecían de la pantalla. «Pero no soy un amotinado. Soy un… un… solicitante, con una petición totalmente razonable. Karl, Ranjit, Bob, todos están de acuerdo… Werner está indeciso, pero no nos dejará en la estacada. Ojalá pudiera hablar con el resto de los sabras y hablarles del mundo maravilloso que hemos encontrado mientras ellos dormían.» «Entretanto, tengo que contestar al capitán… Al capitán Bey le parecía claramente desconcertante tener que atender los asuntos de la nave sin saber quién, o quiénes, de sus oficiales o tripulación se dirigían a él a través del anonimato de EMISORA DE LA NAVE. No había manera de poder localizar esas comunicaciones no grabadas: estaban concebidas precisamente para ser confidenciales, incorporadas como un mecanismo de estabilización social por los genios, muertos hacía largo tiempo, que habían diseñado la Magallanes. A modo de prueba, había planteado la cuestión de un rastreador a su ingeniero jefe de comunicaciones, pero el comandante Rochlynn había quedado tan estupefacto, que pronto dejó el tema. De modo que ahora escrutaba los rostros continuamente, fijándose en las expresiones, escuchando las inflexiones de voz… y tratando de comportarse como si nada sucediera. Tal vez estaba exagerando y no había ocurrido nada importante. Pero temía que se hubiera plantado una semilla, que crecería y crecería cada día que la nave permaneciera en órbita sobre Thalassa. La primera respuesta, escrita tras consultar con Malina y Kaldor, había sido bastante suave: DE: EL CAPITÁN A: ANÓNIMO En respuesta a su comunicación sin fecha indicada, no tengo objeción alguna en discutir las cuestiones que propone, sea a través de EMISORA DE LA NAVE, o de manera formal en el Consejo de la Nave. De hecho, tenía objeciones muy fuertes; había pasado casi la mitad de su vida adulta entrenándose para la imponente responsabilidad de trasplantar a un millón de seres humanos a través de ciento veinticinco años luz de espacio. Esa era su misión: si la palabra «sagrado» hubiera significado algo para él, la habría utilizado. Nada que no fuera un daño catastrófico sufrido por la nave, o el improbable descubrimiento de que el sol de Sagan Dos estaba a punto de convertirse en nova, hubiera podido hacerle desistir de ese objetivo. Mientras tanto, había una línea de acción obvia. Quizá —¡como los hombres de Bligh! — la tripulación se desmoralizaba, o al menos flaqueaba. Las reparaciones de la planta congeladora tras los escasos daños ocasionados por el tsunami habían necesitado doble tiempo del esperado, y eso era típico. Todo el ritmo de la nave se retrasaba; sí, era el momento de volver a hacer restallar el látigo. — Joan — le dijo a su secretaria, que estaba treinta mil kilómetros más abajo, — pásame el último informe de la construcción del escudo. Y dile al comandante Malina que quiero discutir con él el programa de izado. No sabía si podrían elevar más de un copo de nieve por día. Pero podían intentarlo. 35. Convalecencia El teniente Horton era un compañero divertido, pero Loren se alegró de librarse de él tan pronto como las corrientes de electrofusión soldaron sus huesos rotos. Como Loren había descubierto a través de detalles algo plúmbeos, el joven ingeniero había trabado amistad con una pandilla de jóvenes melenudos de la Isla Norte, cuyo segundo interés principal en la vida parecía ser deslizarse sobre olas verticales en tablas de surf con micropropulsores. Horton había descubierto, por las malas, que esto era aún más peligroso de lo que parecía ser. — Estoy muy sorprendido — había intervenido Loren en un momento dado de una narración bastante sórdida—. Habría jurado que era heterosexual en un noventa por ciento. — En un noventa y dos, según mi currículum — dijo Horton despreocupadamente—, pero me gusta poner a prueba de vez en cuando el concepto que tengo de mí mismo. El teniente sólo bromeaba en parte. En algún sitio había oído decir que los que presentaban un cien por cien eran tan raros, que eran clasificados como casos patológicos. No es que él se lo creyera del todo; pero le preocupaba un poco en las escasas ocasiones en que se paraba a pensar en ello. Ahora Loren era el único paciente, y había convencido a la enfermera thalassana de que su continua presencia era totalmente innecesaria… al menos cuando Mirissa le hacía su visita diaria. La comandante médico Newton que, como la mayor parte de los médicos, podía ser inquietantemente sincera, le había dicho sin rodeos: — Todavía te queda una semana para recuperarte. Si tienes que hacer el amor, deja que sea ella la que haga todo el trabajo. Tenía otras muchas visitas, desde luego. La mayoría eran bienvenidas, con dos excepciones. La alcaldesa Waldron podía intimidar a su querida enfermera para que la dejara entrar a cualquier hora; afortunadamente, sus visitas nunca habían coincidido con las de Mirissa. La primera vez que llegó la alcaldesa, Loren se las ingenió para parecer casi moribundo, pero esta táctica resultó ser desastrosa, porque le fue imposible evitar algunas húmedas caricias. En la segunda visita (por suerte, le avisaron diez minutos antes), estaba totalmente consciente y apuntalado a base de almohadas. Sin embargo, por una extraña coincidencia se estaba llevando a cabo una prueba de la función respiratoria, y el tubo para respirar insertado en la boca de Loren hizo imposible la conversación. La prueba finalizó unos treinta segundos después de que se marchara la alcaldesa. La visita de cortesía de Brant Falconer resultó algo tensa para ambos. Con gran formalidad, hablaron de los escorpios, de los progresos en la planta congeladora de Bahía Mangle, de la política en la Isla Norte. De hecho, hablaron de todo menos de Mirissa. Loren notaba que Brant estaba preocupado, incluso incómodo, pero lo último que esperaba era una disculpa. Su visitante se las arregló para desahogarse justo antes de marcharse. — Ya sabes, Loren — dijo con reluctancia—, que no podía haber hecho ninguna otra cosa con aquella ola. Si hubiera mantenido el rumbo nos habríamos estrellado contra el arrecife. Fue una desgracia que el Calypso no pudiera llegar a tiempo a alta mar. — Estoy totalmente seguro de que nadie lo podría haber hecho mejor — dijo Loren con absoluta sinceridad. — Eh… me alegra que lo entiendas. Era obvio que Brant se sentía aliviado, y Loren sintió un arrebato de simpatía, incluso de compasión, por él. Tal vez había habido algunas críticas de su comportamiento al timón; para cualquiera que estuviera tan orgulloso de sus conocimientos como Brant, eso había tenido que ser intolerable. — Tengo entendido que se ha recuperado el trineo. — Sí… Pronto estará reparado y lo dejarán como nuevo. — Como a mí. En la breve camaradería de sus carcajadas simultáneas, a Loren se le ocurrió una idea repentina e irónica. Se preguntó si Brant deseó, en algún momento, que Kumar hubiera sido un poco menos valiente. 36. Kilimanjaro ¿Por qué había soñado con el Kilimanjaro? Era una palabra extraña; un nombre, de eso estaba seguro… pero, ¿de qué? Moses Kaldor yacía bajo la luz gris del amanecer thalassano, despertando lentamente a los sonidos de Tarna. No es que no hubiera muchos a esa hora; un trineo de arena zumbaba en alguna parte, en dirección a la playa, probablemente para recoger a un pescador que regresaba. Kilimanjaro. Kaldor no era un hombre jactancioso, pero dudaba que existiera otro ser humano que hubiera leído tantos libros antiguos sobre una variedad de temas tan amplia. También le habían sido implantados varios terabytes de memoria, y aunque la información así almacenada no era realmente conocimiento, se podía acceder a ella si se recordaban los códigos de acceso. Era un poco pronto para hacer ese esfuerzo, y tenía sus dudas de que la cuestión fuera particularmente importante. Sin embargo, había aprendido a no subestimar los sueños; el viejo Sigmund Freud había hecho algunas puntualizaciones válidas dos mil años atrás. Y, de todos modos, ya no podría volver a quedarse dormido… Cerró los ojos, conectó el mando BUSQUEDA y esperó. Aunque era pura fantasía, porque el proceso tenía lugar a nivel totalmente subconsciente, podía imaginarse miríadas de Ks parpadeando en algún lugar de las profundidades de su cerebro. Algo les sucedía a los fosfenos que bailan formando dibujos al azar eternamente en la retina del ojo fuertemente cerrado. Una ventana oscura había aparecido, por arte de magia, en el caos apenas luminiscente; se estaban dibujando letras… y ahí estaba: KILIMANJARO: Montaña Volcánica, África. Alt.: 5,9 km. Emplazamiento del primer Terminal del Elevador Espacial de la Tierra. ¡Vaya! ¿Qué quería decir aquello? Dejó que su mente jugara con esa escasa información. ¿Tendría algo que ver con aquel otro volcán, Krakan… que había estado muy presente en sus pensamientos recientemente? Eso parecía bastante cogido por los pelos. Y no necesitaba de ningún aviso para saber que Krakan — o su turbulento descendiente— podía entrar de nuevo en erupción. ¿El primer ascensor espacial? Eso sí que era historia antigua; señalaba el comienzo mismo de la colonización planetaria al dar a la Humanidad acceso prácticamente libre al Sistema Solar. Y aquí estaban utilizando la misma tecnología, usando cables de material superresistente para levantar los grandes bloques de hielo hasta la Magallanes, mientras la nave seguía suspendida sobre el Ecuador en una órbita estacionaria. Sin embargo, esto tampoco tenía mucho que ver con aquella montaña africana. La conexión era demasiado remota; Kaldor estaba convencido de que la respuesta tenía que estar en alguna otra parte. El acercamiento directo había fallado. La única forma de encontrar el nexo de unión, si podía, era dejarlo al azar, al paso del tiempo y a los misteriosos funcionamientos de la mente inconsciente. Haría todo lo que pudiera por olvidar el Kilimanjaro hasta que éste eligiera el momento propicio para entrar en erupción en su cerebro. 37. In vino veritas Después de Mirissa, Kumar era la visita que Loren recibía con mayor agrado, y frecuencia. A pesar de su apodo, Loren tenía la impresión de que Kumar se parecía más a un fiel can o, mejor aún, a un cariñoso cachorro, que a un león. En Tarna había una docena de perros muy mimados, y algún día podrían vivir también en Sagan Dos, reanudando su larga relación con el hombre. Loren ya se había enterado del riesgo que corrió el muchacho en aquel tumultuoso mar. Fue una suerte para ambos que Kumar nunca dejara la costa sin llevar un cuchillo de buzo atado a la pierna; aun así, había permanecido bajo el agua durante más de tres minutos, cortando el cable que apresaba a Loren. La tripulación del Calypso estaba convencida de que ambos se habían ahogado. Pese al vínculo que les unía ahora, a Loren le resultaba difícil mantener una larga conversación con Kumar. Después de todo, sólo había un limitado número de formas de decir: «Gracias por haberme salvado la vida», y sus pasados eran tan tremendamente diferentes, que tenían muy pocos puntos de referencia comunes. Si él hablaba a Kumar de la Tierra o de la nave, tenía que explicárselo todo con inacabables detalles; y, pasado un rato, Loren comprendía que estaba perdiendo el tiempo. A diferencia de su hermana, Kumar vivía en el mundo de la experiencia inmediata; sólo el aquí y el ahora de Thalassa eran importantes para él. En una ocasión, Kaldor había exclamado: «¡Cómo le envidio! Es una criatura de hoy, no está acuciada por el pasado ni temerosa del futuro!» Loren estaba a punto de irse a dormir, en lo que confiaba que sería su última noche en la clínica, cuando Kumar llegó con una botella muy grande, que sostenía con aire de triunfo. — ¡Adivina! — No tengo ni idea — mintió Loren. — El primer vino de la temporada, de Krakan. Dicen que será un año muy bueno. — ¿Cómo te has enterado tú? — Nuestra familia ha tenido allí unos viñedos durante más de cien años. Los vinos «Marca del León» son los más famosos del mundo. Kumar miró en todas direcciones, sacó dos vasos y los llenó abundantemente. Loren tomó un sorbo con precaución; era un poco dulce para su gusto, pero muy, muy suave. — ¿Cómo lo llamáis? — preguntó. «Krakan Especial». — Ya que Krakan casi me mata en una ocasión, ¿tengo que arriesgarme? — Ni siquiera te dará resaca. Loren tomó otro trago más largo y, en un plazo de tiempo sorprendentemente corto, el vaso quedó vacío. En menos tiempo aún volvió a llenarse. Aquélla parecía una manera excelente de pasar su última noche en el hospital, y Loren sintió que su natural gratitud hacia Kumar se extendía al mundo entero. Incluso una de las visitas de la alcaldesa Waldron no sería mal recibida. — Por cierto, ¿cómo está Brant? Hace una semana que no lo veo. — Sigue en la Isla Norte, encargándose de las reparaciones del barco y hablando con los biólogos marinos. Todos están muy entusiasmados por lo de los escorpios; pero nadie decide qué hay que hacer respecto a ellos. Si es que hay que hacer algo. — ¿Sabes? A veces siento lo mismo respecto a Brant. Kumar se echó a reír. — No te preocupes. Ya ha encontrado a una chica en la Isla Norte. — Oh. ¿Lo sabe Mirissa? — Por supuesto. — ¿Y no le importa? — ¿Por qué habría de importarle? Brant la quiere… y siempre vuelve. Loren procesó esta información, aunque de manera bastante lenta. Se le ocurrió que él era una variable nueva en una ecuación ya compleja. ¿Tenía Mirissa otros amantes? ¿Quería él saberlo, realmente? ¿Debería preguntárselo? — Sea como sea — continuó Kumar mientras volvía a llenar ambos vasos—, lo que importa de verdad es que sus mapas genéticos han sido aprobados, y que se han registrado para tener un hijo. Cuando nazca, todo será distinto. Entonces sólo se necesitarán el uno al otro. ¿No pasaba lo mismo en la Tierra? — A veces — dijo Loren. De modo que Kumar no lo sabía; el secreto permanecía entre ellos dos. «Al menos veré a mi hijo — pensó Loren—, aunque sea sólo durante unos meses. Y luego… « Para su horror, notó que unas lágrimas le resbalaban por las mejillas. ¿Cuándo había llorado por última vez? Doscientos años atrás, contemplando la Tierra en llamas… — ¿Qué pasa? preguntó Kumar—¿Piensas en tu esposa? Su preocupación era tan sincera que a Loren le resultó imposible ofenderse por su rudeza… o por su alusión a un tema que, por consentimiento mutuo, era mencionado en raras ocasiones porque no tenía nada que ver con el aquí y el ahora. Doscientos años atrás en la Tierra y trescientos a la vista en Sagan Dos quedaban demasiado lejos de Thalassa para que sus emociones fuesen muy fuertes, especialmente en su actual estado, algo confuso. — No, Kumar, no pensaba en… mi esposa… — ¿Le hablarás… algún día… de Mirissa? — Tal vez sí. Tal vez no. La verdad es que no lo sé. Tengo mucho sueño. ¿Nos hemos bebido toda la botella? ¿Kumar? ¡Kumar! La enfermera entró durante la noche y, reprimiendo la risa, arregló las sábanas para que no cayeran al suelo. Loren fue el primero en despertarse. Tras la sorpresa inicial, al darse cuenta de la situación, se echó a reír. — ¿Qué es lo que encuentras tan divertido? — preguntó Kumar, levantándose algo aturdido de la cama. — Si realmente quieres saberlo… me preguntaba si Mirissa estaría celosa. Kumar sonrió irónicamente. — Puede que estuviera algo borracho, pero estoy totalmente seguro de que no ha pasado nada. — Y yo también. Sin embargo, se dio cuenta de que quería a Kumar; no porque le hubiera salvado la vida, ni porque fuera el hermano de Mirissa… sino, tan sólo, porque era Kumar. El sexo no tenía absolutamente nada que ver; la propia idea les habría llenado no de vergüenza, sino de hilaridad. Estaba bien así. La vida en Tarna ya era bastante complicada. Loren añadió: — Y tenías razón respecto al «Krakan Especial». No tengo resaca. De hecho, me siento de maravilla. ¿Puedes enviar algunas botellas a la nave? Mejor aún: algunos centenares de litros. 38. Debate Era una pregunta sencilla, pero no tenía una respuesta sencilla: ¿Qué pasaría con la disciplina a bordo de la Magallanes si el mismísimo objetivo de la misión de la nave era sometido a votación? Naturalmente, el resultado no sería vinculante, y podría no hacer caso de él si lo considerara necesario. Tendría que hacerlo si la mayoría decidían quedarse, aunque ni por un momento había imaginado… Pero un resultado así sería psicológicamente devastador. La tripulación se dividiría en dos facciones, y ello podría conducir a situaciones que preferiría no considerar. Y con todo… un comandante debía ser firme, pero no terco. Había mucho sentido común en la propuesta, y tenía muchos atractivos. Después de todo, él había disfrutado de los beneficios de la hospitalidad del presidente, y tenía intención de ver de nuevo a aquella campeona de decatlón. Este era un mundo muy hermoso; tal vez pudieran acelerar el lento proceso de construcción de un continente para hacer sitio a todos los millones de personas de más. Sería infinitamente más sencillo que colonizar Sagan Dos. En cuanto a esto, podrían no alcanzar nunca Sagan Dos. Aunque la fiabilidad operacional de la nave se estimaba en un noventa y ocho por ciento, existían circunstancias externas imprevistas que nadie podía predecir. Sólo unos pocos de sus oficiales de más confianza estaban informados acerca de la sección del escudo de hielo que se había perdido en alguna parte cerca del año luz número cuarenta y ocho. Si aquel meteoroide interestelar, o lo que fuera, hubiera pasado sólo unos metros más cerca… Alguien había sugerido que aquella cosa podía ser una antigua sonda espacial de la Tierra. Las probabilidades en contra eran literalmente astronómicas y, por supuesto, una hipótesis tan irónica jamás podría probarse. Y ahora, sus desconocidos solicitantes se llamaban a sí mismos «los nuevos thalassanos». El capitán Bey se preguntó si aquello significaba que eran muchos y que se estaban organizando para formar un movimiento político. En tal caso, quizá lo mejor sería sacarlos a la luz lo antes posible. Sí, era el momento de convocar el Consejo de la Nave. La negativa de Moses Kaldor había sido rápida y cortés. — No, capitán; no puedo participar en el debate… ya sea a favor o en contra. Si lo hiciera, la tripulación dejaría de confiar en mi imparcialidad. Pero sí aceptaría actuar como presidente, o moderador… o como quiera usted llamarlo. — De acuerdo — se apresuró a decir el capitán Bey; esto era lo que de verdad esperaba—. Y, ¿quién presentará las mociones? No podemos esperar que los nuevos thalassanos salgan a la luz para defender su causa. — Ojalá pudiéramos tener un voto directo sin disputas ni discusiones — se lamentó el segundo comandante Malina. En privado, el capitán Bey estaba de acuerdo con él; pero aquélla era una sociedad democrática de hombres responsables y de educación elevada, y las Ordenanzas de la Nave reconocían este hecho. Los nuevos thalassanos habían pedido que se celebrara un Consejo para dar a conocer sus puntos de vista; si se negaba, estaría desobedeciendo sus propias cartas de nombramiento y violando la confianza depositada en él en la Tierra doscientos años atrás. No había sido fácil organizar el Consejo. Como a todos, sin excepción, se les debía dar la oportunidad de votar, había que reorganizar los programas y las listas de tareas, y había que interrumpir los períodos de sueño. El hecho de que la mitad de la tripulación estuviera en Thalassa presentaba otro problema que nunca se había dado antes: el de la seguridad. Cualquiera que fuera el resultado, era altamente indeseable que los thalassanos oyeran por casualidad el debate… De modo que, cuando empezó el Consejo, Loren Lorenson estaba solo en su despacho de Tarna, y por primera vez, según podía recordar, con la puerta cerrada con llave. Una vez más llevaba gafas de visión completa; pero en esta ocasión no se abría paso a través de un bosque submarino. Estaba a bordo de la Magallanes, en la familiar Sala de Juntas, mirando los rostros de sus colegas y, cada vez que cambiaba el punto de mira, en la pantalla aparecían sus comentarios y su veredicto. En aquel momento anunciaba un breve mensaje: RESOLUCION: Que la Nave Estelar Magallanes termine su misión en Thalassa, ya que todos sus objetivos primordiales pueden ser alcanzados aquí. «Así que Moses está en la nave — pensó Loren mientras escrutaba a los presentes—. Me extrañaba no haberle visto últimamente. Parece cansado… y también el capitán. Puede que esto sea más serio de lo que imaginaba. « Kaldor pidió atención con unos golpes secos. — Capitán, oficiales, compañeros miembros de la tripulación… Aunque éste es nuestro primer Consejo, todos ustedes conocen las reglas del procedimiento. Si desean hablar, levanten la mano para ser reconocidos. Si desean hacer una declaración por escrito, usen sus teclados; las direcciones han sido entremezcladas para asegurar el anonimato. En cualquier caso, sean lo más breves posible, por favor. «Si no hay preguntas, abriremos la sesión con el asunto cero cero uno. Los nuevos thalassanos habían añadido algunos argumentos, pero el 001 seguía siendo, esencialmente, el memorando que había sobresaltado al capitán Bey dos semanas atrás, período durante el cual no había hecho ningún progreso en cuanto al descubrimiento de su autoría. Posiblemente, el punto adicional más poderoso era la sugerencia de que su deber era permanecer aquí. Thalassa les necesitaba, técnica, cultural y genéticamente. «¿De verdad? — pensó Loren, pese a sentirse tentado a estar de acuerdo.» En cualquier caso, primero deberíamos pedirles su opinión a los thalassanos. No somos imperialistas a la vieja usanza… ¿o sí lo somos? Todos tuvieron tiempo de volver a leer el memorando; Kaldor les pidió atención de nuevo. — Nadie ha, eh… pedido permiso para hablar a favor de la resolución; naturalmente, más tarde habrá otras oportunidades. Así que le pido al teniente Elgar que defienda su propuesta en contra. Raymond Elgar era un joven ingeniero de Energía y Comunicaciones, de carácter pensativo, a quien Loren conocía muy ligeramente; tenía talento para la música y aseguraba estar escribiendo un poema épico sobre el viaje. Cuando se le desafiaba a recitar uno solo de sus versos, replicaba de manera invariable: «Esperad a que pase un año después de llegar a Sagan Dos» Era evidente por qué el teniente Elgar se había prestado voluntario, si es que realmente lo había hecho, para esta labor. Sus pretensiones poéticas no le permitían hacer otra cosa; y quizá fuese cierto que trabajaba en esa epopeya. — Capitán… Compañeros… Prestadme oídos.[3 - Lend me your ears. Con esta frase comienza Marco Antonio su famoso discurso al pueblo romano en Julio César, de W. Shakespeare. (N. del T.)] Loren pensó: «Una frase impresionante. Me pregunto si es original.» — Creo que todos nos mostraremos de acuerdo, de mente y de corazón, en que la idea de permanecer en Thalassa tiene muchos atractivos. Sin embargo, considerad los siguientes puntos: «Sólo somos 161. ¿Tenemos derecho a tomar una decisión irrevocable en nombre del millón que todavía duerme? «Y, ¿qué hay de los thalassanos? Se ha sugerido que, si nos quedamos, los ayudaremos. Pero, ¿será realmente así? Tienen una forma de vida que parece irles a la perfección. Considerad nuestra historia, nuestros entrenamientos… el objetivo al que nos hemos dedicado desde hace años. ¿Podéis creer realmente que un millón de personas pueden convertirse en parte de la sociedad thalassana sin alterarla por completo? «Y está la cuestión del deber. Varias generaciones de hombres y de mujeres se sacrificaron para hacer posible esta misión… para darle a la raza humana mayores posibilidades de supervivencia. Cuantos más soles alcancemos, mayor será nuestra seguridad frente al desastre. Ya hemos visto lo que pueden hacer los volcanes thalassanos; ¿quién sabe qué puede suceder en los siglos venideros? «Se ha hablado con mucha ligereza de la ingeniería técnica para crear nuevas tierras y facilitar espacio a la nueva población. ¿Me permitís que os recuerde que incluso en la Tierra, después de miles de años de investigación y de desarrollo, todavía no era una ciencia exacta? ¡Recordad la catástrofe de la meseta de Nazca en 3175! No puedo imaginar nada más irresponsable que interferir en las fuerzas contenidas en el interior de Thalassa. «No es preciso decir nada más. Sólo puede tomarse una decisión a este respecto. Debemos dejar a los thalassanos en manos de su propio destino; tenemos que proseguir hasta Sagan Dos. A Loren no le sorprendió el aplauso que se fue intensificando poco a poco. La pregunta más interesante era: ¿quién no se había sumado a él? Por lo que podía ver, el público estaba dividido en dos grupos casi iguales. Naturalmente, algunas personas podían estar aplaudiendo porque admiraban su eficaz presentación, y no necesariamente porque estuvieran de acuerdo con el orador. — Gracias, teniente Elgar — dijo Kaldor, presidente de la reunión—. Agradecemos muy especialmente su brevedad. ¿Alguien desea expresar ahora la opinión contraria? Hubo una cierta agitación incómoda, seguida de un profundo silencio. Durante un minuto al menos, no sucedió nada. Luego, empezaron a parecer unas letras en la pantalla. 002 ¿QUIERE EL CAPITÁN HACER PÚBLICA SU ULTIMA ESTIMACION DE LAS PROBABILIDADES DE ÉXITO DE LA MISION, POR FAVOR? 003 ¿POR QUÉ NO REANIMAMOS A UNA CANTIDAD REPRESENTATIVA DE DURMIENTES PARA SABER SU OPINION? 004 ¿POR QUÉ NO PREGUNTAMOS A LOS THALASSANOS QUÉ PIENSAN ELLOS? SE TRATA DE SU MUNDO. Con absoluto secreto y neutralidad, el ordenador almacenó y enumeró las propuestas de los miembros del Consejo. En dos milenios, nadie había sido capaz de inventar una manera mejor de recoger las opiniones de un grupo y obtener un consenso. En toda la nave — y en Thalassa — hombres y mujeres tecleaban mensajes en los siete botones de sus pequeños teclados manuales. La primera habilidad que aprendía un niño era, quizá, la de escribir al tacto todas las combinaciones necesarias sin siquiera pensar en ellas. Loren paseó la mirada por los presentes y le divirtió notar que casi todos tenían las dos manos a la vista. No pudo ver a nadie con la típica mirada lejana, indicando que se estaba transmitiendo un mensaje privado a través de un teclado oculto. Pero, de algún modo, mucha gente estaba hablando. 015 PODRIAMOS LLEGAR A UN COMPROMISO. TAL VEZ ALGUNOS DE NOSOTROS PREFIERAN QUEDARSE. LA NAVE PODRIA PROSEGUIR SU CAMINO. Kaldor volvió a pedir atención. — Ésa no es la resolución que estamos discutiendo — dijo—, pero se admite. — Para contestar a cero cero dos — dijo el capitán Bey, recordando apenas a tiempo que el presidente tenía que concederle la palabra con un gesto de cabeza afirmativo—, la cifra es noventa y ocho por ciento. No me sorprendería que nuestras posibilidades de llegar a Sagan Dos fueran mayores que las de las Islas Norte o Sur de permanecer sobre el nivel del mar. 021 ADEMÁS DE KRAKAN, ANTE EL QUE NO PUEDEN HACER MUCHO, LOS THALASSANOS NO TIENEN PLANTEADOS GRANDES RETOS. TAL VEZ TENDRIAMOS QUE DEJARLES ALGUNOS. KNR. «Ése era, veamos claro: Kingsley Rasmussen. Obviamente, no tenía ninguna intención de permanecer en el anonimato. Expresaba una idea que, en un momento u otro, se les había ocurrido a casi todos. 022 YA HEMOS SUGERIDO QUE RECONSTRUYAN LA ANTENA ESPACIAL DE GRAN POTENCIA SOBRE KRAKAN, PARA MANTENER EL CONTACTO CON NOSOTROS. RMM. 023 UNA LABOR DE DIEZ AÑOS A LO SUMO. KNR. — Caballeros — dijo Kaldor algo impaciente—, nos estamos apartando del tema. «¿Tengo yo algo que aportar? — se preguntó Loren—. No, me mantendré apartado de este debate; puedo distinguir demasiados bandos. Tarde o temprano, tendré que elegir entre el deber y la felicidad. Pero aún no..» Después de que no apareciera nada más en la pantalla durante dos largos minutos, Kaldor dijo: — Estoy muy sorprendido de que nadie tenga nada más que decir sobre un asunto tan importante. Esperanzado, aguardó un minuto más. — Muy bien. Tal vez deseen continuar la discusión de un modo informal. No realizaremos ahora una votación, sino que durante las próximas cuarenta y ocho horas podrán emitir su opinión de la manera habitual. Gracias. Lanzó una mirada al capitán Bey, quien se puso de pie con una rapidez que revelaba su evidente alivio. — Gracias, doctor Kaldor. El Consejo de la nave ha terminado. Luego miró ansiosamente a Kaldor, quien contemplaba la pantalla como si fuera la primera vez que la veía. — ¿Se encuentra bien, doctor? — Lo siento, capitán; estoy perfectamente. Acabo de recordar algo importante; eso es todo. Así era. Por milésima vez, como mínimo, se maravilló del funcionamiento laberíntico de la mente subconsciente. La propuesta 021 lo había hecho. «Los thalassanos no tienen planteados grandes retos.» Ahora sabía por qué había soñado con el Kilimanjaro. 39. El leopardo de las nieves Lo siento, Evelyn: han pasado muchos días desde que hablé contigo por última vez. ¿Significa esto que tu imagen se desvanece en mi mente a medida que el futuro me absorbe más y más energías y atención? Supongo que así es, y lógicamente debería congratularme. Aferrarse en demasía al pasado es una enfermedad, como tú solías recordarme. Pero en mi corazón aún no puedo aceptar esta amarga verdad. Han sucedido muchas cosas en las últimas semanas. La nave ha sido infectada con lo que llamo «el síndrome de la Bounty». Debimos haberlo previsto… y, de hecho, lo hicimos, mas sólo como una broma. Ahora es algo grave aunque, por ahora, no demasiado. Eso espero. A una parte de la tripulación le gustaría quedarse en Thalassa —¿quién puede reprochárselo? — y lo han admitido abiertamente. Otros quieren terminar aquí toda la misión y olvidarse de Sagan Dos. No conocemos la fuerza de esa facción, porque aún no ha salido a la luz. Realizamos la votación cuarenta y ocho horas después del Consejo. Aunque naturalmente el voto fue secreto, no sé hasta qué punto son fiables los resultados. 151 votaron a favor de proseguir el viaje; sólo 6 querían acabar aquí la misión; y hubo 4 abstenciones. El capitán Bey estaba satisfecho. Cree que la situación está bajo control, pero va a tomar algunas precauciones. Comprende que cuanto más tiempo permanezcamos aquí, mayor será la presión para que no nos vayamos. No le importaría que hubiera algunas deserciones; «si quieren irse no tengo la menor intención de retenerles», eso es lo que dijo. Pero le preocupa que el descontento se extienda al resto de la tripulación. De modo que está acelerando la construcción del escudo. Ahora que el sistema es completamente automático y que funciona sin problemas, planeamos hacer dos izados diarios en vez de uno. Si sale bien, podremos marcharnos dentro de cuatro meses. Esto aún no ha sido anunciado. Confío en que no habrá protestas cuando llegue el momento, ni por parte de los nuevos thalassanos ni de nadie. Hay otro asunto, que puede carecer por completo de importancia, pero que encuentro fascinante. ¿Recuerdas que, cuando nos veíamos al principio, solíamos leernos historias el uno al otro? Era una manera maravillosa de llegar a conocer cómo vivía y pensaba la gente hace miles de años… mucho antes de que existieran las grabaciones sensoriales, o incluso las de vídeo… Una vez me leíste — no tenía el menor recuerdo consciente de ello — una historia sobre una gran montaña de África con un nombre extraño: Kilimanjaro. Lo he consultado en los archivos de la nave, y ahora entiendo por qué me ha estado persiguiendo. Parece que había una caverna en lo alto de la montaña, sobre el límite de las nieves perpetuas, y en esa caverna estaba el cuerpo helado de un gran gato cazador: un leopardo. Ese es el misterio; nadie supo jamás qué hacía el leopardo a tal altitud, tan lejos de su territorio habitual. Ya sabes, Evelyn, que siempre me enorgullecía (¡muchos decían que me envanecía!) de mis poderes intuitivos. Bien, pues me parece que algo así está sucediendo aquí. No una vez, sino varias veces, ha sido detectado un animal marino grande y poderoso a mucha distancia de su hábitat natural. Recientemente, fue capturado el primero; es una especie de enorme crustáceo, como los escorpiones de mar que en un tiempo vivieron en la Tierra. No estamos seguros de que sean inteligentes, y tal vez sea ésta una cuestión sin importancia. Sin embargo, sí son animales sociales altamente organizados, con tecnologías primitivas… aunque puede que ésa sea una palabra demasiado fuerte. Por lo que hemos descubierto, no demuestran tener mayores habilidades que las abejas, las hormigas o las termitas, pero su escala de operaciones es distinta, y muy impresionante. Lo más importante es que han descubierto los metales, aunque, al parecer, sólo los usan como ornamentos, y su única fuente de abastecimiento es lo que pueden robarles a los thalassanos. Ya lo han hecho varias veces. Y hace poco, un escorpio se arrastró por el canal hasta el corazón de nuestra planta congeladora. La ingenua suposición fue que iba buscando comida. Pero había mucha en el lugar del que procedía, al menos a cincuenta kilómetros de distancia. Quiero saber qué estaba haciendo aquel escorpio tan lejos de su hogar; creo que la respuesta puede ser muy importante para los thalassanos. Me pregunto si lo descubriremos antes de que empiece el largo sueño hasta Sagan Dos. 40. Confrontación En el mismo instante en que el capitán Bey entró en el despacho del presidente Farradine, supo que algo iba mal. Normalmente, Edgar Farradine le saludaba llamándole por el nombre de pila y, de forma inmediata, sacaba la garrafa de vino. En esta ocasión, no hubo ningún «Sirdar», ni vino, pero al menos le ofreció una silla. — Acabo de recibir unas noticias inquietantes, capitán Bey. Si no le importa, me gustaría que se nos uniera el primer ministro. Era la primera vez que el capitán oía al presidente ir directamente al grano (cualquiera que fuese éste), y también era la primera vez que se encontraba con el PM en el despacho de Farradine. — En tal caso, señor presidente, ¿puedo pedirle al embajador Kaldor que se una a mí? El presidente vaciló sólo un momento; luego, respondió: — Desde luego. El capitán se sintió aliviado al ver una sombra de sonrisa, como en reconocimiento de esta sutileza diplomática. Los visitantes podían ser superiores en rango; pero no en número. El primer ministro Bergman, como el capitán Bey sabía perfectamente, era el que ostentaba el poder auténtico. Bajo el PM estaba el gabinete, y bajo el gabinete estaba la Constitución Tipo Tres de Jefferson. El esquema había funcionado bien durante los últimos siglos; el capitán Bey tuvo el presentimiento de que dicho esquema estaba a punto de sufrir una perturbación importante. Kaldor fue rápidamente rescatado de la señora Farradine, que le estaba utilizando como conejillo de indias para someter a prueba sus ideas para redecorar la mansión presidencial. El primer ministro llegó pocos segundos después, con su habitual expresión inescrutable. Cuando todos estuvieron sentados, el presidente se cruzó de brazos, se recostó en su adornada silla giratoria y lanzó una mirada acusadora a sus visitantes. — Capitán Bey… Doctor Kaldor… Hemos recibido una información sumamente inquietante. Nos gustaría saber si hay algo de verdad en la noticia de que ahora pretenden ustedes finalizar su misión aquí… y no en Sagan Dos. El capitán Bey sintió una gran sensación de alivio, seguida al instante por otra de asombro. Debía de haber una grave brecha en la seguridad; había confiado en que los thalassanos jamás sabrían nada de la petición ni del Consejo de la nave… aunque quizás eso era esperar demasiado. — Señor presidente… Señor primer ministro… Si han oído un rumor así, puedo asegurarles que es absolutamente falso. ¿Por qué creen que estamos izando seiscientas toneladas de hielo diarias para reconstruir nuestro escudo? ¿Nos molestaríamos en hacerlo si planeáramos quedarnos aquí? — Tal vez. Si, por alguna razón, cambiaran de opinión, veo difícil que nos alertasen suspendiendo las operaciones. La veloz réplica sorprendió momentáneamente al capitán; había subestimado a aquellas amigables personas. Luego comprendió que ellos — y sus computadoras — debían de haber analizado ya todas las posibilidades más obvias. — Cierto, pero quisiera decirles (es algo todavía confidencial y no ha sido anunciado) que planeamos doblar el ritmo de izado para acabar el escudo más rápidamente. Lejos de quedarnos, tenemos intención de marcharnos antes. Esperaba poder informarles de ello en circunstancias más agradables. Incluso el primer ministro no pudo ocultar por completo su sorpresa; el presidente ni siquiera lo intentó. Antes de que pudieran recuperarse, el capitán Bey reanudó el ataque: — Y es justo, señor presidente, que nos dé pruebas de acusación. De otro modo ¿cómo podemos refutarla? El presidente miró al primer ministro. El primer ministro miró a los visitantes. — Me temo que es imposible. Eso revelaría nuestras fuentes de información. — Entonces, estamos en un punto muerto. No podremos convencerles hasta que nos marchemos… dentro de ciento treinta días contando a partir de hoy, según el programa corregido. Hubo un silencio pensativo y bastante triste; luego, Kaldor dijo en voz baja: — ¿Puedo mantener una breve charla en privado con el capitán Bey? — Por supuesto. Mientras se marchaban, el presidente le preguntó al primer ministro: — ¿Dicen la verdad? — Kaldor no mentiría; estoy seguro de ello. Pero puede que no conozca todos los hechos. No tuvieron tiempo de continuar la conversación antes de que los componentes de la otra parte volvieran para hacer frente a sus acusadores. — Señor presidente — dijo el capitán—, el doctor Kaldor y yo coincidimos en que hay algo que deberíamos contarles. Esperábamos que no se divulgase; era embarazoso y creíamos que el asunto había quedado zanjado. Posiblemente, estábamos equivocados; en tal caso, puede que necesitemos su ayuda. Resumió brevemente las actividades del Consejo y los hechos que habían conducido a ellas, y concluyó: — Si lo desean, estoy dispuesto a mostrarles las grabaciones. No tenemos nada que ocultar. — Eso no será necesario, Sirdar — dijo el presidente, obviamente muy aliviado. El primer ministro, sin embargo, aún parecía preocupado. — Eh… Espere un minuto, señor presidente. Eso no coincide con los informes que hemos recibido. Recordará que eran muy convincentes. — Estoy seguro de que el capitán podrá explicarlos. — Sólo si me dicen de qué se trata. Hubo otra pausa. Luego, el presidente se inclinó hacia la garrafa de vino. — Bebamos antes un trago — dijo alegremente—. Después le diré cómo lo averiguamos. 41. Charla con la almohada Owen Fletcher se dijo que todo había ido muy bien. Naturalmente, estaba algo decepcionado por el resultado de la votación, aunque se preguntaba hasta qué punto reflejaba la opinión existente a bordo de la nave. Después de todo, había dado instrucciones a dos de sus compañeros de conspiración para que votasen NO, para que la fuerza todavía ínfima del movimiento de los nuevos thalassanos no fuera revelada. El problema era, como siempre, qué hacer a continuación. Él era ingeniero, no político, aunque se encaminaba rápidamente en esa dirección, y no podía ver forma alguna de reunir más apoyo sin salir a la luz. Esto dejaba sólo dos alternativas. La primera y más sencilla era abandonar la nave lo más cerca posible del momento del lanzamiento, simplemente no presentándose de nuevo al servicio. El capitán Bey estaría demasiado ocupado para perseguirlos — aunque quisiera — y sus amigos thalassanos les esconderían hasta que la Magallanes partiera. Pero eso seria una deserción doble… sin precedentes en la comunidad Sabra, tan estrechamente unida. Habría abandonado a sus colegas durmientes… incluidos su hermano y su hermana. ¿Qué pensarían de él, al cabo de tres siglos, en el hostil Sagan Dos, cuando supieran que habría podido abrirles las puertas del paraíso y que les había fallado? Y el tiempo se estaba agotando; aquellos simulacros computerizados de programas acelerados de izados sólo podían significar una cosa. Aunque ni siquiera lo había discutido con sus amigos, no veía otra alternativa a la acción. Pero su mente seguía rechazando la palabra sabotaje. Rose Killian nunca había oído hablar de Dalila, y le habría horrorizado que la comparasen con ella. Era una norteña sencilla y bastante ingenua que, como tantas otras jóvenes thalassanas, había quedado anonadada ante los fantásticos visitantes de la Tierra. Su relación amorosa con Karl Bosley no era tan sólo su primera experiencia emocional realmente profunda; también era la de él. Ambos se sentían desolados ante la idea de su separación. Un día, de madrugada, Rose estaba llorando sobre el hombro de Karl cuando él no pudo soportar por más tiempo el dolor de su amada. — Prométeme que no se lo dirás a nadie — dijo, acariciando los mechones de cabello que caían sobre su pecho—. Tengo buenas noticias para ti. Es un gran secreto; nadie lo conoce aún. La nave no va a partir. Nos quedaremos todos en Thalassa. Rose casi se cayó de la cama de la sorpresa. — ¿No lo dices sólo para hacerme feliz? — No; es cierto. Pero no le digas ni una palabra a nadie. Debe guardarse en absoluto secreto. — Claro, cariño. Pero Marion, la mejor amiga de Rose, también lloraba por su amante terrícola de modo que tuvo que contárselo… Y Marion le contó la buena noticia a Pauline… que no pudo resistirse a contársela a Svetlana… que se la mencionó confidencialmente a Crystal. Y Crystal era la hija del presidente. 42. Superviviente «Éste es un asunto muy penoso — pensó el capitán Bey—. Owen Fletcher es un buen hombre; yo mismo aprobé su selección. ¿Cómo puede haber hecho algo así?» Probablemente, no había una única explicación. Si no hubiera sido un sabra y no se hubiera enamorado de aquella chica, tal vez no habría ocurrido nunca. ¿Cuál era la palabra para designar que uno más uno son más de dos? Sin…no sé qué… Ah, sí, sinergia. Sin embargo, no podía evitar pensar que había algo más, algo que, probablemente, nunca sabría. Recordó una observación que Kaldor, que siempre tenía una frase para cada ocasión, le había hecho una vez, hablando de la psicología de la tripulación. — Todos estamos mutilados, capitán, admitámoslo o no. No es posible que nadie que haya pasado por nuestras experiencias durante aquellos últimos años en la Tierra haya quedado inmune. Y todos compartimos el mismo sentimiento de culpabilidad. — ¿Culpabilidad? — había preguntado con sorpresa e indignación. — Si, aunque no sea culpa nuestra. Somos supervivientes… Los únicos supervivientes. Y los supervivientes siempre se sienten culpables por seguir vivos. Era una afirmación inquietante, y podía ayudar a explicar lo de Fletcher… y muchas otras cosas. Todos somos hombres mutilados. «Me pregunto cuál es tu herida, Moses Kaldor… y cómo te las arreglas con ella. Conozco la mía y he sido capaz de usarla en beneficio de mis hermanos humanos. Me ha llevado hasta donde estoy ahora, y puedo estar orgulloso de ello. «Tal vez, en una era anterior, yo podría haber sido un dictador, o un señor de la guerra. En vez de eso he sido eficazmente empleado como jefe de la policía continental, como general en jefe de las instalaciones de construcción espacial… y finalmente, como comandante de una nave espacial. Mis fantasías de poder han sido sublimadas con éxito. Se dirigió a la caja fuerte del capitán, de la que sólo él tenía la llave, y deslizó en la ranura la barra metálica codificada. La puerta se abrió suavemente y dejó al descubierto varios paquetes de papeles, algunas medallas y trofeos y una caja de madera, pequeña y alargada, que tenía las letras S. B. grabadas en plata. Mientras la colocaba sobre la mesa, el capitán fue feliz al sentir el familiar escalofrío en la espalda. Abrió la tapa y contempló el brillante instrumento de poder, cobijado en su lecho de terciopelo. Antes, su perversión la habían compartido muchos millones de personas. En general, era totalmente inofensiva; y en sociedades primitivas, incluso valiosa. Y había cambiado en muchas ocasiones el curso de la historia, para bien o para mal. — Sé que eres un símbolo fálico — susurró el capitán—. Pero también eres un arma. Te he usado antes; puedo volver a usarte… El recuerdo duró menos de una fracción de segundo, pero aun así abarcó varios años. El capitán seguía junto al escritorio cuando se terminó; sólo por un momento, todo el cuidadoso trabajo de los psicoterapeutas se vino abajo, y las puertas de la memoria se abrieron de par en par. Miró atrás con horror — y sin embargo, con fascinación — hacia aquellas últimas décadas turbulentas que habían producido lo mejor y lo peor de la Humanidad. Recordó cómo, siendo un joven inspector de Policía de El Cairo, había dado su primera orden de disparar contra unas turbas incontroladas. Se suponía que las balas sólo incapacitaban. Pero murieron dos personas. ¿Por qué protestaban? Nunca lo supo… hubo tantos movimientos políticos y religiosos los últimos días. Y fue también la gran era de los supercriminales; no tenían nada que perder y ningún futuro les aguardaba, de modo que estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. La mayor parte de ellos eran psicópatas, pero algunos eran casi genios. Pensó en Joseph Kidder, que casi llegó a robar una nave espacial. Nadie supo qué le había pasado, y a veces el capitán Bey sufría una pesadilla fantástica: «Supongamos que uno de mis durmientes es en realidad…» El fuerte descenso de la población, la prohibición total de que hubiese nuevos nacimientos tras el año 3600, la prioridad absoluta concedida al desarrollo de la propulsión cuántica y la construcción de naves del tipo de la Magallanes… Todas estas presiones, junto con la certeza de la inminente tragedia, habían impuesto tales tensiones en la sociedad terrestre, que todavía parecía un milagro que alguien hubiera podido escapar del Sistema Solar. El capitán Bey recordó, con admiración y gratitud, a aquellos que habían sacrificado sus últimos años por una causa cuyo éxito o fracaso nunca conocerían. Podía ver de nuevo a la última presidente mundial, Elisabeth Windsor, exhausta, pero orgullosa, cuando abandonaba la nave tras su visita de inspección, volviendo a un planeta al que sólo quedaban unos días de vida. Ella tuvo aún menos tiempo; la bomba colocada en su nave espacial explotó justo antes de su aterrizaje en Cabo Cañaveral. La sangre del capitán aún se helaba al recordarlo; aquella bomba iba destinada en principio a la Magallanes, y sólo un error de tiempo había salvado a la nave. Era irónico que cada una de las sectas rivales hubiera reivindicado la acción… Jonathan Cauldwell y su mermada, pero todavía vociferante banda de seguidores proclamaban cada vez con mayor desesperación que todo iría bien, que Dios tan sólo estaba probando a la Humanidad como ya había probado antes a Job. A pesar de todo lo que le sucedía al Sol, pronto volvería a la normalidad, y la Humanidad sería salvada… a menos que aquellos que no creían en Su misericordia provocasen Su ira. Entonces Él podía cambiar de opinión… La secta de la Voluntad de Dios creía exactamente en lo contrario. El Día del Juicio Final por fin había llegado, y no debía hacerse nada para intentar evitarlo. De hecho sería bienvenido, porque tras el Juicio todos aquellos que eran dignos de la salvación disfrutarían de la dicha eterna. Y así, desde premisas totalmente opuestas, los cauldwellistas y los voluntaristas habían llegado a la misma conclusión: la raza humana no debía tratar de escapar a su destino. Todas las naves estelares debían de ser destruidas. Tal vez fue una suerte que las dos sectas rivales estuvieran tan profundamente enfrentadas que no pudieran cooperar ni siquiera en un objetivo que ambas compartían. De hecho, tras la muerte de la presidenta Windsor, su hostilidad se convirtió en sanguinaria violencia. Corrió el rumor, iniciado casi con toda seguridad por la Oficina de la Seguridad Mundial, aunque los colegas de Bey nunca lo admitieron en su presencia, de que la bomba había sido colocada por los voluntaristas y su cronómetro saboteado por los cauldwellistas. La versión opuesta también era popular; es posible incluso que una de ellas fuera cierta. Todo aquello era ya historia, conocida ahora sólo por un puñado de hombres además de él mismo, y pronto sería olvidada. Sin embargo, era extraño que la Magallanes volviera a estar amenazada por el sabotaje. A diferencia de los voluntaristas y los cauldwellistas, los sabras eran muy competentes y no estaban condicionados con el fanatismo. Por lo tanto, podían llegar a constituir un problema más grave, pero el capitán Bey creía que sabría cómo afrontarlo. «Eres un buen hombre, Owen Fletcher — pensó con seriedad—. Pero he matado a hombres mejores que tú en mis tiempos. Y cuando no había otra alternativa, utilizaba la tortura.» Estaba especialmente orgulloso de no haber disfrutado jamás con ello; y en esta ocasión, había una solución mejor. 43. Interrogatorio La Magallanes tenía ahora un nuevo miembro de la tripulación despertado a destiempo de su sueño, y que se estaba ajustando a la realidad de la situación… como Kaldor había hecho hacia un año. Sólo una emergencia justificaba una decisión semejante; pero, según los registros del ordenador, sólo el doctor Marcus Steiner, anteriormente jefe científico de la oficina terrestre de investigación, poseía los conocimientos y las técnicas que, por desgracia, se necesitaban en este momento. En la Tierra, sus amigos le habían preguntado a menudo por qué había decidido ser profesor de criminología. Y él siempre había dado la misma respuesta: «La única alternativa era convertirme en un criminal». A Steiner le costó casi una semana modificar el equipo encefalográfico estándar de la enfermería y comprobar los programas del ordenador. Mientras tanto, los cuatro sabras permanecían confinados en sus habitaciones, y rechazaban tercamente admitir su culpa. Owen Fletcher no parecía muy contento cuando vio los preparativos que se hacían para él; se parecía demasiado a las sillas eléctricas e instrumentos de tortura de la sangrienta historia de la Tierra. El doctor Steiner se apresuró a tranquilizarle con la sintética familiaridad del buen interrogador. — No hay nada por lo que deba inquietarse, Owen; le prometo que no sentirá nada. Ni siquiera se dará cuenta de las respuestas que me dé; pero no hay forma de que pueda ocultar la verdad. Como que es usted un hombre inteligente, le diré exactamente lo que voy a hacer. Por sorprendente que parezca, esto me ayuda a hacer mi trabajo; tanto si a usted le gusta como si no, su mente subconsciente confiará en mí… y cooperará. «¡Qué estupidez! — pensó el teniente Fletcher—. ¡Supongo que no creerá que puede engañarme tan fácilmente!» Pero no contestó, mientras le sentaban en la silla y los ayudantes le ataban, sin apretar, unas correas de piel alrededor de los antebrazos y de la cintura. Él no intentó resistirse; dos de sus ex compañeros más tolerantes estaban de pie al fondo, inquietos, evitando cuidadosamente su mirada. — Si necesita beber o ir al lavabo, no tiene más que decirlo. Esta primera sesión durará exactamente una hora; tal vez necesitemos otras después, más breves. Queremos que se sienta relajado y cómodo. Dadas las circunstancias, era una afirmación muy optimista, pero, aparentemente, nadie la encontró divertida. — Lamento que hayamos tenido que afeitarle la cabeza, pero a los electrodos del cuero cabelludo no les gusta el pelo. Y tendremos que vendarle los ojos para no recoger impresiones visuales que puedan llevarnos a confusión… Ahora empezará a tener sueño, pero permanecerá totalmente consciente… Vamos a hacerle una serie de preguntas que tienen sólo tres posibles respuestas: sí, no y no lo sé. Pero no tendrá que responder; su cerebro lo hará por usted, y el sistema lógico trinario del ordenador sabrá lo que está diciendo. «Y no existe modo alguno de que pueda mentirnos; ¡puede intentarlo, si lo desea! Créame, esta máquina la inventaron algunos de los mejores cerebros de la Tierra… y nunca fueron capaces de engañarla. Si obtiene respuestas ambiguas, el ordenador se limitará a modificar las preguntas. ¿Está preparado? Muy bien… Accionen la grabadora, por favor… Comprueben el incremento en el canal 5… Inicien el programa. SE LLAMA OWEN FLETCHER… CONTESTE SÍ… O NO… SE LLAMA JOHN SMITH… CONTESTE SÍ…ONO… NACIO EN LOWELL CITY, MARTE… CONTESTE SÍ… O NO… SE LLAMA JOHN SMITH… CONTESTE SÍ…ONO… NACIO EN AUCKLAND, NUEVA ZELANDA… CONTESTE SÍ… O NO… SE LLAMA OWEN FLETCHER… NACIÓ EL 3 DE MARZO DE 3585… NACIÓ EL 31 DE DICIEMBRE DE 3584… Las preguntas llegaban a intervalos tan cortos que, incluso de no haber estado en un estado suavemente sedado, Fletcher habría sido incapaz de falsear las respuestas. Tampoco habría tenido importancia que lo hubiera hecho; a los pocos minutos, el ordenador había establecido el esquema de sus respuestas automáticas a todas las preguntas cuyas contestaciones eran ya conocidas. De vez en cuando, volvía a comprobarse la calibración (SE LLAMA OWEN FLETCHER… NACIÓ EN CIUDAD DEL CABO… ZULULANDIA…), y las preguntas eran repetidas de vez en cuando para confirmar las respuestas ya dadas. Todo el proceso era completamente automático, una vez identificada la contestación fisiológica de las respuestas SÍ—NO. Los primitivos «detectores de mentiras» habían tratado de hacer esto con cierto éxito… pero raras veces con absoluta certeza. Había llevado menos de doscientos años perfeccionar la tecnología y revolucionar así la práctica del Derecho, tanto criminal como civil, hasta el punto de que pocos juicios duraban más de unas cuantas horas. No era tanto un interrogatorio como una versión computerizada «a prueba de trampas» del antiguo juego de las veinte preguntas. En principio, cualquier información podía ser desvelada rápida con una serie de respuestas SÍ—NO, y era sorprendente las pocas veces en que se llegaba a necesitar veinte cuando un humano experto cooperaba con una máquina experta. Cuando un Owen Fletcher bastante aturdido se levantaba tambaleante de la silla, exactamente una hora después, no tenía ni idea de lo que le habían preguntado ni cómo había respondido. Sin embargo, se sentía bastante seguro de no haber soltado nada. Tuvo una leve sorpresa cuando el doctor Steiner le dijo alegremente: — Ya está, Owen. No le volveremos a necesitar. El profesor estaba orgulloso de no haber hecho nunca daño a nadie, pero un buen interrogatorio debía tener algo de sádico… aunque sólo fuera a nivel psicológico. Además, contribuía a su reputación de infalibilidad, y eso significaba tener ganada la mitad de la batalla. Esperó hasta que Fletcher hubo recuperado su equilibrio y era conducido de vuelta a la celda de arresto. — Ah, por cierto, Owen… Ese truco con el hielo nunca habría funcionado. De hecho, sí podría haberlo hecho; pero eso ya no tenía importancia. La expresión del rostro del teniente Fletcher ofreció al doctor Steiner toda la recompensa que necesitaba por el ejercicio de sus considerables habilidades. Ahora podía volver a dormir hasta que llegasen a Sagan Dos. Pero antes se relajaría y se lo pasaría bien, aprovechando al máximo aquel inesperado interludio. Al día siguiente le echaría un vistazo a Thalassa, y quizás iría a nadar a una de aquellas preciosas playas. Pero por el momento, disfrutaría de la compañía de un viejo y querido amigo. El libro que extrajo con reverencia de su equipaje sellado al vacío no era simplemente una primera edición; era ya la única edición. La abrió al azar; después de todo, se sabía prácticamente todas las páginas de memoria. Empezó a leer y, a cincuenta años luz de las ruinas de la Tierra, la niebla volvió a caer sobre Baker Street.[4 - (1) Baker St.: domicilio habitual de Sherlock Holmes, detectivey personaje principal de las novelas de Sir Conan Doyle.] — La comparación de respuestas ha confirmado que sólo estaban implicados los cuatro sabras — dijo el capitán Bey—. Podemos dar gracias de que no hubiera necesidad de interrogar a nadie más. — Todavía no entiendo cómo esperaban conseguirlo — dijo con tristeza el segundo comandante Malina. — No creo que pudieran, pero ha sido una suerte que no hayamos tenido que comprobarlo. De todos modos, aún estaban indecisos. «El plan A pretendía estropear el escudo. Como ustedes saben, Fletcher estaba en el equipo de ensamblaje y estaba elaborando un esquema para reprogramar la última fase del procedimiento de izado. Si se dejaba que un bloque de hielo chocara con un segundo a sólo unos pocos metros de distancia… ¿ven lo que quiero decir? «Podía hacerse que pareciera un accidente, pero existía el riesgo de que la subsiguiente investigación probara rápidamente que no se trataba de eso. Y aunque el escudo se estropeara se podía reparar. Fletcher esperaba que el retraso le daría tiempo para reclutar nuevos partidarios. Tal vez tuviese razón; otro año en Thalassa… «El plan B pretendía el sabotaje del sistema de mantenimiento vital, de forma que la nave tuviera que ser evacuada. De nuevo, las mismas objeciones. «El plan C era el más inquietante, porque habría terminado con la misión. Afortunadamente, ninguno de los sabras estaba en propulsión; les habría sido muy difícil llegar hasta el propulsor… Todos parecían asombrados… aunque nadie lo estaba tanto como el comandante Rockynn. — No habría sido tan difícil, señor, si estaban suficientemente decididos. La gran dificultad habría sido preparar algo que dejase inservible el propulsor, de forma permanente, sin dañar la nave. Tengo serias dudas de que poseyeran los conocimientos técnicos necesarios. — Estaban trabajando en ello — dijo el capitán con tristeza—. Me temo que hemos de revisar nuestros sistemas de seguridad. Habrá una conferencia mañana sobre esta cuestión para todos los oficiales… aquí, a mediodía. Entonces, la comandante médico Newton planteó la pregunta que todos vacilaban en hacer. — ¿Habrá consejo de guerra, capitán? — No es necesario; los culpables han sido descubiertos. Según las ordenanzas de la nave, el único problema es la sentencia. Todos aguardaron. Y siguieron aguardando. — Gracias, señoras y señores — dijo el capitán, y sus oficiales se marcharon en silencio. Solo en sus habitaciones, se sintió enojado y traicionado. Pero por fin, se había acabado; la Magallanes había sorteado la tormenta causada por el hombre. Los otros tres sabras eran, tal vez, inofensivos; pero ¿qué hacer con Owen Fletcher? Su mente vagó hasta el juguete mortífero que guardaba en su caja fuerte. Él era el capitán: sería muy sencillo aparentar un accidente… Dejó a un lado sus fantasías; nunca podría hacerlo, desde luego. En cualquier caso, ya había tomado una decisión, y estaba seguro de que todos estarían de acuerdo. Alguien había dicho en una ocasión que para cada problema hay una solución sencilla, atractiva… y errónea. Pero estaba convencido de que esta solución era sencilla, atractiva… y totalmente acertada. Los sabras querían quedarse en Thalassa; podían hacerlo. No dudaba que se convertirían en valiosos ciudadanos…Tal vez exactamente del tipo agresivo y lleno de fuerza que esa sociedad necesitaba. ¡Qué extraño resultaba que la historia se repitiese! Como Magallanes, tendría que dejar abandonados a algunos hombres. Pero si les estaba castigando o recompensado, no lo sabría hasta dentro de trescientos años. VI. LOS BOSQUES DEL MAR 44. Bolaespía El laboratorio de la Isla Norte no había sido muy optimista: — Nos hace falta todavía una semana para arreglar el Calypso — dijo el director—. Y además, hemos tenido suerte de encontrar el trineo, sólo hay uno en Thalassa y no queremos arriesgarnos otra vez. «Conozco los síntomas», pensó el oficial científico. Incluso en los últimos días de la Tierra, había algunos directores de laboratorio que querían guardar sus preciosos aparatos intactos por falta de uso. — A no ser que el Krakan pequeño, o el grande, se vuelvan a portar mal, no veo que exista ningún riesgo. Y ¿no han prometido los geólogos que se estarían quietos por lo menos durante cincuenta años? — Me he apostado algo con ellos sobre este asunto. Pero, dígame la verdad, ¿por qué piensa que es tan importante? «¡Qué visión más obtusa! — pensó Varley—. Si este hombre es físico oceanógrafo, sería de esperar en él que tuviera algún interés por la vida marina. Pero a lo mejor le he juzgado mal, a lo mejor me está tanteando…» — Tenemos un cierto interés emocional en este asunto desde que el doctor Lorenson murió, gracias a Dios no permanentemente. Pero aparte de esto, los escorpios nos parecen unos seres fascinantes. Cualquier cosa que descubramos ahora tendrá una importancia capital algún día, y para ustedes será mucho más importante, ya que los tienen en el umbral de la puerta. — Se lo agradezco mucho. Tenemos suerte de ocupar unos medios ecológicos tan distintos… «¿Durante cuánto tiempo? — pensó la científico—. Si Moses Kaldor tiene razón… — Explíqueme exactamente qué hace una bola espía. El nombre es realmente curioso. — Se crearon hace unos dos mil años para seguridad y espionaje, pero tenían muchas otras aplicaciones. Algunas no llegaban a tener el tamaño de una cabeza de alfiler. Las que vamos a utilizar son como una pelota de fútbol. Varley extendió los planos sobre la mesa del director. — Ésta fue diseñada para estar debajo del agua. Me extraña que no la conozca, pues la fecha de referencia es el año 2045. Encontramos todos los detalles en la memoria del ordenador técnico y los instrumentos introducidos en la copiadora. La primera copia no funcionó, todavía no sabemos por qué. Pero, en cambio, la segunda funcionó perfectamente. «Aquí están los generadores acústicos, diez megahertz, así que tenemos la resolución en milímetros. Por supuesto no tiene la calidad del vídeo, pero se ve bastante bien. «El procesador de señales es muy inteligente. Cuando la bola espía se pone en marcha, envía una sola pulsación que forma un holograma acústico de todo lo que está a una distancia de veinte o treinta metros. Transmite esta información en una banda estrecha de doscientos kilohertz hasta llegar a la boya que flota en el exterior, que la radia de nuevo a su base. La primera imagen tarda diez segundos en aparecer, luego la bola espía emite otra pulsación. «Si no hay ningún cambio en la imagen, transmite una señal nula. Pero si pasa algo, transmite la nueva información y así se puede generar una imagen actualizada. «Su frecuencia es de una foto cada diez segundos, lo que nos va bien para la mayoría de las misiones. Por supuesto, si las cosas suceden rápidamente aparecerá una mala imagen, con manchas. Pero no se puede tener todo; este sistema funciona en cualquier parte, incluso en una oscuridad total, no es fácil de encontrar y es económico. El director estaba claramente interesado y estaba haciendo grandes esfuerzos para disimular su entusiasmo. — Es un juguete interesante. Puede servirnos. ¿Puede darnos unas lentes y algunos modelos más? — Sí, le daré las lentes, por supuesto; y comprobaremos si se acoplan bien a su copiadora para que puedan hacer todas las copias que deseen. — El primer modelo, y quizá los otros dos o tres, los queremos lanzar en Escorpia. — Y luego no tendremos más que esperar y ver lo que pasa. 45. El anzuelo La imagen era difusa y a veces difícil de interpretar, a pesar del color artificial utilizado que revelaba detalles que el ojo humano no hubiese podido detectar. En ella aparecía un paisaje aplanado del fondo marino que abarcaba 360 grados. A la izquierda se divisaban algas marinas, en el centro unas rocas y a la derecha otra vez algas. Aunque parecía una imagen fija, los números que iban cambiando en la parte inferior izquierda reflejaban el paso del tiempo; de vez en cuando la escena cambiaba bruscamente, cuando algún movimiento alteraba el tipo de información que se transmitía. — Como podrán observar — dijo el comandante Varley al público invitado al Auditórium de Terra Nova—, no había ningún escorpio por aquí cuando llegamos, pero puede que notaran u oyeran la sacudida cuando aterrizó nuestro… bueno, nuestro paquete. Aquí llega nuestro primer investigador; ha tardado un minuto veinte segundos. Ahora la imagen cambiaba de golpe cada 10 segundos, y en cada toma aparecían más escorpios. — Me detendré en esta toma para que puedan estudiar los detalles — dijo el científico—. ¿Ven aquel escorpio de la derecha? Fíjense en su pinza izquierda, lleva cinco pulseras de metal y parece hallarse en una posición de autoridad, en las siguientes imágenes se puede ver claramente cómo los otros escorpios le dejan pasar; ahora está examinando el misterioso montón de trastos que acaba de caer de su cielo. Ésta es una buena toma, observen cómo utiliza las pinzas y la boca para palpar, usa una como instrumento defensivo y la otra como instrumento de precisión. Ahora está tirando del alambre, pero nuestro regalito es demasiado pesado para él, fíjense en su actitud, juraría que está impartiendo órdenes, aunque no hemos detectado ninguna señal; quizá sea subsónica; aquí viene otro compañero suyo. La escena cambió bruscamente, cobrando una curiosa perspectiva. — Allá vamos, nos están guiando. Tenía usted razón, doctor Kaldor, se dirigen hacia aquella cueva de la pirámide de piedra. El paquete es demasiado grande para que lo puedan introducir en ella. Por supuesto, todo ha salido tal como lo planeamos; ésta es la parte más interesante. Se había pensado mucho el regalo para los escorpios. Aunque el paquete consistía en un montón de trastos, éstos habían sido cuidadosamente seleccionados. Había barras de metal, cobre, aluminio y plomo, tablas de madera, tubos y láminas; trozos de láminas de hierro, un espejo de metal y varios rollos de alambre de cobre de distintas medidas. Toda la masa pesaba alrededor de cien kilos y había sido muy bien sujeta de forma que sólo se pudiera mover como un todo. La bola espía estaba situada en una de las esquinas y se había atado con cuatro pequeños cables. Los dos escorpios grandes empezaron a atacar con decisión a la masa compacta de trastos, al parecer con un plan preciso. Sus poderosas pinzas deshicieron rápidamente los cordeles que la sujetaban, y acto seguido apartaron los trozos de madera y plástico. Era evidente que sólo les interesaba el metal. Al ver el espejo se detuvieron. Lo levantaron y se quedaron mirando su imagen reflejada en él, invisible, por supuesto, en la imagen acústica de la bola espía. — Nos esperábamos que atacasen. Se puede organizar un buen combate poniendo un espejo en un estanque de peces. Quizá se identifica con su propia imagen. Esto parece indicar un buen nivel de inteligencia. Los escorpios abandonaron el espejo y empezaron a arrastrar el resto de desechos al otro lado del fondo del mar. En las siguientes tomas, las imágenes eran muy confusas. Cuando se estabilizó de nuevo la imagen, ésta les mostró una escena completamente distinta. — Tuvimos suerte. Todo salió tal y como lo planeamos. Se llevaron la pelota espía hasta aquella cueva vigilada. Pero no se trata de los aposentos reales de la Reina Escorpio, si es que existe una Reina Escorpio, lo cual dudo… ¿Tienes alguna otra teoría que añadir? Se hizo un largo silencio mientras los asistentes estudiaban el extraño espectáculo. Entonces alguien señaló: — ¡Es un cuarto trastero! — Pero debe tener alguna finalidad. — Miren esto. Es un motor fueraborda de 10 kilowatios. ¡Alguien tiene que haberlo abandonado! — ¡Ahora sabemos quién ha estado robando las cadenas de nuestras anclas! — ¡Pero esto no tiene ningún sentido! — Seguramente lo tiene para ellos. Moses Kaldor tosió reclamando la atención. Era una estrategia que raramente le fallaba. — Esto es todavía sólo una teoría — comenzó—, pero cada vez más los hechos lo corroboran. Habrán observado que lo que hay aquí es metal, escrupulosamente seleccionado entre una gran variedad de elementos. Ahora bien, para una criatura marina inteligente, el metal debe de ser bastante misterioso, y algo muy distinto a los demás productos naturales del océano. Los escorpios parecen estar aún en la Edad de Piedra, y no hay forma de que puedan salir de ella tal y como nosotros, los animales terrestres, lo hicimos en la Tierra. Sin fuego, están atrapados en un callejón sin salida tecnológica. Creo que estamos asistiendo a una repetición de algo que ocurrió hace tiempo ya en nuestro mundo. ¿Saben de dónde obtuvo el hombre prehistórico sus primeros suministros de hierro? ¡Del espacio! «No me extraña su asombro. No se encuentra jamás hierro puro en la Naturaleza; se oxida demasiado fácilmente. La única fuente de abastecimiento para el hombre primitivo eran los meteoritos. No tiene nada de extraño, pues, que fuesen venerados y que nuestros antepasados creyesen en seres sobrenaturales más allá del cielo. ¿Acaso está ocurriendo lo mismo aquí? Les pido que lo consideren seriamente. Todavía no conocemos el nivel de inteligencia de los escorpios. Quizá coleccionen metales por simple curiosidad y estén fascinados por sus propiedades… ¿quizá debería decir mágicas? Pero, ¿sabrán usarlas para algo más que para decoración? ¿Hasta dónde pueden evolucionar mientras permanezcan bajo el agua? Y, ¿permanecerán siempre allí? Amigos míos, creo que deberían investigar todo lo que puedan sobre los escorpios. Quizás estén ustedes compartiendo su planeta con otra raza inteligente. ¿Piensan cooperar, o luchar? Aun cuando no sean realmente inteligentes, los escorpios pueden llegar a representar una amenaza mortal o pueden ser un instrumento útil. Puede que debieran cultivarlos. Por cierto, observen la referencia Cargo Cult en sus bancos de historia… es C — A— R — G— O C — U— L — T. Me encantaría conocer el siguiente capitulo de esta historia. Quizás en estos momentos, unos escorpios filósofos estén reunidos en los bosques de algas deliberando lo que deben hacer con nosotros. Así pues, por favor, arreglen las antenas espaciales para que podamos seguir en contacto. El ordenador de la Magallanes estará esperando su informe mientras nos vigila en nuestro viaje a Sagan Dos. 46. Cuantos dioses existan… — ¿Qué es Dios? — preguntó Mirissa. Kaldor suspiró y apartó la vista de la representación visual multisecular que veía en la pantalla. — ¿Por qué lo preguntas? — Porque ayer Loren dijo «Moses cree que los escorpios deben de estar buscando a Dios». — ¿De verdad dijo eso? Más tarde hablaré con él. Y tú, jovencita, me pides que te explique algo que ha obsesionado a millones de hombres durante miles de años, y que ha producido más palabras que cualquier otro hecho en la historia. ¿De cuánto tiempo dispones esta mañana? Mirissa rió. — Oh, por lo menos de una hora. ¿No me dijiste una vez que todo lo que es realmente importante puede expresarse en una sola frase? — Hmm. En esta vida me he encontrado con algunas frases sumamente largas. A ver, por dónde voy a empezar… Su mirada vagó por el claro que se extendía fuera de la ventana de la biblioteca y por el silencioso, ¡pero tan elocuente! casco de la nave madre que se destacaba en él. «La vida humana de este planeta comenzó aquí; no me extraña que a menudo me recuerde al Edén. ¿Soy yo la Serpiente, que está a punto de destruir su inocencia? Pero yo no le voy a explicar a una joven tan inteligente como Mirissa nada que no sepa ya o que no haya adivinado.» — El problema que existe con la palabra Dios — empezó lentamente—, es que nunca significó lo mismo para cada persona, sobre todo si se trataba de filósofos. Por esto, su uso fue desapareciendo poco a poco durante el Tercer Milenio, conservándose sólo como expletivo; demasiado obsceno en algunas culturas para su uso en una conversación educada. En su lugar fue sustituida por toda una constelación de términos especializados. Esto, por lo menos, acabó con la discusión entre las personas que defendían significados opuestos, ya que ésta fue la razón por la que en el pasado se produjeron el noventa por ciento de los enfrentamientos. El Dios personal, llamado a veces Dios Uno, pasó a llamarse Alfa. Esta era la entidad hipotética que, según se suponía, cuidaba de los asuntos de la vida cotidiana de cada persona, ¡y de cada animal! y premiaba el bien y castigaba el mal, por lo general en una existencia posterior a la muerte muy vagamente descrita. Se rendía culto a Alfa, se le rezaba, se llevaban a cabo ceremonias religiosas muy elaboradas, y se construían templos enormes en su honor… «Después estaba el Dios que creó el universo y que no se sabe si se despreocupó o no de él después de su creación. Éste era Omega. Cuando acabaron de diseccionar a Dios, los filósofos habían empleado casi todas las veinte letras del alfabeto griego antiguo. Pero Alfa y Omega son suficientes por esta mañana. Sólo te diré que se dedicaron más de diez mil millones de años humanos a discutir sobre esto. «Alfa estaba inextricablemente relacionado con la religión, y eso supuso su perdición. Podría haber estado presente hasta el momento de la destrucción de la Tierra si las innumerables religiones que existían se hubieran dejado en paz mutuamente. Sin embargo, no podían hacer eso, porque cada una de ellas reclamaba la posesión del Dios único y de la verdad. Por lo tanto, tenían que destruir a sus rivales, eliminando no sólo a todas las demás religiones, sino también a los disidentes de su propia confesión. «Por supuesto, estoy simplificando mucho, los hombres y mujeres buenos a menudo estaban por encima de sus creencias, y es muy posible que la religión fuera esencial en las sociedades humanas antiguas. Sin unas sanciones supranaturales que les condicionaran, quizá los hombres nunca se hubieran unido en comunidades más grandes que las tribales. La religión no se convirtió en una fuerza esencialmente antisocial hasta que fue corrompida por el poder y los privilegios. El gran bien que había hecho fue eclipsado posteriormente por males mayores. «Nunca habrás oído hablar, espero, de la Inquisición, de la caza de brujas o de las Jihads. ¿Puedes creer que incluso dentro de la Era Espacial había naciones en las que los niños podían ser legalmente ejecutados porque sus padres pertenecían a una subclase herética del tipo de Dios Alfa que veneraba el estado? Esto te chocará, pero estas cosas — y otras peores — sucedían cuando nuestros antepasados comenzaban la exploración del Sistema Solar. «Por suerte para la Humanidad, de una manera más o menos airosa, Alfa desapareció del mapa, a principios de los años 2000. Murió a causa de un desarrollo fascinante de lo que se llamó teología estadística. ¿Cuánto tiempo me queda? ¿No estará Bobby poniéndose impaciente? Mirissa echó un vistazo por el gran ventanal. El palomino pacía felizmente en la hierba alrededor de la base de la Nave Madre, y era evidente que estaba tranquilo. — No se alejará mientras aquí haya algo para comer. ¿Qué era la teología estadística? — Fue el asalto final al problema del Mal. En ello fue decisiva la aparición de un culto muy excéntrico; sus seguidores se autodenominaron neomaniqueos, no me preguntes por qué, hacia el año 2050. Por cierto, fue la primera «religión orbital». Aunque todas las demás confesiones habían utilizado los satélites de comunicaciones para difundir sus doctrinas, los neomaniqueos contaban exclusivamente con ellos. No tenían otro lugar de reunión más que la pantalla de televisión. «A pesar de su dependencia de la tecnología, su tradición venía de muy antiguo. Ellos creían que Alfa existía, pero que era absolutamente malo, y que el último fin de la Humanidad era enfrentarse a él y destruirlo. «En apoyo a su confesión, recopilaron una serie inmensa de hechos horribles de la historia y la zoología. Creo que debía de tratarse de una gente con un humor bastante negro, porque parecían experimentar un placer morboso reuniendo ese material. «Por ejemplo, una prueba válida de la existencia de Alfa era la que se denominó Argumento del Diseño. Ahora sabemos que es absolutamente erróneo, pero los neomaniqueos hicieron que pareciera del todo convincente e irrefutable. «Si ves que un objeto tiene un bonito diseño — su ejemplo favorito era el reloj digital — tiene que haber un planificador, un creador, detrás de él. Sólo hay que mirar la Naturaleza. Y lo hicieron, al pie de la letra. Su campo fue en especial la parasitología. Por cierto, ¡no sabes la suerte que tienes de vivir en Thalassa! No te repugnaré describiendo los increíbles e ingeniosos métodos y adaptaciones de las que se sirvieron estos seres para invadir y minar otros organismos, en especial los humanos, para conseguir su destrucción. Sólo mencionaré una mascota especial de los neomaniqueos, la avispa. «Esta deliciosa criatura ponía sus huevos en otros insectos, después de paralizarlos, para que cuando sus larvas salieran del huevo, éstas tuvieran un buen suministro de carne viva y fresca. «Los neomaniqueos eran capaces de estar hablando durante horas de cosas de este tipo, exponiendo los caprichos de la Naturaleza, como prueba de que Alfa era, si no extremadamente malo, sí indiferente por completo a los criterios humanos de moralidad y bondad. No te preocupes, no puedo imitarles, y no lo haré. «Sin embargo debo mencionar otra de sus pruebas favoritas, el Argumento de la Catástrofe. Un ejemplo típico que podría producirse incontables veces: unos adoradores de Alfa se reúnen para pedir ayuda ante la proximidad de un desastre; y todos mueren porque se derrumba su refugio, mientras que la mayoría de ellos se habrían salvado si se hubieran quedado en sus Casas. «Los neomaniqueos reunieron volúmenes enteros de horrores de este tipo, como hospitales y residencias de ancianos incendiados, colegios de párvulos sepultados por terremotos, y volcanes o maremotos que destruyeron ciudades. La lista es inacabable. «Naturalmente, los adoradores de Alfa rivales no se rindieron ante eso, y reunieron el mismo número de ejemplos contrarios, las maravillas que se habían producido, una y otra vez, para salvar de la catástrofe a los devotos creyentes. «Este debate duró, en formas diversas, varios miles de años. No obstante, hacia el siglo XXI, las nuevas tecnologías de la información y los métodos de análisis estadístico, junto con una comprensión más amplia de la teoría de la probabilidad, ayudaron a encontrar la solución. «Pasaron varias décadas antes de que aparecieran las respuestas, y tuvieron que pasar otras más para que fueran aceptadas por la casi totalidad de los hombres inteligentes: las cosas malas sucedían con la misma frecuencia que las buenas. Como ya se sospechaba desde hacía mucho tiempo, el universo simplemente obedecía a las leyes de la probabilidad matemática. Por supuesto, no había ningún signo de intervención sobrenatural, ni para bien ni para mal. «De modo que el problema del mal nunca existió en realidad. Esperar que el universo fuera benévolo era como imaginar que uno pudiera ganar siempre en un juego de azar. «Algunos devotos intentaron salvar la situación fundando una religión que veneraba a Alfa el Supremo Indiferente, y utilizaron la curva acampanada de la distribución normal como símbolo de su fe. No hace falta decir que una divinidad tan abstracta no inspiraba mucha devoción. «Y ya que hablamos de matemáticas, éstas infligieron a Alfa otro golpe aplastante en el siglo XXI (¿o fue en el XXII?). Un brillante terrícola llamado Kurt Godel probó que existían ciertos límites fundamentales absolutos del conocimiento, y así, la idea de un Ser Omnisciente — una de las definiciones de Alfa — era, por lógica, absurda. Este descubrimiento ha llegado hasta nosotros a través de uno de esos inolvidables malos juegos de palabras: «Con Godel, adiós Dios.» Los estudiantes solían escribir pintadas en las paredes con las letras D, I, O y la sigma griega, y, por supuesto, había versiones que decían: «Con Dios, adiós Godel.» «Pero volvamos a Alfa. Hacia mediados del milenio, éste había dejado de formar parte más o menos de las inquietudes humanas. Prácticamente todos los hombres pensadores habían acabado estando de acuerdo con el duro veredicto del gran filósofo Lucrecio: todas las religiones eran fundamentalmente inmorales, porque las supersticiones que divulgaban forjaban el mal más que el bien. «Aún así, algunas de las viejas confesiones lograron sobrevivir, aunque con sus formas drásticamente alteradas, hasta el fin de la Tierra. Los Mormones del Ultimo Día y las Hijas del Profeta llegaron incluso a crear sus propias naves sembradoras. A menudo me pregunto qué habrá sido de ellas. «Desacreditado Alfa, sólo quedaba Omega, el Creador de todas las cosas. No es tan sencillo deshacerse de Omega; el universo precisa una buena cantidad de explicaciones. ¿No estás de acuerdo conmigo? Existe un antiguo chiste filosófico que es mucho más sutil de lo que parece. Pregunta: ¿Por qué está aquí el Universo? Respuesta: ¿Dónde, si no, podría estar? Y pienso que esto es suficiente para una mañana. — Gracias, Moses — contestó Mirissa, algo aturdida—. Todo esto ya lo habías contado antes, ¿verdad? — Claro que sí, muchas veces. Y prométeme sólo una cosa. — ¿Cuál? — No creas nada de lo que te he dicho por el mero hecho de que te lo haya contado yo. No hay ningún problema filosófico que llegue a solucionarse nunca. Omega sigue estando cerca, y a veces pienso lo mismo de Alfa… VII. MIENTRAS LOS DESTELLOS VUELAN HACIA LAS ESTRELLAS 47. Ascensión Su nombre era Carina, tenía dieciocho años, y aunque era la primera vez que estaba de noche en el barco de Kumar, no era, de ningún modo, la primera vez que estaba en sus brazos. De hecho tenía quizás el mayor derecho al muy disputado título de ser su chica favorita. Aunque el sol se había puesto, la luna interior — mucho más brillante y cercana que la luna perdida de la Tierra — era casi llena, y la playa, a un kilómetro de distancia, estaba a flor de agua con su luz fría y azul. Había un pequeño fuego ante la línea de palmeras, donde la fiesta continuaba. El débil sonido de la música podía oírse de vez en cuando por encima del suave murmullo del motor a reacción, que funcionaba al nivel más bajo de potencia. Kumar ya había conseguido su primer objetivo y no tenía demasiada prisa por ir a ningún sitio. No obstante, como el buen marinero que era, ocasionalmente se escabullía para dar instrucciones al piloto automático y otear rápidamente el horizonte. Kumar había dicho la verdad, pensó Carina felizmente. Había algo erótico en el ritmo regular y suave de un barco, sobre todo cuando era aumentado por el lecho de aire en el que estaban acostados. Después de esto, ¿quedaría satisfecha haciendo el amor en tierra firme? Y Kumar, a diferencia de otros muchos jóvenes de Tarna que ella podría mencionar, era sorprendentemente sensible y considerado. No era uno de esos hombres que sólo piensan en su propia satisfacción, su placer no era completo a menos que fuera compartido. «Cuando está dentro de mí—pensó Carina—, siento que soy la única chica de su universo, aunque sé muy bien que eso no es verdad.» Carina era vagamente consciente de que continuaban alejándose del pueblo, pero no le importaba. Deseaba eternizar aquel momento, y poco le hubiera preocupado que el barco se hubiera dirigido a toda máquina hacia los confines de aquel mar vacío, sin tocar tierra hasta circundar el globo. Kumar sabía verdaderamente lo que hacía. Parte de su placer se debía a la absoluta confianza que él le inspiraba. En sus brazos no tenía ninguna preocupación, ningún problema. El futuro no existía, sólo aquel presente eterno. Sin embargo el tiempo pasó, y la luna interior estaba mucho más alta en el cielo. En la resaca de la pasión, sus labios seguían explorando lánguidamente los territorios del amor, cuando la vibración del hidrorreactor cesó y el barco se detuvo poco a poco. — Ya hemos llegado — dijo Kumar con una nota de excitación en su voz. «¿A dónde habremos llegado?», pensó Carina perezosamente mientras se separaban. Parecía que habían pasado horas desde la última vez que se había molestado en echar un vistazo a la costa… suponiendo que aún estuviera al alcance de la vista. Se levantó despacio, recuperando el equilibrio ante suave balanceo del barco, y contempló con los ojos muy abiertos el País de las Hadas que, no mucho tiempo atrás, había sido la triste ciénaga bautizada, con optimismo, pero de manera inapropiada, como la Bahía del Manglar. Naturalmente, no era la primera vez que tenía un encuentro con la alta tecnología; la planta de fusión y el Repetidor Principal de la Isla Norte eran mucho más grandes y más impresionantes. Sin embargo, el ver aquel laberinto de tubos brillantemente iluminados, los tanques de almacenaje y las grúas y los otros mecanismos de manipulación y aquella bulliciosa combinación de astilleros y de planta química donde todo funcionaba en silencio y con eficacia bajo las estrellas sin un solo ser humano a la vista, le causó una auténtica impresión, visual y psicológica. Cuando Kumar arrojó el ancla, un súbito chapoteo turbó el absoluto silencio de la noche. — Ven — dijo Kumar con aire malicioso—. Quiero enseñarte una cosa. — ¿No hay peligro? — Claro que no; he venido aquí muchas veces. «Y no solo, seguro", pensó Carina. Pero él ya estaba sobre la borda antes de que ella pudiera hacer ningún comentario. El agua apenas les llegaba a la cintura, y retenía aún el calor del día haciéndola desagradablemente caliente. Carina y Kumar, cogidos de la mano, llegaron a la playa sintiendo la fresca brisa nocturna en sus cuerpos. Surgieron de entre las pequeñas olas como unos nuevos Adán y Eva que hubieran recibido las llaves de un Edén mecanizado. — ¡No te preocupes! — dijo Kumar—. Conozco el lugar. El doctor Lorenson me lo explicó todo, pero he encontrado algo que estoy seguro que él no conoce. Caminaban junto a una línea de tuberías cubiertas con gruesos aislamientos que estaban suspendidos a un metro del suelo, y, por primera vez, Carina pudo oír un sonido diferente, el zumbido de unas bombas que propulsaban líquido refrigerante hacia el laberinto de tuberías y de transformadores de calor que les rodeaban. Luego se aproximaron al famoso depósito en el que había sido encontrado el escorpio. Quedaba muy poca agua, la superficie estaba cubierta casi por completo por una masa enmarañada de algas. En Thalassa no había reptiles, pero aquellos tallos gruesos y flexibles le recordaban a Carina unas serpientes entrelazadas. Caminaron a lo largo de unos conductos subterráneos, pasando por unas pequeñas compuertas, todas ellas cerradas, hasta que llegaron a un espacio amplio y abierto, bastante lejos de la planta principal. Cuando abandonaron el complejo central, Kumar hizo alegremente una señal al objetivo de una cámara que les enfocaba. Después nadie llegó a descubrir por qué ésta dejó de funcionar en el momento crucial. — Estos son los tanques de congelación — dijo Kumar—, cada uno tiene una capacidad de seiscientas toneladas, y su composición es del noventa y cinco por ciento de agua, y el cinco por ciento de algas. ¿Qué es lo que te parece tan divertido? — No me parece divertido, pero sí muy extraño — respondió Carina, sonriendo todavía—. El que a alguien se le ocurra llevar una parte de nuestra vegetación oceánica a las estrellas. ¡Quién iba a imaginar algo semejante! Sin embargo, tú no me has traído aquí por esto. — No — contestó Kumar suavemente—. Mira… Al principio ella no pudo ver lo que él le señalaba. Luego, su mente interpretó la imagen que parpadeaba en los límites de su campo de visión y entonces comprendió. Por supuesto, se trataba de un antiguo milagro. Los hombres lo habían hecho en muchos mundos durante más de mil años. Pero presenciarlo con sus propios ojos era más que asombroso; era imponente. Ahora que estaban más cerca de los últimos tanques podía verlo con mayor claridad. El fino haz de luz — no podía tener más de un par de centímetros de anchura — ascendía hacia las estrellas, enhiesto y exacto como un rayo láser. Sus ojos lo siguieron hasta que se hizo invisible, retándola a adivinar el punto exacto de su desaparición. Aun entonces, su mirada siguió avanzando, vertiginosamente, hasta contemplar el mismo cenit y la estrella solitaria que permanecía allí suspendida mientras sus compañeras naturales, más débiles, marchaban progresivamente hacia el oeste. Como una araña cósmica, la Magallanes había hecho descender su telaraña y pronto atraparía a la presa deseada del mundo que había abajo. Cuando se encontraban en el mismo borde del bloque de hielo, Carina tuvo una sorpresa. Su superficie estaba totalmente cubierta de una brillante capa de laminilla dorada. Esto le recordó los regalos que se hacían a los niños en su cumpleaños o en la Fiesta Anual del Aterrizaje. — Es el material aislante — explicó Kumar—. Es oro de verdad; tiene uno o dos átomos de espesor. Sin él, la mitad del hielo se derretiría antes de llegar al escudo. Con aislante o sin él, Carina sentía el dolor que le producía el frío en los pies desnudos mientras Kumar la guiaba sobre la plancha congelada. Con una docena de pasos alcanzaron su centro, y allí estaba, reluciendo con un curioso brillo no metálico, el tenso cable que se alargaba, si no hasta las estrellas, sí por lo menos hasta los treinta mil kilómetros que distaba la órbita estacionaria en la que se encontraba la Magallanes. El cable acababa en un tambor cilíndrico, lleno de instrumentos y de reactores de control, que evidentemente hacía las veces de grúa móvil e inteligente que enganchaba su carga tras un largo descenso a través de la atmósfera. Todo ello parecía sorprendentemente simple e incluso nada sofisticado, como casi todos los productos de las tecnologías maduras y avanzadas. De repente Carina se estremeció, y no por el frío que había bajo sus pies, que no notaba en aquel momento. — ¿Estás seguro de que esto no es peligroso? — preguntó con inquietud. — Claro. Siempre cargan a medianoche, puntualmente, y todavía faltan muchas horas. El panorama es maravilloso, pero no creo que nos quedemos tanto tiempo. Kumar se puso de rodillas, aplicando el oído al increíble cable que unía la nave al planeta. «Si se rompiera — pensó ella con preocupación—, ¿volaría en pedazos?" — Escucha — susurró… Ella no sabía lo que iba a suceder. A veces, años después, cuando pudo soportarlo, intentó recobrar la magia de aquel momento. Nunca estuvo segura de haberlo conseguido. Al principio le pareció estar oyendo la nota más grave de un arpa gigante cuyas cuerdas estuvieran tensadas entre los mundos. Esto le produjo escalofríos en la espina dorsal, y sintió que se le ponía de punta el vello de la nuca, una reacción al miedo forjada en las selvas primitivas de la Tierra. Luego, cuando se fue acostumbrando al extraño sonido, captó todo un espectro de armonías cambiantes que cubrían la gama auditiva hasta sus límites y, sin duda, los superaban. Aparecían y se unían unos con otros, inconstantes y repetitivos como los sonidos del mar. Cuanto más los escuchaba, más le recordaban el incesante choque de las olas sobre una playa desierta. Tuvo la sensación de estar oyendo el mar del espacio lanzándose sobre las costas de todos sus mundos, un sonido aterrador en su inutilidad sin sentido, ya que reverberaba en el doloroso vacío del Universo. Entonces se dio cuenta de que había otros elementos en esta sinfonía inmensamente compleja. Eran unos tañidos repentinos, resonantes, como si unos dedos gigantes hubieran tirado del cable desde algún lugar a miles de kilómetros. ¿Meteoritos? No, desde luego. ¿Quizás una descarga eléctrica en la agitada ionosfera de Thalassa? Y ¿era aquello pura imaginación, o algo creado por sus temores inconscientes? De vez en cuando le pareció oír los débiles gemidos de unas voces demoníacas, o los llantos fantasmagóricos de todos los niños enfermos y hambrientos que murieron en la Tierra durante los siglos de pesadilla. Llegó un momento en que no pudo soportarlo más. — Estoy asustada, Kumar — susurró, tirándole del hombro. — Vámonos. Pero Kumar seguía perdido en las estrellas. Hipnotizado por aquel canto de sirenas, tenía la boca medio abierta y apoyaba la cabeza en aquel cable resonante. Ni tan siquiera notó que Carina, enfadada y asustada, cruzaba con pasos fuertes el suelo de hielo laminado y se iba a esperarle sobre la calidez familiar de la tierra firme. Kumar había observado algo nuevo, una serie de notas ascendentes que parecían exigir su atención. Era como una fanfarria para cuerdas, si es que se puede imaginar una cosa semejante, y era inefablemente triste y lejana. Pero se iba acercando, y se oía cada vez más alto. Era el sonido más escalofriante que Kumar había oído jamás, y se mantuvo paralizado de miedo y de asombro. Casi llegó a imaginar que algo bajaba por el cable dirigiéndose hacia él… Unos segundos después, demasiado tarde, se dio cuenta de la realidad. La onda precursora le empujó bruscamente contra la lámina de oro y el bloque de hielo se movió bajo él. Entonces, y por última vez, Kumar Leonidas contempló la delicada belleza de su mundo durmiente y el rostro aterrorizado de la muchacha, vuelto hacia él, que recordaría aquel momento hasta el día de su muerte. Ya era demasiado tarde para saltar. Y así, el Pequeño León ascendió hacia las silenciosas estrellas, desnudo y solo. 48. Decisión El capitán Bey tenía problemas más graves en la cabeza y delegó aquella tarea con mucho gusto. En todo caso, no podía haber emisario más idóneo que Loren Lorenson. Este jamás había llegado a conocer a los Leonidas mayores, y temía el encuentro. Aunque Mirissa se había ofrecido a acompañarle, prefirió ir solo. Los thalassanos veneraban a sus viejos parientes y hacían todo lo posible para que se sintieran felices y contentos. Lal y Nikri Leonidas vivían en una de las pequeñas colonias autónomas de retiro que existían a lo largo de la costa sur de la isla. Tenían un chalet de seis habitaciones con todos los aparatos imaginables para ahorrar trabajo, entre ellos el único robot de uso general para el hogar que Loren había visto en la Isla Sur. Según la cronología de la Tierra, habría calculado que andaban cerca de los setenta años. Después de los sumisos saludos iniciales, se sentaron en el porche, contemplando el mar mientras el robot se movía a su alrededor con bebidas y bandejas llenas de frutas variadas. Loren se esforzó por tomar un bocado, se armó de valor y emprendió la tarea más dura de su vida. — Kumar… El nombre se le clavó en la garganta y tuvo que volver a empezar. — Kumar se encuentra todavía en la nave. Le debo mi vida; él arriesgó la suya para salvar la mía. Pueden comprender cómo me siento por esto. Haría lo que fuera… Una vez más, tuvo que luchar para controlarse. Intentando mostrarse enérgico y científico como la cirujano comandante Newton durante su sesión informativa, comenzó de nuevo. — Su cuerpo apenas está dañado, porque la descompresión fue lenta y la congelación se produjo de inmediato. Sin embargo, está clínicamente muerto, por supuesto, como yo mismo lo estaba hace escasas semanas… «No obstante, los dos casos son muy diferentes. Mi cuerpo fue recuperado antes de que pudiera sufrir alguna lesión cerebral, por lo que mi reanimación fue un proceso muy sencillo. «Antes de recuperar a Kumar pasaron horas. Físicamente, su cerebro no ha sufrido daños, pero no hay rastro de actividad. «Aun así, la reanimación puede ser posible mediante una tecnología extremadamente avanzada. Según nuestros historiales — que cubren toda la historia de la ciencia médica terrestre — se ha hecho ya en casos similares, con un índice de éxito del sesenta por ciento. «Y esto nos pone ante un dilema que el capitán Bey me ha pedido que les explique con franqueza. Nosotros no tenemos la experiencia ni los equipos necesarios para llevar a cabo una operación así. Pero quizá los tengamos… dentro de trescientos años… «Hay una docena de expertos del cerebro entre los cientos de especialistas médicos que duermen a bordo de la nave. Hay técnicos que pueden ensamblar y hacer funcionar toda clase de dispositivos imaginables para el mantenimiento de la vida y para fines quirúrgicos. Todo lo que llegó a ser de la Tierra volverá a ser nuestro poco después de que lleguemos a Sagan Dos…. Hizo una pausa para que comprendieran las implicaciones. El robot escogió este inoportuno momento para ofrecer sus servicios; él lo rechazó con un movimiento de mano. — Nosotros estaríamos dispuestos, no, encantados, ya que es lo mínimo que podemos hacer, de llevar a Kumar con nosotros. Aunque no podemos garantizarlo, quizás un día vuelva a vivir. Nos gustaría que lo pensaran; tienen mucho tiempo antes de que deban tomar una decisión. Los dos ancianos se miraron el uno al otro durante un largo y silencioso momento, mientras Loren contemplaba el mar. ¡Cuánta paz y tranquilidad! Le encantaría pasar allí sus últimos años, recibiendo de vez en cuando la visita de sus hijos y nietos… Como casi toda Tarna, aquello bien podría ser la Tierra. Quizá debido a una planificación deliberada, no había vegetación thalassana a la vista; todos los árboles resultaban obsesivamente familiares. Pero faltaba algo esencial; se dio cuenta de que esto le había estado intrigando durante mucho tiempo — en realidad, desde que tomó tierra en este planeta—. Y de repente, como si este momento de aflicción hubiera accionado su memoria, supo qué era lo que había echado de menos. No había gaviotas revoloteando en el cielo, llenando el aire con los sonidos más tristes y más evocadores de la Tierra. Lal Leonidas y su esposa aún no se habían dicho una palabra, pero, de alguna manera, Loren sabía que habían tomado una decisión. — Agradecemos su ofrecimiento, comandante Lorenson; exprese nuestro agradecimiento al capitán Bey, por favor. Sin embargo, no nos hace falta tiempo para considerarlo. Pase lo que pase, hemos perdido a Kumar para siempre. «Aun cuando todo salga bien y, como usted ha dicho, no hay garantías, despertará en un mundo extraño, sabiendo que jamás volverá a ver su hogar y que todos aquellos a quienes amaba murieron siglos atrás. No tiene sentido pensarlo. Su intención es buena, pero a él no le haríamos ningún favor. «Nosotros sabemos lo que él habría deseado y lo que debemos hacer. Entréguenoslo. Lo devolveremos al mar que tanto amó. No había nada más que decir. Loren sintió una tristeza abrumadora y un alivio inmenso. Había cumplido con su deber. Era la decisión que había esperado. 49. Fuego en el arrecife El pequeño kayac ya nunca sería terminado; pero sí haría su primer y último viaje. Hasta la puesta del sol, había descansado sobre la orilla, lamido por las suaves olas de aquel mar sin marea. Loren estaba impresionado, aunque no sorprendido, de ver cuánta gente había venido a presentar sus últimos respetos a Kumar. Toda Tarna estaba allí, pero también había muchos que habían venido de la Isla Sur e incluso de la del Norte. Aunque quizás algunos se habían dejado llevar por su curiosidad morbosa, ya que todo el mundo había quedado trastornado por aquel accidente tan espectacular y extraordinario. Loren nunca había visto una muestra de aflicción tan genuina. No había supuesto que los thalassanos fueran capaces de tener emociones tan profundas, y una vez más saboreó en su mente una frase que había encontrado Mirissa mientras buscaba en los archivos de frases de consuelo: «Pequeño amigo de todo el mundo.» Su origen se había perdido, y nadie podía adivinar qué estudioso muerto hacía largo tiempo, y en qué siglo, la había salvado para la posteridad. Después de expresarles en silencio su pésame con un abrazo, dejó a Mirissa y a Brant con la familia Leonidas, que estaba reunida con numerosos parientes de las dos islas. No quiso hablar con extraños porque sabía lo que pensaban muchos de ellos: «Él te salvó, pero tú no has podido salvarle a él.» Era una carga que llevaría toda su vida. Se mordió los labios para contener las lágrimas, nada apropiadas para un oficial superior de la nave estelar más grande que se había construido jamás, y sintió que uno de sus mecanismos mentales de defensa acudía en su ayuda. En momentos de profundo pesar, a veces la única manera de evitar la pérdida del control sobre uno mismo consiste en evocar una imagen del todo incongruente — incluso cómica — desde las profundidades de la memoria. Sí, el universo tenía un extraño sentido del humor. Loren casi se vio obligado a reprimir una sonrisa; ¡cuánto habría disfrutado Kumar con la última broma que le había gastado! — No se asuste — advirtió la comandante Newton al abrir la puerta del depósito de cadáveres de la nave, al mismo tiempo que una bocanada de aire helado y oliendo a formalina salía a su encuentro. — Sucede más a menudo de lo que usted cree. A veces es un espasmo final, casi un intento inconsciente de desafiar a la muerte. En este caso, probablemente fue a causa de la pérdida de presión exterior y la subsiguiente congelación. De no haber sido por los cristales de hielo que definían los músculos de aquel espléndido y joven cuerpo, Loren habría pensado que Kumar no sólo dormía, sino que estaba perdido en un feliz sueño. Porque estando muerto, el Pequeño León era más hombre aún que en vida. Al juntarse el fuego con el agua, un manantial de chispas explotó en el cielo. La mayoría de las ascuas volvieron al mar, pero otras siguieron elevándose hasta perderse de vista. Y así, por segunda vez, Kumar Leonidas ascendió a las estrellas. El sol se había desvanecido tras las pequeñas colinas del oeste y desde el mar llegaba una fría brisa nocturna. Sin apenas perturbar el agua, el kayac se deslizó sobre ella conducido por Brant y por tres de los mejores amigos de Kumar. Por última vez, Loren entrevió el rostro tranquilo y sosegado del muchacho al que debía la vida. Hasta el momento, eran pocos los que habían llorado, pero cuando los cuatro nadadores empujaron la barca lentamente mar adentro, un gran llanto de lamentación surgió de la muchedumbre reunida. Loren ya no pudo contener las lágrimas y no le preocupó quién pudiera verlas. Avanzando firme y constantemente por el fuerte impulso de sus cuatro escoltas, el pequeño kayac se dirigió hacia el arrecife. El rápido anochecer de Thalassa estaba descendiendo cuando la barca rebasó las dos balizas luminosas que marcaban el camino hacia mar abierto. Desapareció tras ellas, y por un momento quedó oculta por la línea blanca de grandes olas que espumeaban perezosamente sobre el arrecife exterior. El lamento cesó; todo el mundo esperaba. De repente, apareció un resplandor sobre el cielo oscurecido, y una columna de fuego surgió del mar. Ardió intensa y limpiamente, sin apenas producir humo; el tiempo que duró es algo que Loren nunca supo, porque en Tarna se había detenido el tiempo. Luego, bruscamente, las llamas desaparecieron; la corona de fuego se hundió en el mar. Todo fue oscuridad; pero sólo por un momento. VIII.CÁNTICOS DE LA LEJANA TIERRA 50. Escudo de hielo El izado del último bloque de hielo debiera haber sido un acontecimiento feliz; ahora sólo era de sombría satisfacción. A treinta mil kilómetros sobre Thalassa se colocó en su sitio el último hexágono de hielo y el escudo quedó acabado. Por primera vez en casi dos años, se activó el propulsor cuántico aunque a su potencia mínima. La Magallanes escapó de su órbita estacionaria, acelerando para comprobar el equilibrio y la integridad del iceberg artificial que tenía que transportar hasta las estrellas. No hubo ningún problema; se había hecho un buen trabajo. Aquello supuso un gran alivio para el capitán Bey, que nunca pudo olvidar que Owen Fletcher (ahora bajo una vigilancia razonablemente estricta en la Isla Norte) había sido uno de los principales arquitectos del escudo. Se preguntó qué habrían pensado Fletcher y los otros sabras exiliados al ver la ceremonia de dedicación. Esta se había iniciado con un vídeo retrospectivo en el que se mostraba la construcción de la planta de congelación y el izado del primer bloque de hielo. A continuación aparecía un ballet espacial fascinante que, a velocidad acelerada, mostraba cómo se maniobraban los enormes bloques de hielo hasta colocarlos en su sitio y cómo se hacían encajar en el escudo que iba creciendo progresivamente. El principio fue en tiempo real, luego se aceleró rápidamente hasta que los últimos sectores fueron sumándose a un ritmo de uno cada escasos segundos. El mejor compositor de Thalassa había concebido una ingeniosa partitura musical que empezaba con una lenta pavana y acababa con una intensa polka, volviendo a la velocidad normal al final, cuando el último bloque de hielo era encajado en su sitio. Luego la imagen cambió por otra en directo, captada por una cámara suspendida en el espacio a un kilómetro de la Magallanes, mientras ésta orbitaba en la zona de sombra del planeta. La gran pantalla solar que protegía el hielo durante el día había sido retirada, por lo que el escudo era visible en su totalidad por primera vez. El enorme disco gris blanquecino brilló fríamente bajo los focos, pronto se enfriaría mucho más al penetrar en los pocos grados sobre cero absoluto de la noche galáctica. Allí sólo se calentaría con la luz lejana de las estrellas, con la pérdida de radiación de la nave y con la poco frecuente explosión de energía originada por el polvo que hiciera impacto sobre él. La cámara recorrió lentamente el iceberg artificial, con el acompañamiento de la voz inconfundible de Moses Kaldor. — Gentes de Thalassa, os damos las gracias por vuestro regalo. Tras este escudo de hielo, esperamos viajar a salvo al mundo que nos está esperando a setenta y cinco años luz, de aquí a trescientos años. «Si todo va bien, cuando lleguemos a Sagan Dos aún transportaremos por lo menos veinte mil toneladas de hielo. Dejaremos que caiga sobre el planeta, y el calor de la entrada lo transformará en la primera lluvia que jamás haya conocido ese mundo glacial. Por un momento, antes de que vuelva a congelarse, será el precursor de los mares que aún no han nacido. «Un día, nuestros descendientes conocerán mares como los vuestros, aunque no tan inmensos o tan profundos. Las aguas de nuestros dos mundos se mezclarán, dando vida a nuestro nuevo hogar. Y os recordaremos con amor y gratitud. 51. Reliquia — Es precioso — dijo Mirissa reverentemente—. Ahora puedo comprender por qué se valora tanto el oro en la Tierra. — El oro es la parte menos importante — contestó Kaldor al tiempo que sacaba la reluciente campana de su caja forrada de terciopelo—. ¿Adivinas qué es? — Evidentemente es una obra de arte. Pero tiene que significar mucho más para ti, ya que lo has llevado contigo durante cincuenta años luz. — Tienes razón, desde luego. Es una reproducción exacta de un gran templo, de más de cien metros de altura. En un principio, había siete de estos estuches, todos ellos de idéntica forma, y cada uno encajaba dentro de otro. Este era el más interior, el que contenía la Reliquia. Me fue entregado por unos viejos amigos en mi última noche en la Tierra. «Todo es atemporal — me recordaron—. Sin embargo, hemos conservado esto durante más de cuatro mil años. Llévalo contigo a las estrellas, con nuestra bendición.» "A pesar de que yo no compartía su fe, ¿cómo podía rechazar un regalo tan valioso? Ahora lo dejaré aquí, donde los hombres llegaron por primera vez a este planeta. Otro regalo de la Tierra… quizás el último." — No digas eso — respondió Mirissa—. Habéis dejado tantos regalos que nunca podremos contarlos todos. Kaldor sonrió melancólicamente y por un momento no contestó, deteniendo su mirada en la familiar vista que se divisaba desde la ventana de la biblioteca. Allí había sido feliz, rastreando la historia de Thalassa y aprendieron muchas cosas que podrían ser de un valor incalculable cuando se creara la nueva colonia en Sagan Dos. "Adiós vieja nave madre — pensó—. Hiciste bien tu trabajo. Aún nos espera un largo camino; ojalá la Magallanes nos sirva con tanta lealtad como tú has servido a la gente a la que hemos llegado a amar." — Estoy seguro de que mis amigos habrían estado de acuerdo. He cumplido con mi deber. La Reliquia estará más segura aquí en Museo de la Tierra, que a bordo de la nave. Después de todo quizá nunca lleguemos a Sagan Dos. — Claro que llegaréis. Pero aún no me has dicho qué hay en el séptimo cofre — Es lo Único que queda de uno de los hombres más grandes que ha existido jamás; él fundó la única fe que nunca llegó a teñirse de sangre. Estoy convencido de que le habría divertido mucho saber que, cuarenta siglos después de su muerte, uno de sus dientes sería trasladado a las estrellas. 52. Cánticos de la lejana tierra Ahora era el momento de la transición, de las despedidas, de las separaciones tan duras como la muerte. Sin embargo, a pesar de todas las lágrimas que se derramaron — tanto en Thalassa como en la nave — también había un sentimiento de alivio. Aunque ya nada volvería a ser lo mismo, ahora la vida podría volver a la normalidad. Los visitantes eran como unos invitados que se habían quedado un poco más de lo previsto; era hora de partir. El mismo presidente Farradine lo aceptaba y había abandonado su sueño de una Olimpíada interestelar. Su consuelo fue grande: las unidades de congelación se trasladaban a la Isla Norte, y la primera pista de hielo de Thalassa estaría lista a tiempo para los Juegos. Si estaría listo también algún otro atleta era otro problema, pero muchos jóvenes thalassanos pasaban horas observando con incredulidad a algunos de los grandes maestros del pasado. Mientras tanto, todo el mundo convino en que debía organizarse una ceremonia de despedida que marcara la partida de la Magallanes. Por desgracia, eran pocos los que se ponían de acuerdo en cuanto a la Forma que debía tomar. Hubo innumerables iniciativas privadas con las que se sometió a los interesados a una gran tensión física y mental, pero ninguna oficial y pública. La alcaldesa Waldron, reclamando prioridad en nombre de Tarna, creía que la ceremonia debía realizarse en el lugar del primer aterrizaje. Edgar Farradine defendía que el Palacio Presidencial, pese a sus modestas proporciones, era más apropiado. Algunos graciosos sugirieron Krakan como solución intermedia, aduciendo que sus famosas viñas serían el lagar más adecuado para el brindis de despedida. Aún no habían resuelto la cuestión cuando la Compañía de Radiodifusión de Thalassa — una de las burocracias con más iniciativa del planeta — se apropió del proyecto en su totalidad. El concierto de despedida iba a ser recordado, e interpretado, por las generaciones venideras. No hubo un vídeo que distrajera los sentidos; sólo música y un relato muy breve. Se estudió el patrimonio de dos mil años para evocar el pasado y dar esperanzas para el futuro. No sólo era un réquiem, sino también una canción de cuna. Parecía un milagro que, después que el arte alcanzara la perfección tecnológica, los compositores de música tuvieran algo que decir. A lo largo de los mil años, la electrónica les había proporcionado un dominio total sobre todos los sonidos audibles por el oído humano, y podría haberse pensado que todas las posibilidades de este medio de expresión se habían agotado tiempo atrás. De hecho, había habido alrededor de un siglo de pitidos, vibraciones y electroeructos antes de que los compositores hubieran dominado sus ahora infinitos poderes y unido de nuevo con éxito el arte con la tecnología. Nadie superó jamás a Beethoven o a Bach; pero algunos se les acercaron. Para las legiones de oyentes, el concierto constituyó un recordatorio de cosas que nunca habían conocido, cosas que pertenecieron sólo a la Tierra. El lento tañido de enormes campanas ascendiendo como humo invisible desde las viejas agujas de una catedral; el canto de pacientes barqueros, en lenguas ahora perdidas para siempre, remando contra corriente de vuelta a casa bajo las últimas luces del día; las canciones de ejércitos avanzando hacia batallas a las que el tiempo había desprovisto de todos sus males y dolores; el murmullo mezclado de diez millones de voces al despertar las más grandes ciudades del hombre en su encuentro con el amanecer; la fría danza de la aurora sobre mares de hielo sin fin; el rugido de potentes motores ascendiendo hacia las estrellas. Todo esto escucharon los oyentes en la música que vino de la noche — los cantos de la lejana Tierra, llevados a través de los años luz… Para la parte final, los productores habían seleccionado la última gran obra dentro de la tradición sinfónica. Escrita en los años en que Thalassa había perdido el contacto con la Tierra, era totalmente nueva para el público. No obstante, su tema marítimo la hizo especialmente apropiada para la ocasión — y su impacto sobre los oyentes fue tan grande como lo hubiera deseado su compositor, fallecido mucho tiempo atrás. — Cuando escribí la Lamentación por Atlántida, hace casi treinta años, no tenía imágenes concretas en mente; sólo me interesaban las reacciones emocionales, no las escenas explícitas; yo quería que la música transmitiera una sensación de misterio, de tristeza, de pérdida abrumadora. No pretendía pintar un buen retrato de ciudades en ruinas llenas de peces. Sin embargo, algo extraño me sucede siempre que oigo el Lento lúgubre, como estoy haciendo mentalmente en este momento… «Empieza en el compás 136, cuando la serie de acordes que descienden hasta el registro más bajo del órgano se unen por primera vez al aria inarticulada de la soprano, subiendo más y más desde las profundidades… Ya se sabe, por supuesto, que basé este tema en los cantos de las grandes ballenas, esos poderosos músicos del mar con los que hicimos la paz muy tarde, demasiado tarde… La escribí para Olga Kondrashin, y nadie ha podido cantar esos pasajes nunca más sin la ayuda de la electrónica… «Cuando empieza la línea vocal, es como si viera algo que existe en la realidad. Me encuentro en una plaza de una ciudad casi tan grande como St. Marks o St. Peters. A mi alrededor hay edificios medio en ruinas, como templos griegos, y estatuas volcadas cubiertas por algas, con frondas verdes ondeando de un lado a otro. Todo está parcialmente cubierto por una espesa capa de barro. «Al principio, la plaza parece vacía; luego descubro algo perturbador. No me pregunten por qué, siempre es una sorpresa por que siempre lo veo por primera vez. «En el centro de la plaza hay un montículo y un conjunto de líneas que irradian de él. Me pregunto si son muros en ruinas, parcialmente enterrados en el fango. Sin embargo, esa disposición no tiene sentido; y entonces observo que el montículo está latiendo. «Al cabo de un momento advierto dos ojos enormes que, sin pestañear, me observan. «Eso es todo; no sucede nada. Aquí no ha pasado nada desde hace seis mil años, desde aquella noche en que la barrera de tierra firme cedió y el mar corrió entre las Columnas de Hércules. «El Lento es mi movimiento favorito, pero no podría terminar la sinfonía con ese aire de tragedia y desesperación. De aquí el final: «Resurgimiento.» «Ya sé, desde luego, que la Atlántida de Platón nunca existió en realidad. Por esta misma razón, nunca podrá morir. Siempre será un ideal, un sueño de perfección, una meta que inspirará a los hombres en la posteridad. Esta es la razón por la que la sinfonía finaliza con una marcha triunfal hacia el futuro. «Sé que la interpretación popular de la marcha es una Nueva Atlántida que surge de entre las olas. Es demasiado literal; para mí, el final representa la conquista del espacio. Una vez lo hube encontrado y retenido, me llevó meses librarme de este tema. Esas quince malditas notas me martilleaban en la cabeza día y noche… «Ahora, la Lamentación existe al margen de mí; ha adquirido vida propia. Incluso cuando desaparezca la Tierra, se dirigirá a toda velocidad a la Galaxia Andrómeda, impulsada por cincuenta mil megavatios procedentes del transmisor del cráter Tsiolkovski, en el espacio exterior. «Algún día, dentro de siglos o de milenios, será capturada y comprendida. Memorias habladas, Sergei di Pietro (3411–3509) 53. La máscara de oro — Siempre hemos hecho ver que no existe — dijo Mirissa—. Pero ahora quisiera verla. Sólo una vez. Loren guardó silencio por un momento. Luego respondió: — Ya sabes que el capitán Bey nunca ha admitido a ningún visitante. Desde luego que lo sabía; y también comprendía los motivos. Aunque al principio ello había originado un cierto resentimiento, todos los habitantes de Thalassa se daban cuenta ahora de que la pequeña tripulación de la Magallanes estaba demasiado ocupada para hacer de guía — o de niñera — del imprevisible cincuenta por ciento de casos que tendrían náuseas en los sectores de gravedad cero de la nave. El mismo presidente Farradine había sido delicadamente rechazado. — He hablado con Moses, y él ha hablado con el capitán. Todo está arreglado. Pero hay que mantenerlo en secreto hasta que haya partido la nave. Loren la miró con asombro; luego sonrió. Mirissa siempre le daba sorpresas; era parte de su atractivo. Comprendió, con una punzada de tristeza, que nadie de Thalassa tenía mayor derecho a ese privilegio; su hermano era el único thalassano que había hecho ese viaje. El capitán Bey era un hombre justo y dispuesto a quebrantar las normas en caso necesario. Además, una vez hubiera partido la nave, sólo tres días más tarde, no importaría. — Supón que te mareas en el espacio. — Yo no me mareo ni en el mar… — Eso no prueba nada. — … y he visto a la comandante Newton. Me ha dado una clasificación del noventa y cinco por ciento, y me ha recomendado el transbordador de medianoche. Entonces no habrá nadie de la ciudad cerca de ahí. — Has pensado en todo, ¿verdad? — dijo Loren con franca admiración—. Te veré en el embarcadero número dos quince minutos antes de medianoche. Hizo una pausa y añadió con dificultad: — Esta vez ya no volveré a salir. Dile adiós a Brant de mi parte, por favor. Aquélla era una prueba que no podía afrontar. De hecho, no había puesto los pies en la residencia de los Leonidas desde que Kumar hizo su último viaje y Brant volvió para consolar a Mirissa. Ya casi era como si Loren no hubiera entrado nunca en sus vidas. E inexorablemente las estaba abandonando, pues ahora podía mirar a Mirissa con amor pero sin deseo. Una emoción más profunda — uno de los dolores más agudos que había experimentado jamás — invadía ahora su mente. Él había deseado y anhelado ver a su hijo, pero el nuevo programa de la Magallanes lo imposibilitaba. Aunque había oído los latidos de su corazón mezclados con los de su madre, nunca los tendría en sus brazos. El transbordador acudió a su cita en el lado diurno del planeta, por lo que la Magallanes aún estaba casi a cien kilómetros de distancia cuando Mirissa la vio por primera vez. Aunque conocía sus dimensiones reales, le parecía un juguete que relucía bajo la luz del sol. A diez kilómetros de distancia no parecía más grande. Su cerebro y sus ojos se empeñaban en que aquellos círculos oscuros que rodeaban el sector central no eran más que portillas. Hasta que el curvo e interminable casco de la nave surgió al lado de ellos no le entró en la cabeza que se trataba de compuertas de carga y acoplamiento, en una de las cuales iba a entrar el transbordador. Loren miró con ansiedad a Mirissa cuando ésta se desabrochó el cinturón de seguridad; éste era el peligroso momento en que, libre de trabas por primera vez, el confiado pasajero se daba cuenta de repente de que la gravedad cero no era tan divertida como parecía. No obstante, Mirissa parecía sentirse absolutamente cómoda cuando se deslizó por la esclusa de aire, impulsada por unos suaves empujones de Loren. — Por suerte, no hay necesidad de ir al sector 1 G, con lo que te ahorrarás el problema de readaptarte por segunda vez. No tendrás que pensar más en la gravedad hasta que vuelvas a tierra firme. «Habría sido interesante — pensó Mirissa—, visitar los alojamientos del sector giratorio de la nave, pero ello habría supuesto interminables conversaciones formales y contactos personales, que era lo último que necesitaba entonces. Le alegró mucho que el capitán Bey estuviera aún en Thalassa; ni tan siquiera habría necesidad de efectuar una visita de cortesía para darle las gracias. Al abandonar la esclusa de aire se encontraron en un pasillo tubular que parecía extenderse a lo largo de toda la nave. A un lado había una escalerilla; al otro, dos filas de asideros flexibles, adecuados para las manos o los pies, que se deslizaban lentamente en ambos sentidos sobre unas pistas paralelas. — No es buen sitio para quedarse cuando aceleremos — comentó Loren—. Entonces pasa a ser un eje vertical de dos kilómetros de profundidad. Es entonces cuando en verdad necesitas la escalerilla y los asideros. Agárrate a ése de ahí y deja que haga todo el trabajo por ti. Fueron transportados sin esfuerzo alguno a lo largo de varios centenares de metros, y llegaron a un pasillo que formaba ángulo recto con el principal. — Suelta la correa — indicó Loren cuando habían avanzando algunos metros—. Quiero enseñarte una cosa. Mirissa soltó el asidero y progresivamente se detuvieron junto a una ventana larga y estrecha situada a un lado del túnel. A través del grueso cristal, ella miró hacia el interior de una enorme y fuertemente iluminada caverna de metal. Aunque estaba completamente desorientada, supuso que aquella gran cámara cilíndrica debía abarcar casi la totalidad de la anchura de la nave, y que aquella barra central, por lo tanto, debía de reposar a lo largo de su eje. — El propulsor cuántico — anunció Loren con orgullo. Ni tan siquiera pretendió nombrar las veladas formas de metal y cristal, los curiosamente formados contrafuertes volantes que brotaban de las paredes de la cámara, las vibrantes constelaciones de luces, la esfera de completa oscuridad que, aunque no podía distinguirse, parecía estar girando… No obstante, al cabo de un rato, dijo: — El mayor logro del genio humano; el último regalo de la Tierra a sus hijos. Algún día nos convertirá en dueños de la galaxia. Había un tono de arrogancia en sus palabras que hizo poner mala cara a Mirissa. El que hablaba volvía a ser el viejo Loren, antes de haber madurado en Thalassa «Pues que así sea», pensó ella; pero una parte de él había cambiado para siempre. — ¿Tú crees — preguntó ella con delicadeza — que la galaxia llegará a enterarse? Sin embargo, estaba impresionada, y contempló largamente aquellas formas enormes y sin sentido que habían hecho llegar a Loren hasta ella a través de los años luz. No supo si bendecirles por lo que habían traído o si maldecirles por lo que muy pronto se llevarían. Loren la condujo a través de aquel laberinto, aún más cerca del corazón de la Magallanes. No se encontraron con nadie ni una sola vez; ello hacía recordar las dimensiones de la nave y su reducida tripulación. — Ya casi estamos — avisó Loren con una voz ahora calmosa y solemne—. Éste es el Guardián. Totalmente cogida por sorpresa, Mirissa flotó en dirección a aquel rostro dorado, que la miraba desde su hueco, hasta casi chocar con él. Extendió una mano y tocó un frío metal. Así pues, era real, y no, como había imaginado, un holograma. — ¿Qué… quién es? — susurró. — A bordo tenemos muchos de los más grandes tesoros artísticos de la Tierra — afirmó Loren con melancólico orgullo—. Éste fue uno de los más famosos. Fue un rey que murió muy joven, cuando era un niño… La voz de Loren se desvaneció cuando ambos tuvieron el mismo pensamiento. Mirissa tuvo que enjugarse las lágrimas antes de poder leer la inscripción que había bajo la máscara. TUTANKHAMON 1361— 1353a. de C. (Valle de los Reyes, Egipto, 1922 d. de C.) SI, había tenido casi la misma edad que Kumar. El rostro dorado les miraba a través de los milenios y a través de los años luz, el rostro de un joven dios fulminado en la flor de la vida. En él se leía el poder y la confianza en si mismo, pero no la arrogancia y la crueldad que los años perdidos le habrían dado. — ¿Por qué aquí?—le preguntó Mirissa, medio adivinando la respuesta. — Parecía un símbolo adecuado. Los egipcios creían que, si llevaban a cabo las ceremonias correctas, el muerto tendría una nueva existencia en otro mundo. Pura superstición, por supuesto; sin embargo, aquí la hemos hecho realidad. «Pero no de la manera que yo hubiera deseado», pensó Mirissa con tristeza. Observando los ojos negros como el azabache del rey niño, que la miraba desde su máscara de oro incorruptible, costaba creer que aquello sólo fuera una maravillosa obra de arte y no un ser vivo. No podía apartar la vista de aquella mirada hipnótica aunque serena conservada a través de los siglos. Una vez más, alargó la mano y acarició la dorada mejilla. El metal precioso le recordó de repente un poema que había encontrado en los archivos de Primer Aterrizaje, mientras buscaba expresiones de consuelo en el ordenador, dentro de la literatura del pasado. La mayoría de los centenares de frases eran inadecuadas, pero una ("Autor desconocido,?1800–2100") encajaba perfectamente: «Devuelven brillante al acuñador la creación del hombre, los muchachos que morirán en la gloria y nunca envejecerán.» Loren esperó pacientemente a que los pensamientos de Mirissa siguieran su curso. Luego introdujo una tarjeta en una ranura casi invisible situada detrás de la máscara, y se abrió sin hacer ruido una puerta circular. Resultaba incongruente encontrar un guardarropía lleno de gruesos abrigos de pieles dentro de una nave espacial, pero Mirissa pudo comprobar la necesidad de ello. La temperatura había descendido en muchos grados, y se dio cuenta de que estaba temblando a causa de aquel insólito frío. Loren la ayudó a ponerse el traje térmico — no sin dificultad al hallarse en gravedad cero — y flotaron en dirección a un círculo de vidrio esmerilado situado en la pared del fondo de una pequeña cámara. La ventana de cristal giró hacia ellos como una esfera de reloj con apertura y de ella salió una ráfaga de aire helado como Mirissa no había imaginado jamás, y menos aún experimentado. Pequeñas partículas de humedad se condensaban en aquel aire glacial, danzando alrededor de ella como fantasmas. Miró a Loren como diciendo: «¡Supongo que no esperarás que me meta ahí!» Él la tomó del brazo de modo tranquilizador y dijo: — No te preocupes, el abrigo te protegerá, y al cabo de unos minutos ya no notarás el frío en la cara. Le costó creer aquello; pero tenía razón. Tras cruzar detrás de él la ventana, respirando con cautela al principio, se sorprendió al descubrir que la experiencia no era desagradable en lo más mínimo. De hecho, era realmente estimulante; por primera vez comprendió por qué hubo gente que fue por su propia voluntad a las regiones polares de la Tierra. Podía imaginarse fácilmente a sí misma allí, ya que parecía estar flotando en un universo glacial y blanco como la nieve. A su alrededor todo eran relucientes panales que podían haber sido hechos de hielo, con una formación de miles de celdas hexagonales. Casi era como una versión en pequeño del escudo de la Magallanes, salvo que aquí las unidades sólo tenían alrededor de un metro de longitud y estaban unidas por grupos de tuberías y haces de cables. Allí estaban, pues, durmiendo a su alrededor, los cientos de miles de colonos para los que la Tierra era aún, en sentido literal, un recuerdo de ayer mismo. ¿Qué estarían soñando, se preguntó, a menos de la mitad de su sueño de quinientos años? ¿Acaso la mente soñaba algo en aquella sorda tierra de nadie entre la vida y la muerte? Según Loren, no; ¿pero quién podía estar del todo seguro? Mirissa había visto dos vídeos de abejas realizando su misterioso trabajo de un lado a otro de su enjambre; se sintió como una abeja humana siguiendo a Loren, cogidos de la mano, a lo largo de la red de barandillas que se entrecruzaban sobre la pared del gigantesco panal. Ahora ya se sentía cómoda en la gravedad cero y ni tan siquiera notaba el penetrante frío. De hecho, apenas notaba su cuerpo — y a veces tenía que convencerse a sí misma de que aquello no era un sueño del que iba a despertar. Las celdas no tenían nombre, pero todas ellas se identificaban por un código alfanumérico; Loren fue con decisión a la H— 354. Al presionar un botón, el contenedor hexagonal de metal y cristal se deslizó hacia fuera sobre unos rieles telescópicos para mostrar a la mujer durmiente que yacía en su interior. No era bonita, aunque era injusto emitir un juicio sobre una mujer sin la gloria suprema de su cabello. Su piel era de un color que Mirissa no había visto nunca, y tenía noticia de que había llegado a ser poco frecuente en la Tierra — un negro tan oscuro que casi contenía una pizca de azul. Además era tan perfecta que Mirissa no pudo evitar un arrebato de envidia; vino a su mente una imagen fugaz de cuerpos entrelazados, de ébano y marfil, una imagen que la perseguiría en los años venideros. Volvió a mirar aquel rostro. Incluso en el reposo de varios siglos de duración, mostraba determinación e inteligencia. «¿Habríamos sido amigas? — se preguntó Mirissa—. Lo dudo; nos parecemos demasiado.» «Así que tú eres Kitani, y llevas al primer hijo de Loren a las estrellas. ¿Pero será en verdad el primero, ya que nacerá siglos después del mío? Primero o segundo, le deseo todo lo mejor…» Aún estaba paralizada, aunque no sólo por el frío, cuando la puerta de cristal se cerró tras ellos. Loren la condujo con suavidad por el pasillo y dejaron atrás al Guardián. Una vez más, sus dedos rozaron la mejilla del inmortal niño de oro. Por un momento, y con gran sobresalto, le pareció que estaba caliente al tacto; entonces se dio cuenta de que su cuerpo todavía se estaba adaptando a la temperatura normal. Esto sólo le llevaría minutos; ¿pero cuánto tiempo pasaría, se preguntó, hasta que el hielo de su corazón se derritiera? 54. Despedida Es la última vez que hablaré contigo, Evelyn, antes de empezar mi largo sueño. Todavía estoy en Thalassa, pero la nave sale para la Magallanes dentro de unos minutos; ya no puedo hacer nada hasta que aterricemos dentro de trescientos años… Siento una gran tristeza: acabo de despedirme de mi mejor amiga aquí, Mirissa Leonidas. ¡Cómo te hubiera gustado conocerla! Ella es probablemente la persona más inteligente que he conocido en Thalassa. Los dos hemos tenido largas conversaciones, aunque temo que algunas se convirtieron más bien en esos monólogos por los que tú tantas veces me criticabas… A veces me preguntaba acerca de Dios; pero quizá no supe contestar a su pregunta más inteligente. Poco después de la muerte de su querido hermano, me preguntó: «¿Para qué sirve el dolor? ¿Cumple acaso alguna función biológica?» Es curioso que nunca hubiera pensado seriamente en esto. Si recordáramos a los muertos sin emoción (en el caso de que los recordáramos alguna vez) nos convertiríamos en una especie inteligente que funcionaría a la perfección. Se trataría de una sociedad completamente inhumana, pero tan próspera como lo fueron en la Tierra las de las termitas o de las hormigas. ¿Podría el dolor ser una accidental, e incluso patológica consecuencia del amor, que tiene una función biológica esencial? Éste es un pensamiento extraño y preocupante. Y sin embargo, son nuestras emociones lo que nos convierten en seres humanos. ¿Quién estaría dispuesto a abandonarlas, aun sabiendo que cada nuevo amor es prisionero de esos gemelos terroristas llamados Tiempo y Destino? A menudo ella me hablaba de ti, Evelyn. Le desconcertaba que un hombre pudiera amar a una sola mujer durante toda su vida, incluso cuando ya había desaparecido. Una vez bromeé diciéndole que la fidelidad era algo tan ajeno a los thalassanos como los mismos celos; me replicó que habían salido ganando al no conocer ninguno de esos sentimientos. Me están llamando; la nave me espera. Debo despedirme de Thalassa para siempre. Tu imagen también empieza a desvanecerse. Aunque soy un experto dando consejos a los demás, quizá me he aferrado demasiado a mi propio dolor, y eso no sirve a tu memoria. Thalassa me ha ayudado a curarme. Ahora me alegro de haberte conocido, en lugar de estar triste por haberte perdido. Una extraña calma me embarga. Por primera vez creo entender de veras los conceptos de la separación y el Nirvana de mis viejos amigos budistas. Y si no despierto en Sagan Dos, qué más da. He cumplido mi misión aquí, y estoy contento por ello. 55. La partida El trimarán alcanzó la orilla del banco de algas poco antes de medianoche y Brant ancló en un fondo de treinta metros. Empezaría a lanzar las bolas espía al amanecer, hasta formar una cerca entre Escorpia y la Isla Sur. Una vez establecida ésta, podría observar todas las idas y venidas. Si los escorpios encontraban una de las bolas espías y la llevaban a su casa como trofeo, tanto mejor. Continuaría operando, y sin duda proporcionaría información aún más útil que las obtenidas en mar abierto. Ahora no había nada que hacer, excepto recostarse mecido por el tranquilo balanceo del barco y escuchar la cálida música de radio Tarna, esta noche excepcionalmente suave. De vez en cuando había un anuncio o un mensaje de buena voluntad o un poema en honor de los visitantes. Aquella noche habría muy poca gente dormida en las islas. Mirissa se preguntó fugazmente qué pensamientos debían de estar atravesando las mentes de Owen Fletcher y sus compañeros exiliados, abandonados en un mundo extraño para el resto de sus vidas. La última vez que ella los había visto en una emisión de vídeo del Norte, no parecían estar descontentos, e incluso discutían animadamente sobre las oportunidades de realizar negocios allí. Brant estaba tan quieto que ella lo hubiera creído dormido, a no ser porque su mano permanecía fuertemente apretada a la de ella. Estaban echados el uno junto al otro, mirando las estrellas. Él había cambiado, incluso más que ella; se había vuelto menos impaciente, más considerado. Y lo mejor de todo era que había aceptado al niño, con palabras cuya bondad le habían hecho saltar las lágrimas a Mirissa: «Tendrá dos padres.» Ahora radio Tarna empezaba la final e innecesaria cuenta atrás, la primera que ningún thalassano había oído jamás, a excepción de las históricas grabaciones del pasado. «¿Vamos a poder ver algo? se preguntaba Mirissa—. La Magallanes se encuentra en el lado opuesto del mundo, suspendida en pleno mediodía sobre un hemisferio de océano. Nos separa todo el espesor del planeta… — Cero… — se oyó en radio Tarna, e inmediatamente la emisora quedó acallada por un ruido infernal. Brant alcanzó los mandos de la radio y apenas había conseguido bajar el volumen cuando el cielo estalló. El horizonte entero estaba encendido en llamas. Al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, todo por igual. Largas serpentinas de fuego se levantaban desde el océano, a medio camino del cenit, en una exhibición celestial como Thalassa nunca había presenciado ni volvería a presenciar jamás. Era un espectáculo hermoso, pero al mismo tiempo aterrador. Ahora Mirissa entendía por qué la Magallanes se había situado en el otro extremo del mundo; lo que estaba viendo ahora no era la propulsión cuántica, sino la energía sobrante procedente de ésta y absorbida inofensivamente por la ionosfera. Loren le había contado algo incomprensible acerca de la descarga de ondas en el superespacio, añadiendo que ni siquiera los creadores de la propulsión cuántica habían llegado nunca a comprender este fenómeno. Mirissa se preguntó, durante un segundo, qué pensarían los escorpios de estos fuegos artificiales celestiales. Seguramente algún resto de esta fuerza actínica se filtraba a través de las selvas de algas marinas iluminando las sendas de sus ciudades sumergidas. Quizá fuera su imaginación, pero los radiantes haces multicolores que envolvían la corona de luz parecían arrastrarse lentamente por el cielo. La fuente de su energía iba ganando velocidad, acelerando a lo largo de su órbita mientras se alejaba de Thalassa para siempre. Pasó un buen rato antes de que se diera cuenta de que la nave se movía; al mismo tiempo, había disminuido la luminosidad. Entonces, bruscamente, cesó todo. Radio Tarna volvió a estar en antena, como sin aliento. Todo de acuerdo con el plan… la nave está saliendo ahora reorientada… habrá otros fenómenos más tarde, pero no tan espectaculares… todas las fases de la separación inicial se efectuarán en el otro lado del mundo, pero podremos ver a la Magallanes dentro de tres días, cuando se aleje del sistema. Mirissa apenas oyó estas palabras y miró fijamente el cielo al que ahora retornaban las estrellas, esas estrellas que nunca podría volver a mirar sin recordar a Loren. Ahora no sentía emoción alguna; si aún le quedaban lágrimas lloraría más tarde. Sintió cómo los brazos de Brant la rodeaban y agradeció su consuelo frente a la soledad del espacio. Éste era su lugar, su corazón no se perdería otra vez. Al fin comprendía que, pese a haber amado a Loren por su fortaleza, amaba a Brant por su debilidad. "Adiós Loren — susurró—, que seas feliz en este mundo lejano que tú y tus hijos conquistaréis para la Humanidad. Pero piensa alguna vez en mí, que estaré a trescientos años de ti en la ruta de la Tierra." Brant le acariciaba el pelo con torpe suavidad deseando tener palabras para consolarla; pero también sabía que el silencio era lo mejor. Brant no tenía ninguna sensación de victoria. Mirissa volvía a ser suya, pero el viejo y despreocupado compañerismo que les unía había desaparecido para siempre. Brant sabía que durante todos los días de su vida el fantasma de Loren estaría entre ellos. El fantasma de un hombre que no habría envejecido ni un solo día cuando ellos fueran ya polvo en el viento. Cuando, tres días más tarde, la Magallanes se alzó por encima del horizonte, se había convertido en una deslumbrante estrella, demasiado brillante para ser observada a simple vista, aun cuando la propulsión cuántica había sido cuidadosamente dirigida hacia otro punto para que la pérdida de radiación no alcanzara a Thalassa. Semana tras semana, mes tras mes, fue desvaneciéndose poco a poco, aunque cuando aparecía la luz del día era relativamente fácil encontrar si se sabía dónde buscarla. Y durante años, fue la más brillante de las estrellas nocturnas. Mirissa vio la nave por última vez poco antes de que le fallara la vista. Durante unos pocos días, la propulsión cuántica, ahora inofensiva y suavizada por la distancia, había estado dirigida hacia Thalassa. Habían pasado ya quince años luz, pero sus nietos no tenían ninguna dificultad en señalar la estrella azul de tercera magnitud que brillaba por encima de las torres de vigilancia de la barrera electrificada para los escorpios. 56. Bajo la superficie Todavía no eran inteligentes, pero sentían curiosidad, y éste era el primer paso hacia el camino sin fin. Como muchos de los crustáceos que en otro tiempo habían existido en los mares de la Tierra, podían sobrevivir fuera del agua durante períodos de tiempo indefinidos. Sin embargo, hasta los últimos siglos habían tenido pocos incentivos para hacerlo. Los enormes bosques de algas les proveían de lo necesario. Las largas y delgadas hojas eran su alimento, y los toscos tallos la materia prima para sus primitivos artefactos. Tenían sólo dos enemigos naturales. Uno de ellos era un enorme y muy raro pez de aguas profundas que no consistía más que en dos enormes mandíbulas hambrientas atadas a un estómago nunca saciado. El otro era una medusa venenosa vibradora, la forma motriz del pólipo gigante, que muchas veces alfombraba de muerte el fondo marino, dejando un desierto teñido de sangre. Aparte de algunas excursiones esporádicas por la superficie, los escorpios podían muy bien haber pasado toda su existencia sumergidos en el mar, perfectamente adaptados a su medio ambiente. Pero a diferencia de las hormigas y las termitas, todavía no habían entrado en uno de los callejones sin salida de la evolución. Todavía podían adaptarse a los cambios. Y un cambio, aunque todavía en pequeña escala, se había producido en este mundo oceánico. Unas cosas maravillosas habían caído del cielo. En el lugar de donde procedían debía de haber más. Cuando estuvieran preparados, los escorpios irían en su búsqueda. En aquel mundo intemporal del mar de Thalassa no había prisa; pasarían años antes de que realizaran su primer asalto a aquel elemento desconocido del cual sus exploradores habían traído tan curiosos informes. Pero no podían saber que otros exploradores les estaban observando a ellos. Y cuando por fin se decidieron a avanzar, escogieron el momento más desafortunado. Tuvieron la mala suerte de emerger a tierra durante el inconstitucional, aunque muy eficaz, segundo mandato del presidente Fletcher. IX.SAGAN DOS 57. Las voces del tiempo La nave Magallanes estaba sólo a unas pocas horas luz de distancia cuando nació Kumar Lorenson, pero su padre ya estaba dormido y no se entero de su nacimiento hasta trescientos años después. Lloró al pensar que aquel sopor sin sueños había durado toda la vida de su primer hijo. Cuando pudiera enfrentarse a esta tortura, pondría las cintas que le esperaban en los bancos de memoria. Vería a su hijo crecer y hacerse hombre, y oiría su voz gritando a través de los siglos saludos que nunca podría contestar. Y también vería (no había manera de evitarlo) el lento envejecer de la joven, muerta mucho tiempo atrás, que había tenido en sus brazos hacía sólo unas semanas. Su último adiós le llegaría desde unos labios arrugados convertidos en polvo. Su dolor, aunque profundo, desaparecería poco a poco. La luz de un nuevo sol iluminaba el cielo, y dentro de poco habría otro nacimiento en el mundo que estaba atrayendo a la nave Magallanes a su órbita final. Sabía que un día habría desaparecido el dolor, pero nunca el recuerdo. CRONOLOGÍA (Años de la Tierra) 1956 Detección del neutrino 1957 Descubrimiento de la anomalía del neutrino solar 20 °Confirmación del destino del Sol 100Sondas interestelares 200 300 Planificación de sembradores de robots 4 °Comienzo de la siembra 2500 (embriones) 600 (códigos ADN) 700 751 La sembradora parte hacia Thalassa 800 900 999 Último milenio 3000 100 Los 200 Señores 300 de los 400 últimos días 3500 Energía cuántica 600 Éxodo final 617 Nave interestelar Magallanes 3620 Fin de la Tierra THALASSA 3109 primera llegada a casa 0 Nacimiento de Nación 1 °Contacto con la Tierra 200 El monte Krakan entra en erupción Se pierde el contacto 300 400 Estasis 3827 La Magallanes llega 718 3829 La Magallanes parte 720 4136 SAGAN DOS 1026 NOTAS BIBLIOGRÁFICAS La primera versión de esta novela, un relato corto de 12.500 palabras, se escribió entre febrero y abril de 1957 y posteriormente fue publicada un IF Magazine (USA) en junio de 1958 y Science Fiction (RU) en junio de 1959. Se puede situar mejor en mis colecciones Hartcourt, Barce, Jovanovich The Other Side of the Sky (1958) y From the Ocean, From the Stars (1962). En 1979 desarrollé el tema en un pequeño esbozo que apareció en OMNI Magazine (vol. 3, Nº 12, 1980). Desde entonces se ha publicado en la colección ilustrada Byron Preiss / Berkley de mis relatos cortos The Sentinel (1984); junto con una introducción explicando sus orígenes y la forma inusual que me llevó a escribir y filmar 2010, Odisea Dos. Esta novela, la tercera y última versión, fue comenzada en mayo de 1983 y terminada en junio de 1985. 1 de julio de 1985 Colombo, Sri Lanka AGRADECIMIENTOS La primera sugerencia de que la energía del vacío podía utilizarse para la propulsión la realizó, al parecer, Shinichi Seike en 1969 («Vehículo espacial eléctrico cuántico", 8vo. Simposio sobre Tecnología Espacial y Ciencia, Tokio). Diez años más tarde, H. D. Froning, de McDonnell Douglas Astronautics, introdujo la idea en la Conferencia de Estudios Interestelares de la Sociedad Interplanetaria Británica, Londres (setiembre 1969), seguido de dos artículos: «Requisitos para la propulsión de un estatorreactor cuántico para viajes interestelares» (AIAA Prepints 81— 1534, 1981). Ignorando los incontables inventores de «propulsiones espaciales" no especificadas, la primera persona en utilizar la idea en la ficción parece haber sido el doctor Charles Sheffield, científico en jefe de Earth Satellite Corporation; él habla de la base teórica de la «propulsión cuántica» (o, tal como él lo denomina, la propulsión por la energía del vacío) en su novela Crónicas de McAndrew (Analog Magazine, 1981, Tor, 1983). Un cálculo evidentemente ingenuo realizado por Richard Feynman sugiere que cada centímetro cúbico de vacío contiene suficiente energía para hacer hervir todos los océanos de la Tierra. En otra estimación Wheeler da un valor setenta y nueve órdenes de magnitud mayor. Cuando dos de los físicos más importantes discrepan en una cuestión de setenta y nueve ceros, a los demás se nos puede permitir cierto escepticismo. Pero al menos es interesante pensar que el vacío que hay dentro de una bombilla ordinaria contiene suficiente energía para destruir la Galaxia… y quizá, con un pequeño esfuerzo, el Cosmos. En lo que se puede considerar como un documento histórico («Extrayendo energía del vacío por la cohesión de conductores foliados cargados», Physical Review, vol. 30B, PP. 1.700— 1.702, 15 agosto 1984), el doctor Robert L. Forward, del Laboratorio Hugues, ha demostrado que al menos una fracción de un minuto de esta energía puede explotarse. Si pudiera ser aprovechada para la propulsión por alguien más, aparte de los escritores de ciencia ficción, los problemas puramente de ingeniería del vuelo interestelar, o incluso intergaláctico, estarían resueltos. Pero quizá no. Le estoy muy agradecido al doctor Alan Bond por sus detallados análisis matemáticos sobre el blindaje necesario para la misión descrita en esta novela, y por señalar que un cono truncado es la forma más ventajosa. Puede suceder que el factor que limita el vuelo interestelar a gran velocidad no sea la energía sino la ablación de la masa protectora por los granos de polvo y la evaporación de los protones. Pido disculpas a Jim Ballard y J. T. Frazer por robar el título a sus dos volúmenes tan distintos para mi capítulo final. Mi especial agradecimiento al Diyawadane Nilame y su equipo del Templo de Tooth, Kandy, por invitarme a la Cámara de Reliquias durante una época difícil. La historia y la teoría del «ascensor espacial» se puede encontrar en mi Conferencia en el 3 Congreso de la Federación Astronáutica Internacional, Munich 1979: «El ascensor espacial: experimentado ideado» o «Llave al Universo (reeditado en Advances in Earth Orientated Apphcations of Space Technology, vol. 1, n.0 1, 1981, PP— 39–48, y Ascent to Orbit: 3ohn Viley 1984). También he desarrollado la idea en la novela The Fountains of Paradise (Del Gollancz, 1979). Los primeros experimentos en este sentido, que implican cargas lanzadas a la atmósfera en «correas» de cien kilómetros de largo desde el transbordador espacial, comenzarán aproximadamente cuando se publique esta novela. SOBRE EL AUTOR Arthur Clarke nació en Minehead, Somerset, Inglaterra, en 1917 y se graduó en King’s College, Londres, donde obtuvo Matrícula de Honor en Física y Matemáticas. Fue Director de la Sociedad Interplanetaria Británica, y es miembro de la Academia de Astronáutica, de la Real Sociedad de Astronomía, y muchas otras organizaciones científicas. Durante la Segunda Guerra Mundial, como oficial de la RAF, estuvo a cargo del primer equipo de radar en su fase experimental. Su única novela que no es de ciencia ficción, Glide Path, está basada en este trabajo. Autor de cincuenta libros, de los cuales unos veinte millones de ejemplares se han editado en más de treinta idiomas, sus numerosos premios incluyen el Premio Kallinga en 1961, el premio a los escritos científicos AAAS WESTINGHOUSE, el premio Bradford Washburn y los premios Hugo, Nebula y J. Campbell, los cuales ganó con su novela Rendevous with Rama. En 1968 compartió la nominación al Oscar con S. Kubrick por 2001: Una Odisea del Espacio, y su serie de TV El mundo misterioso de Arthur C. Clarke se ha proyectado en muchos países. Trabajó con Walter Cronkite en las transmisiones de la CBS de las misiones Apolo. Su invención del satélite de comunicaciones en 1945 le ha proporcionado numerosos honores, entre ellos el premio 1982 de la Asociación Internacional Marconi, una medalla de oro del Instituto Franklin, la Cátedra Vikram Sarabhai del Laboratorio de Investigaciones Físicas, y una cátedra del King's College, Londres. El Presidente de Sri Lanka recientemente le nombró Decano de la Universidad de Moratuwa, cerca de Colombo. ÍNDICE NOTA DEL AUTOR I. THALASSA II. MAGALLANES IIII. SLA SUR IV. KRAKAN V. EL SINDROME DE LA «BOUNTY» VI. LOS BOSQUES DEL MAR VII. MIENTRAS LOS DESTELLOS VUELAN HACIA LAS ESTRELLAS VIII.CÁNTICOS DE LA LEJANA TIERRA. IX.SAGAN DOS CRONOLOGÍA. (Años de la Tierra) NOTAS BIBLIOGRÁFICAS AGRADECIMIENTOS SOBRE EL AUTOR notes 1 Se refiere, naturalmente, a Moises. (N. del T) 2 We still have megabytes to go before sleep. Stopping by woods on a Shrowy Evening. Cita muy libre de los últimos versos del famoso poema de Robert Trost 3 Lend me your ears. Con esta frase comienza Marco Antonio su famoso discurso al pueblo romano en Julio César, de W. Shakespeare. (N. del T.) 4 (1) Baker St.: domicilio habitual de Sherlock Holmes, detectivey personaje principal de las novelas de Sir Conan Doyle.